sábado, septiembre 22, 2007

Sueños de una noche


Algo raro ocurre entre las multitudes. Al ir ocupando poco a poco un gran espacio, la gente pierde cierto sentido de la pertenencia, del territorio propio. No se amontona, ni se aperra: se ensambla. Se genera un disimulado corrillo aquí, otro allá, y cada uno crece tanto queal cabo de un rato forman uno solo. La masa se comporta como una sola persona: en un concierto canta, en un mitin político protesta o esgrime consignas en el aire. En una plaza cívica, un 16 de septiembre en México, esa unidad que conforma la multitud lo que hace es festejar.
Es difícil encontrar singularidades entre el festejo que se realiza en una ciudad con respecto a otra, a pesar de que uno no puede celebrar más que en un sitio a la vez (y a veces, mucho menos que eso). ¿Cuáles son las diferencias? A Toluca, por ejemplo, le gusta comprar latitas de aluminio con las que se esparce una espuma parecida a la de afeitar; le gusta rociarlas en la cara del que vaya pasando, sea conocido o no, tenga aspecto de burgués, de naco o de indígena. Se tenga o no en la mano una de esas latitas, la multitud ya decidió el comportamiento a seguir. Si eres uno de los que no tienen esa lata, porque no quieres, porque no te gusta, o lo que sea, poco puedes hacer cuando alguien te rellena las orejas de espuma. Nadie sabe a quién se le ocurrió esa idea primero.
La masa escucha una sola canción al unísono, que viaja de las cuerdas vocales de una escultural mujer semidesnuda, encima de un gran escenario montado en un extremo de la plaza, hasta los oídos medio taponeados de merengue. Primero se escucha al mariachi con algunas melodías románticas. Luego viene algo más movido, ritmo de banda y quebradita, sinaloense y pasito duranguense.
Se calla la música y una voz nos pide atestiguar con respeto el trayecto del “lábaro patrio”, que viajará de la alcaldía al palacio del gobernador. Un grupo de policías hace vaya entre la multitud, abriendo un pasillo por el cuál pasará un séquito de cadetes, quienes escoltarán a la bandera nacional. Rato después ésta hace su aparición y la multitud aplaude. La va cargando el alcalde de la ciudad. A él lo rodean unos cuarenta funcionarios que no quieren quedarse fuera de la foto. Se escuchan trompetas y el redoble de tambores. El “lábaro” se pierde tras el umbral del palacio del gobernador, y en ese momento la masa se queda expectante. Las voces se convierten en murmullos. Cesan los ataques de espuma, las banderitas tricolores no ondean. Niños aparecen de súbito sobre los hombros de sus padres. Sin que nadie lo haya ordenado o sugerido, la multitud voltea toda hacia la fachada del palacio. ¿Qué es lo que se está gestando ahí adentro? No se escucha la pregunta, pero se respira.
Durante esos instantes de desconcierto, la gente se mira a las caras, reconoce las mejillas pintadas de verde blanco y rojo, se compara el tamaño de los sombreros, los “viva México” escritos en ellos. Las personas se miran pero procuran no hacer evidente su curiosidad. En cuanto una mirada se topa con otra, una fuerza inefable las obliga a repelerse, como imanes del mismo polo. Decenas de miles de personas aguardan un sólo momento, sus gargantas preparan un estallido que solamente una vez en el año es patente y tiene sentido. El apretujo es indisoluble. Si alguien tiene algo mejor que hacer en ese momento, tendrá que aguantarse; estar en medio de la multitud implica la triste resignación ante los designios de un tirano. El aire frío de septiembre serpentea entre los cuerpos de los novios que se abrazan, los padres que sujetan firmemente las manitas de sus hijos, el rostro de los que clavan su mirada en el balcón del palacio donde habrá de aparecer un hombre y su bandera.
Finalmente, la figura del gobernante se asoma con el lábaro entre las manos. El silencio de la multitud revienta con una ovación espontánea. En México es muy rara la persona que no odia a los políticos, que no desea en lo más profundo de su ser el que la política pudiese erradicarse de la faz de la nación. Todos tenemos algo malo que decir de ellos, algo que reprocharles, algo por lo cuál mentarles la madre. Los políticos son el reflejo de todas nuestras frustraciones. Muchas veces son la causa de las mismas. Pero en noches como esa, en multitudes como esa, el político se transforma. El gobernante se vuelve la única voz que sobresale por encima de la masa. Él es el único dictaminador, el jefe de la orquesta de gargantas que gritan “¡Viva!”. Por unos segundos, él encarna la ilusión de un pueblo, de una nación que dice llamarse “México”, a la cuál pocos entienden. En momentos como ese, el rostro del político es como nuestra propia cara. Porque carga en sus manos nuestra bandera, sale de su voz nuestro grito, el grito de nuestros antepasados. Lo que antes fue un reguero de sangre es ahora un carnaval.
El político se siente cómodo porque en el fondo sabe que se trata de un protocolo, que no tiene que dar la vida por nadie y que si nadie de entre aquéllos miles lo sigue, no importa. El político grita “¡Viva!” y la masa le responde. Luego hala la soga atada al badajo de una campana para que ésta repique. Nuevo estallido de júbilo. En el aire las banderas ondean y los pulgares oprimen los atomizadores que harán lucir la plaza como en medio de una nevada. No hay una sola persona sin espuma en la cabeza y en la ropa. No hay una sola persona que no sonría. Las miradas vuelven a cruzarse pero esta vez no se repelen. Hay armonía.
Se comparten las sonrisas. No hay futuro, sino un pasado en común que nos puso a todos en este lugar. Las luces se apagan y comienzan a iluminar en el cielo los fuegos artificiales. Música alegre y emotiva se apodera de la plaza. La gente vuelve a callar, y ahora todos miran hacia el cielo. Entre más sonoros explotan los fuegos en el aire, más sincero es el aplauso de la multitud.
Luego de un rato todo se transforma de nuevo en calma. La plaza vuelve a ser iluminada por focos y arbotantes y reflectores. Una banda de músicos sube al templete y comienzan a rugir los acordes de una música entre cumbia y norteña. La pasión patriota deviene en un ansia de comerse un pambazo o una hamburguesa. Algunas personas venden bigototes estilo Zapata, varitas mágicas de color rosa con una estrella en la punta, sombreros gigantes y sombreritos, tiaras para que las niñitas se sientan como una princesa. Vuelve la espuma a inundar las narices y ojos de cualquiera, hasta de los policías. Se escucha el crujir de los buñuelos entre los dientes de unos viejitos.
La multitud se abandona a sí misma. La individualidad se va recuperando poco a poco. Las decisiones que uno toma por fin le pertenecen. La patria se quedó flotando en el aire, sobre las cabezas de la gente, debajo de la pólvora que aun rocía los sueños de la noche.

1 comentario:

Anónimo dijo...

!Me encanta cuando escribes asi!