domingo, abril 12, 2009

Crónica del mundo desde la playa mientras se lee a Henry Miller

Sé que es miércoles y que estoy en un lugar que no pensé. En mi mente suponía que habría de aparecer en la sierra, en un lugar boscoso y frío. La Oaxteca. Pero no, estoy en la “Oaxaca”. Muy lejos de aquello que imaginé. Al principio me afligía eso de imaginar algo y terminar haciendo otra cosa distinta, pero me importa poco ahora. Solo quiero estar, en donde sea, pero estar. “Aquí estamos todos solos y estamos muertos.”, dice Henry Miller.
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Ayer conocí a un californiano que se llama Nicholas y a un catalán que se llama Pedro. Ambos dan la impresión de estar en viaje interminable. Ambos de cabellos largos y barbudos. El primero me llamó a su mesa. Tenía ganas de conversar de lo que fuera, en ese bar cuyo piso era la arena. Parece uno de esos surfers irremediables que preguntan lo esencial y se quedan mirando fijamente lo que sea, sin que parezcan necesariamente interesados. Al segundo, Pedro, lo abordé yo, afuera, en la playa. Lo hice porque lo vi llorando. Había algo de amargura en sus ojos grises y en esas arrugas prematuras.
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Me acordé de los escarabajos peloteros, esos pequeños seres que empujan bolitas de caca por el mundo. Siento que a menudo me topo con gente igual. Quizás hay días en que yo soy uno de ellos.
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Hemos llegado al acuerdo de que Pedro se parece a Jean-Paul Belmondo.
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“Dondequiera que voy las personas están echando a perder sus vidas.”. Aunque suena fatalista, esta frase también me brinda cierta dosis de optimismo.
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No es raro que compre libros usados. Los prefiero éstos a los nuevos. Me dan la sensación de llevar una historia a cuestas además de la que en sus páginas relatan. Si alguna vez publico un libro, buscaré una editorial que solamente publique libros usados. Así, mis textos llegarán a manos de los lectores plagados de líneas subrayadas, anotaciones al margen, el número de teléfono de alguien apuntado hasta el final, una idea repentina, la fecha de adquisición, la dedicatoria, la conversación escrita entre dos estudiantes aburridos en su salón de clase. Si no puedo publicar libros así, prefiero no publicar nunca nada.
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Escribo con las manos llenas de arena. Caminé medio kilómetro en terracería, a unos 35 grados centígrados, para encontrar el “Mazunet” y sentarme ante un ordenador. En el camino vi a un joven moreno de bigote tímido, con gorra blanca cuya visera caía por un costado de la cara. Traía puesta una playera que decía “Fly Emirates”. Imaginé no estar aquí, sino en Tánger o Cabo Verde. No fue difícil lograrlo. Escribir con arena en las manos, dedos pegajosos, una caguama vacía frente a mí y turistas hippies europeos a mi alrededor me hace creer que no soy yo el que escribe. Soy yo extrapolado. Soy el karma de alguien parecido a mí.
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Recuerdo haber leído en un libro de Unamuno que el mundo solo existe para los que tienen conciencia. Luego de andar topándome con gente por dondequiera que voy, concluyo en que uno no puede darse cuenta de lo que significa estar vivo si no has perdido antes algo. Cuando pierdes, lo que sea, pero una pérdida real, el instinto te hace aferrarte a lo que aun te queda, como náufrago a un trozo de madera mojada.
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Gracias Pedro. Quizás nunca vuelva a verte, ni sabré porqué llorabas. Nunca olvidaré tus lágrimas.