viernes, diciembre 12, 2008

De deseos y fronteras

El deseo es el deseo. Es injustificable. No puede ser clasificado hasta no sentirlo en los huesos. El deseo es impredecible, lacerante. Es algo que se quiere y no se tiene. Es hasta que se está cansado cuando se desea el sueño. Precisamente por eso ataca, porque algo en el fondo nos brinca y nos empuja. El deseo siempre antecede alguna acción. Salvo en algunas excepciones, no se puede desear lo que se acaba de satisfacer. Digamos, hay impulsos que nos hacen comer un postre, hacer el amor, subir una montaña. Es involuntario, “me dan ganas de…”, es como un terremoto, un trueno, un caballo que se quedó sin rienda. Llega y ya le toca a uno decidir qué hacer. Pongamos que me dan ganas de quebrar un vidrio. Lo deseo, y además puedo hacerlo, es cosa nomás de agarrar una piedra y arrojarla, o empuñar un martillo, una llave. Incluso puedo simplemente cerrar mi puño y ya está. Dolerá pero qué importa, el vidrio está roto, el deseo satisfecho. Y qué tal si me llega el ardiente deseo de robar un beso, de ganarme una caricia por la fuerza, de ceder ante la pasión, prima hermana del deseo, y rodar con alguien por el suelo y callarle la boca a mordidas tristes y salvajes. Es un deseo legítimo. Creo yo que la cuestión no radica en el querer o en el poder, sino en la siempre estorbosa cuestión del deber. Deseo matar, pero no lo debo hacer, aunque me estorbe más algún individuo asesinable que la moral. El deber va más por el asunto de que habrá que pagar un precio cada que cedes al impulso, y hay de precios a precios. No imagino el precio de darle cuello a alguien. Imagino que ese postrecito me costará unos cuantos billetes, pero el rodar con alguien por la sala de su casa… es difícil de calcular. Digamos que tiro a ese alguien al suelo y le rasgo la ropa, tiramos el florero, me pierde un botón y le sangro la oreja, qué se yo, cosas sin sentido; es un costo calculable. Pero cuanto cuesta un enamoramiento, por ejemplo. O qué decir si en pleno revoltijo aparece la madre de ese alguien en la sala, con las bolsas del mandado en las manos, “¡qué están haciendo, cabrones!”. ¿Cómo explicar eso? ¿Cuánto cuesta un argumento que te salve el pellejo? Uno puede y desea decirle a esa madre que qué le importa, que ya está uno grandecito, pero a una madre no se le dicen esas cosas, no se debe. ¿Vez cómo es todo una cadena? Con tantito que se ponga uno moral ya valió sombrilla, mejor te quedas en tu casa quitecito, te tomas un tesito y te quedas pensando en todo eso que quieres hacer pero no debes, aunque puedas, aunque se te compriman las costillas de impaciencia, aunque el alma se te desborde hasta por las narices. Me atrevo a concluir que toda esta broma del deseo tiene que ver con qué tan hábil eres para calcular los riesgos. Mira que no es un rollo de contadores; pura prueba y error. Porque el deber no es una variable de 0 y 1, de todo o nada. Uno debe saber hasta dónde se debe, y esto no es un juego de palabras. Deseas meterte al mar, y puedes, pero si no sabes nadar, no debes meterte muy adentro, porque sabes que hay un punto en que tus pies dejarán de apoyarse en la arena submarina, y el deseo se convertirá en urgencia, en supervivencia, en sustantivos en los que el deseo no debe convertirse. ¿Vez cómo también el deseo tiene deberes? El problema es que en la playa de cada ser humano es muy complicado medir el oleaje. La marea que rige a cada uno es anárquica, difícilmente se sigue algún patrón, y si se trata de un asunto donde ruedan cuerpos que se muerden, tiran floreros y arrancan botones, no se necesita ser demasiado idiota para infringir la barrera del deber. Uno se da cuenta de que se ha cruzado la frontera del deber hasta que la vemos bien atrás, cuando la alfombra ya absorbió el agua de las flores, cuando siempre hay un botón que no se encuentra, cuando se quiere pedir una disculpa y es inútil, cuando arrojas la palabra que, como una piedra, es imposible ir a recogerla. El deseo te hará descubrir tus fronteras mientras que el deber te dirá si habrás de cruzarlas.

La calle vacía

La calle vacía. El frío. El calor que nunca llega cuando es medio día. La mierda del perro olvidada en la acera. El talento se asfixia. Cama destendida. Olor a pijama, a humedad, a la víscera infame del sueño infernal invernal. La voz que no habla. El silencio que dice lo que la conciencia esconde. La piedra arrojada en disfraz de palabra. El vente, el ya cáele, a las 7 nos vemos, tengo hambre. Un cigarro. La puerta que se abre. La guitarra. El café. La noche que pesa como piel anciana. El micrófono y los toques. Las cuerdas. Chamarra que tiene impregnado el sabor de los días en el clóset. Pisadas ajenas. Un tope. La luz. La placa que indica el nombre de la misma calle vacía. Un árbol se mece. El ladrido. El soplar del demonio que a penas y puede pasar por mi oído tapado. La tos. El dolor en el pecho. Agonía del día. Mi suéter azul. La voz de mi madre. Hola jotín, ¿cómo va tu día? Un te extraño en el celular. Mi presencia en la mente de alguien cuando no merezco estar. Vidrio mojado. Mejillas ardientes. Un grito. Garganta que raspa. El traspaso de la verdad en título de propiedad para una mueca olvidada. Jardín roto. Tierra esparcida. El recuerdo de un relámpago. Te tengo, nunca te tuve, jamás he tenido nada. Correo sin entregar. Vivir tanto dentro de la duda que hasta la tranquilidad se escabulle a los sentidos. Tez blanca. Pechos blandos pero firmes. Labios desesperados engullen mi lengua. La mordida. El gemido ensordecido. Serpiente que baja por el muro de tabiques desnudos. Discos. Libros. Canciones que aun no he escrito. Ganas de morirme. Ganas de enterrarme vivo. Ganas de vivir como avestruz. Latas de sopa aguardando mi vacío. Crema de ilusiones. Agua caliente para la infusión, de mi locura. Hablar solo por horas. Recitar versos como una cascada. No parar. No parar. Un libro de Steinbeck. No parar. Música de jazz con un toque de jalea de limón. El motor de mi auto. La bota de vino. Más gemidos. Chillidos. Botella de San Pellegrino. Lo onírico de mi carne invadiendo tu cuerpo. El onanismo de mi carne invadiendo tu cuerpo. La mentira dicha y repetida. Un kleenex sucio a ras de mi veneno. Soñar que me elevo y enciendo un porrito. Despertar al toser. Camioneta roja. Silencio de perra. Yorst. Axion lavatrastos. Café a la italiana sobre la fría parrilla. Farmacia. Cápsulas para ingerir y visitar al diablo. Vaso con agua. Cápsulas en mi lengua. En el esófago. Estómago. Sustancia disuelta invadiendo la sangre. Ojos pesados. Nubes amarillas saturan la conciencia. Morir, ahora sí.

jueves, diciembre 04, 2008

Pescadería

Ya se armó el plan. Vámonos a chupar. ¿A dónde? Pues a un lugar que se llama el “Fishers”. ¿Qué no eso es un restaurante de mariscos? Pues sí, pero la moda en esta estúpida ciudad consiste en ir a chupar a una pescadería para fresas. De verdad que los fresas a veces parecen retrasados mentales, y yo he de tener mucho de eso, porque me están invitando a ir con ellos.
¿Qué es esta pinche fila tan lenta? Ah, pues es el “Valet Parking”, ese invento del hombre postmoderno. Nada tiene que ver el que te de güeva estacionar tu coche. No. Se trata más bien de querer auto asignarte un estatus que no tienes, al pagarle a un “gato” pa’ que te abra la puerta, te diga “buenas noches caballero”. Es importante que les digas “gato”, ¡eh! No son seres humanos que tienen un trabajo a expensas de tu idiotez. No.
Aguántate, ya casi te toca llegar a la entrada y que te abran la puerta. ¿Por qué todos se bajan del coche hablando por su celular? Pues para no contestarle al “gato”, o para hacerse los interesantes ¿ves? Es importante que justo al bajarte llames para decirle a alguien que está dentro de la pescadería: “ya llegué güeeeey, me estoy bajando de mi nave aquí en el valet güeeeey”. ¿Entiendes? Aquí va lo posmoderno del asunto, porque simplemente no te puedes esperar a subir las escaleras, entrar, buscar a tus amigos en su mesa e irlos a saludar. ¡No “güeeeey”!, tienes que anunciarte, crear expectación, o sea, forzar a que adentro a güevo tengan que hablar de ti, “oigan, ya llegó este pendejo “güeeeey”!
El circo no termina hermano. Adentro todo el mundo está fumando. Poco les importa que está prohibido por la ley a nivel nacional el fumar en espacios cerrados. Ya ves que en este país la ley solamente es para los jodidos. Aquí, como es un espacio para fresas, pueden fumar y ni quien les diga nada.
Yo quiero una cerveza. Pero no se pude joven, a güevo tienen que pedir una botella. Pues yo quiero una botella de cerveza. No no no “brother”, no entiendes, aquí lo “in” es pedirte toda una botella de whisky, de vodka o de ron. Y no sólo una: si puedes dos. Si no, al otro día no tendrás NADA que presumir. Es más, es mejor que te pidas un bacacho blanco, para que te roces un poco con la rasposidad del pueblo, ¿ves? Pues los fresas que llegaron antes que yo pidieron su botella de whisky, y ya contento el mesero, no puso objeción cuando insistí en que sólo me daba la gana tomarme una cerveza.
¿Por qué hace tanto frío aquí adentro? Mmm, pues hay varias teorías hermano. Una de ellas es que unos extractores jalan el aire caliente y el humo del cigarro, o luego dicen que inyectan oxígeno pa que estés más despierto. Si hace calor te me jeteas, pides menos alcohol, las cuentas son menos sustanciosas y por ende las propinas se vuelven miserables. Por eso metemos un poquito de frío en el ambiente ¿ves?
Chale carnal, todo el mundo está gritando. Es que la música está re dura. ¿Eso es música? ¿Esas putas cumbias reggeatoneras son música? ¿Esa cancioncita del “metrosexual”? ¿Por qué esta gente sigue escuchando a timbiriche? ¿A poco en más de veinte años no hay algo mejor que se pueda escuchar en una pescadería para gente bien? Pues sí, pero estos batitos ni se enteran.
Oye, le quise hacer la plática a la nalgona que tengo al lado. ¿Y qué te cuenta? Pues la verdad es que nada, me pidió perdón, tomó su celular y le marcó a alguien a quien le llamaba “chuchis”. Seguro era algo importante. ¿Importante? Llamarle a la chuchis para contarle que estaba en una pescadería mamona chupando whisky con sprite no me parece lo suficientemente importante como para dejarme hablando sólo, como si fuera un tarado..
La chica que dejó de platicar conmigo por atender a su celular está saludando con euforia a un par de tipos que entran a la pescadería y se dirigen a nuestra mesa. Los dos están rapados, uno trae playera, muy ajustada, y el otro una camisita. Qué amables nos saludan. Parecen gays. Es bastante normal que en un lugar de estos, con este tipo de personas, todos se abracen al saludarse. Poco importa que apenas se conozcan. Todos saben que al día siguiente, en la calle, en la plaza comercial, si te veo no te conozco, si te conozco no me acuerdo, harán como que no se ven y se seguirán de largo. Pero en el “antro” (recordad hermanos que la pescadería se vuelve por las noches en un tugurio de perdición, con la canción “tú y yo somos uno mismo” como telón de fondo) todos son inseparables. Así somos los tolucos.
Oye, quiero platicar, esta nalgona está re buena pero no puedo decir nada, es imposible sacar un tema en común. Hablemos entre nosotros de algo, de cualquier cosa. ¿Por qué estamos hablando de los esfuerzos turísticos del estado de Michoacán? ¿Tú crees que no van turistas europeos a Michoacán? Mi hermano está viviendo ahora en Morelia y le gusta bastante. Diablos, este tema da para más, pero ya me cansé de hablar, estoy gritando yo también, me empieza a doler la garganta, su mugroso humo de cigarro me irrita. Me imagino que para poder tener conversaciones, ligar, o incluso hacer negocios en este tipo de ambientes, hay que estar muy acostumbrados al escándalo, venir al menos una vez a la semana, beberte tu botella aunque no tengas tanta sed.
Me voy a salir tantito, es que me está entrando una llamada. ¿Bueno? Hey, hermano, ¿vienes llegando de Morelia? ¿Que donde estoy? Pues en una pescadería para fresas. ¡Si, por favor! Ven a rescatarme. No no, estoy con puras buenas personas, pero ya sabes que este ambiente no es lo mío. Mmm, pues si, hay una nalgona pero olímpicamente le hace más caso a su celular que a mi. ¡Órale, yo aquí te espero, pero no te tardes por favor!
Amigo, viene mi hermano en camino, me va a llevar no sé a donde. Te dejo lo de mi cerveza ¿va? ¿¡Qué!? ¿Tanto por una pinche cerveza? ¡Qué bueno que nada más me tomé una! Oigan, pues ya me despido. ¡No se levanten, no es para tanto! Un gustazo. Síganla pasando chido, ojalá que este cochino frío y el alcohol los conserven muchos años más.

Un día en la vida

Odio el despertador. Odio que suene a las 6 de la mañana y tenga que levantarme a por el. El peor momento de la existencia es ese, cuando buscas en la oscuridad el jodido aparatito que revienta lo que sea que haya estado uno soñando.
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Odio tener que elegir qué ponerme. Los jeans y la playera siempre irán bien el uno con el otro. Es bueno, después del trauma de abrir los ojos y amanecer, ponerte unos jeans y una playera, un suéter para el frío, más los calcetines y los tenis. Sin embargo olvidé que ese día había un evento importante, así que a quitarme todo y a ponerme un traje gris casi negro, una camisa beige casi blanca y una corbata roja. Detesto perder el tiempo pensando en qué atuendo me irá bien.
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Llegar al trabajo y ver a mis alumnos es la mejor señal de que el día no estará nada mal. Estar frente a ellos es como beber una buena taza de café.
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Al final de mi segunda clase me metí a Internet y escribí en Google “Emmanuel Bablet”. Ante la larga lista de sitios que contienen ese nombre, decidí investigar en un par de ellos y me puse a leer. Biografía, reseña de su obra, algunas fotografías. Cerré las páginas de Bablet y ahora escribo “Jozeph Forakis”. El resto era lo mismo.
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Me trasladé al auditorio del Instituto donde trabajo y me senté más o menos a la mitad, pegado a la izquierda. Comenzó una ceremonia en la cuál se inauguraban los trabajos de un congreso de diseño industrial.
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DANIEL: Oye, güey, ¿no te gustaría participar en el congreso de diseño industrial?
RAMÓN: ¿Por qué yo si no sé ni madres de eso?
DANIEL: Ah no no, lo que pasa es que vienen Forakiz y Bablet, ¿sabes? Los diseñadores que te conté, el gringo y el francés que viven en Milán.
RAMÓN: Ah órale, ¿y yo qué?
DANIEL: Pues es que quiero hacer un panel y me gustaría que tu fueras el moderador, ¿sabes? Que los entrevistes, que cotorrees ahí un poco con ellos en el escenario.
RAMÓN: ¡Ah!, Ya, no pues suena bien, nomás que te repito: yo no sé nada de eso.
DANIEL: No hay pedo, tu tranquilo, con que leas un poco sus biografías, veas sus trabajos ya te darás una idea, no mames, si ya has hecho esto antes.
RAMÓN: Uy, pues bueno, lo haré.
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Me acabo de meter en un pedo.
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Como todo buen francés, a Bablet no se le entiende casi nada cuando habla en inglés. Por el hecho de ser un monstruo del diseño, imaginé que empezaría su conferencia hablando acerca de lo chingón que supuestamente debería de ser. Para mi sorpresa, empieza hablando sobre algo muy preocupante en el mundo del diseño: la falta de conciencia de los diseñadores con respecto a la industrialización que sus diseños contribuyen a provocar. Industrialización que contamina, que incide casi siempre de manera nefasta en la cultura de las sociedades. Arrojó un cuestionamiento ético-moral con respecto a la estúpida preocupación posmodernista de querer tenerlo todo rápido y desechable. El tipo me cayó bien.
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Fui a por un café, pensando y casi al mismo tiempo escribiendo preguntas sobre unas hojitas de color verde. Me topé con Bablet en el mostrador de la cafetería. Nos pusimos a hablar en francés, ah si si, oui oui oui, bon jour, la boulangérie. Le conté que yo le iba a hacer una entrevista más adelante, ah!, mais ce extraordinaire, trés bien, et le pupu mató le guagua, chi chi chi. Me ofreció como cuatro veces agua, cigarros y café. Cuatro veces le dije amablemente que no. Me contó que en Paris el gobierno instaló un sistema de préstamo de bicicletas. Tu agarras una y te la llevas a donde quieras, digamos: al súper. Ahí, algún pelado que va saliendo la agarra y se la lleva, digamos: a su oficina. Afuera de su oficina una señorita la agarra y se va, digamos: a su casa. Etcétera. Le di mi opinión. Si ese sistema se implementara aquí en Toluca, en media hora ya no habría ninguna bicicleta disponible.
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Forakis al habla. Increíblemente, este otro monstruo del diseño empezó su charla igual de severo y punzante como su colega. Este diseñador neoyorquino estableció desde el principio que el sistema industrial actual está agotado, que estamos mandando el mundo al diablo sin darnos cuenta, y que los diseñadores deben estar conscientes de ello, que urge un nuevo paradigma de convivencia con la naturaleza; entender que hay otras personas y seres compartiendo el mismo espacio. Este tipo es de los míos.
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Ya me toca. Subí al escenario. Dispusieron de unas sillas y micrófonos, y yo me sentía como en el show de Cristina o la negrita esa, Ophra Winfrey. El público estaba tímido, no sé si porque debían emitir sus preguntas en inglés, o porque les daba miedo preguntarle algo directamente a esos diseñadores cuya obra estudian en sus clases.
En mi papel de moderador emití algunas preguntas. Se dirigieron al auditorio considerando que ellos eran estudiantes. En general rescato dos ideas:
1) La gente se preocupa demasiado por pertenecer a una empresa o a alguna institución. Son muy pocos los que abren una brecha, los que deciden ellos mismos imponer el tipo, estilo y ritmo de trabajo que les gusta y en el que son buenos.
2) Tanto Bablet como Forakis coincidieron en lo mismo: El momento más trascendente de sus carreras fue cuando cada quien, en su medio, se sintió arrinconado. Cuando estás arrinconado, o mandas todo al carajo, o lo resuelves y te vas para arriba. Me identifiqué enormemente con esa idea: cuando decidí hacerme escritor, lo recuerdo, me sentía arrinconado.
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El evento social del congreso fue en la noche, y unas bandas de rock iban a tocar. En una de esas bandas toco yo. Tuve que correr a quitarme el traje, a ponerme los jeans y la playera que en la mañana no pude vestir. Fui a por los instrumentos para luego bajarlos del lugar de ensayo (en la azotea de un edificio de 4 pisos), subirlos a los carros, llevarlos al bar, montarlos, prenderlos y conectarlos hasta que sonaran.
Mientras afinaba mi bajo recordé que también me decidí a ser músico porque en algún momento me sentí arrinconado.
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Después de tocar fui a saludar a Bablet y a Forakis. Estaban pedos. El segundo más que el primero. Una estrella del diseño se da el gusto de cometer algunos excesos de vez en cuando. Más cuando estas en un país en donde jamás habías estado. Más cuando la fiesta es, en parte, en tu honor. Más cuando el alcohol no lo pagas tú. Más cuando chicas hermosas y muchachos amigables te gritan “fondo fondo fondo fondo”, y tu no entiendes que es lo que “fondo” significa, pero si te empinas el pequeño vaso con tequila lo entenderás, y te aplaudirán, y si además expresas abiertamente que has comenzado a perder el juicio, que la cabeza te da vueltas y sientes una agradable sensación de levedad, te conviertes en un héroe.
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Mañana siguiente. Si los despertadores fueran seres humanos, yo me hubiera convertido hace años en un asesino en serie.