sábado, septiembre 22, 2007

Condiciones Normales

Llegar de mi casa al centro de la ciudad de Toluca, en condiciones normales, me debe tomar no más de diez minutos. El asunto se complica cuando uno trata de definir lo que quiere decir “condiciones normales”. Ayer, por primera vez en mi vida pensé que o esas condiciones normales simplemente no existen, o la normalidad encuentra morada en el caos.
Tenía cita a las seis y media. Cerré la puerta de casa a las seis. A las seis con treinta y cinco tuve que llamarle a mi buen amigo Pepe Porcayo para decirle que por favor me esperara, que estaba atrapado en el tráfico, que “tomé la peor ruta que pude haber tomado”. Me sentí tonto por escoger la calle de Instituto Literario, y verme preso entre los efluvios podridos de las cloacas que vomitaban agua de lluvia mezclada con colillas de cigarro y miados. Me sentí desesperado al ver mi pequeño cochecito minimizarse entre dos camiones de pasajeros que iban vacíos. Creo que todos los camiones de esta ciudad van casi vacíos, a la hora que sea. Además los que conducen el camión siempre tienen prisa de algo. Se irán cagando, o ya empezó su telenovela, o una sirvienta los espera ansiosamente con su perfumito de 15 pesos y los calzones medio aflojados, y obvio, la lluvia los pone de malas, como si todos los demás tuviéramos la culpa.
Para colmo, en mi carril me topo con que a una señora gorda, metida en un coche deportivo blanco, se le ocurre detenerse y poner las luces intermitentes. En doble fila. La gente piensa que accionando ese botoncito, los focos que se prenden y se apagan justifican cualquier impunidad. Uno se puede parar en donde quiera, sea en doble o en triple fila, o frente a la cochera de una casa, o frente a la salida de un kinder, una secundaria, para hacer que la gorda hija se baje corriendo a la tienda a comprar el pan. Al fin que nomás es de a rápido, que unos momentitos que atrofiemos la vialidad no son tan graves. Para eso tenemos las malditas intermitentes, ¿no? para mandar a todos al carajo, para que entiendan que de aquí no nos movemos.
Me comporto de manera estoica y me trago cualquier coraje que pueda treparme por el esófago. Incluso me pongo a prueba: llego al cruce de calles y una joven madre quiere cruzar, con su hija pequeña de la mano. Me freno, le hago la seña de que le pase. La joven se sorprende de que alguien en ésta ciudad le ceda el paso bajo la canija lluvia de septiembre. Apenas pone la mujer un pie en la calle, y el animal taxista australopiteco que tengo atrás pega su mano al claxon, para que yo me apure, o se apure la transeúnte con su hija, como si el claxon fuera un rayo pulverizador de estorbos. ¿Qué hago? ¿Me bajo y le doy una patada en la puerta y le digo que se calle el hocico? Ganas no me faltan, pero mejor ni le hago caso.
En el siguiente cruce tengo el verde a mi favor, pero a un tipo de una camionetita pick-up que venía por la calle perpendicular, simplemente le vale madres y se pasa su señal roja. Y como en su calle hay hartos camiones repletos de nada, y también coches parados con sus intermitentes encendidas, el tipito se queda a la mitad del cruce y no me deja pasar. El de atrás se vuelve a pegar a la bocina. Yo miro el reloj y ya sólo faltan diez minutos para que den las siete.
Vuelvo a reprocharme: ¡Qué tonto soy, agarré la peor ruta! Sin embargo, ¿qué hubiera pasado si en vez de atravesar todo Instituto Literario, me hubiera ido por Tollocan? Segurito que mi pensamiento sería el mismo: ¿¡Por qué coños me vine por aquí!? ¿Qué tal la avenida Morelos? ¿O Carranza? Sería, sin duda, la misma historia. Conclusión: está ciudad siempre hace que me sienta como un imbécil. Nomás no le atino, no le hallo por donde. Vanos son mis intentos por entenderla. Me siento mal por haber agarrado el carro y elegir esa ruta. Pero de haber tomado el autobús sería tarde de todas formas, me vería envuelto en las miasmas que desprenden nuestras conciencias tercermundistas.
A veces uno llega a pensar que es mejor quedarte en tu casa y comer camote, y ya no hacer nada, no quedar con tus amigos para tomarte un café o una chela, con tal de no respirar el humo de camión mezclado con el aroma de los esquites y cagada de rata; para no mirar la cara de tarugos que ponen los polis cuando las calles se congestionan y todos les mientan la madre porque de plano ya no saben qué hacer; para no escuchar las cumbias horrendas que ponen los de la zapatería, que se distorsiona en el aire junto al reguetón que sale de una papelería; para no mirar la botarga del tarado “Doctor Simi” hacer su show sobre la banqueta; a las nacas con hot pants y blusitas patéticas que reparten volantes para que estudies inglés y computación; para evitar llegar tarde a todas partes, por muy temprano que salgas, por muy cauteloso que te vuelvas; para no acostumbrarte a la idea de que esas son las “condiciones normales”, para no aceptar que esa es la única forma de vida, de convivencia, de que así es la cosa y te jodes, y si no llégale papá, aquí no cabes, ya somos bastantes los que nos disputamos el escaso oxígeno, los poquitos centímetros cuadrados de espacio personal que nos asignaron.

2 comentarios:

Pedro dijo...

Muy buen articulo! desde hace tiempo había querido decir todo esto pero simplemente no encontraba las palabras para expresarlo...

Pedro dijo...

att. Pedro Contreras