viernes, diciembre 12, 2008

De deseos y fronteras

El deseo es el deseo. Es injustificable. No puede ser clasificado hasta no sentirlo en los huesos. El deseo es impredecible, lacerante. Es algo que se quiere y no se tiene. Es hasta que se está cansado cuando se desea el sueño. Precisamente por eso ataca, porque algo en el fondo nos brinca y nos empuja. El deseo siempre antecede alguna acción. Salvo en algunas excepciones, no se puede desear lo que se acaba de satisfacer. Digamos, hay impulsos que nos hacen comer un postre, hacer el amor, subir una montaña. Es involuntario, “me dan ganas de…”, es como un terremoto, un trueno, un caballo que se quedó sin rienda. Llega y ya le toca a uno decidir qué hacer. Pongamos que me dan ganas de quebrar un vidrio. Lo deseo, y además puedo hacerlo, es cosa nomás de agarrar una piedra y arrojarla, o empuñar un martillo, una llave. Incluso puedo simplemente cerrar mi puño y ya está. Dolerá pero qué importa, el vidrio está roto, el deseo satisfecho. Y qué tal si me llega el ardiente deseo de robar un beso, de ganarme una caricia por la fuerza, de ceder ante la pasión, prima hermana del deseo, y rodar con alguien por el suelo y callarle la boca a mordidas tristes y salvajes. Es un deseo legítimo. Creo yo que la cuestión no radica en el querer o en el poder, sino en la siempre estorbosa cuestión del deber. Deseo matar, pero no lo debo hacer, aunque me estorbe más algún individuo asesinable que la moral. El deber va más por el asunto de que habrá que pagar un precio cada que cedes al impulso, y hay de precios a precios. No imagino el precio de darle cuello a alguien. Imagino que ese postrecito me costará unos cuantos billetes, pero el rodar con alguien por la sala de su casa… es difícil de calcular. Digamos que tiro a ese alguien al suelo y le rasgo la ropa, tiramos el florero, me pierde un botón y le sangro la oreja, qué se yo, cosas sin sentido; es un costo calculable. Pero cuanto cuesta un enamoramiento, por ejemplo. O qué decir si en pleno revoltijo aparece la madre de ese alguien en la sala, con las bolsas del mandado en las manos, “¡qué están haciendo, cabrones!”. ¿Cómo explicar eso? ¿Cuánto cuesta un argumento que te salve el pellejo? Uno puede y desea decirle a esa madre que qué le importa, que ya está uno grandecito, pero a una madre no se le dicen esas cosas, no se debe. ¿Vez cómo es todo una cadena? Con tantito que se ponga uno moral ya valió sombrilla, mejor te quedas en tu casa quitecito, te tomas un tesito y te quedas pensando en todo eso que quieres hacer pero no debes, aunque puedas, aunque se te compriman las costillas de impaciencia, aunque el alma se te desborde hasta por las narices. Me atrevo a concluir que toda esta broma del deseo tiene que ver con qué tan hábil eres para calcular los riesgos. Mira que no es un rollo de contadores; pura prueba y error. Porque el deber no es una variable de 0 y 1, de todo o nada. Uno debe saber hasta dónde se debe, y esto no es un juego de palabras. Deseas meterte al mar, y puedes, pero si no sabes nadar, no debes meterte muy adentro, porque sabes que hay un punto en que tus pies dejarán de apoyarse en la arena submarina, y el deseo se convertirá en urgencia, en supervivencia, en sustantivos en los que el deseo no debe convertirse. ¿Vez cómo también el deseo tiene deberes? El problema es que en la playa de cada ser humano es muy complicado medir el oleaje. La marea que rige a cada uno es anárquica, difícilmente se sigue algún patrón, y si se trata de un asunto donde ruedan cuerpos que se muerden, tiran floreros y arrancan botones, no se necesita ser demasiado idiota para infringir la barrera del deber. Uno se da cuenta de que se ha cruzado la frontera del deber hasta que la vemos bien atrás, cuando la alfombra ya absorbió el agua de las flores, cuando siempre hay un botón que no se encuentra, cuando se quiere pedir una disculpa y es inútil, cuando arrojas la palabra que, como una piedra, es imposible ir a recogerla. El deseo te hará descubrir tus fronteras mientras que el deber te dirá si habrás de cruzarlas.

La calle vacía

La calle vacía. El frío. El calor que nunca llega cuando es medio día. La mierda del perro olvidada en la acera. El talento se asfixia. Cama destendida. Olor a pijama, a humedad, a la víscera infame del sueño infernal invernal. La voz que no habla. El silencio que dice lo que la conciencia esconde. La piedra arrojada en disfraz de palabra. El vente, el ya cáele, a las 7 nos vemos, tengo hambre. Un cigarro. La puerta que se abre. La guitarra. El café. La noche que pesa como piel anciana. El micrófono y los toques. Las cuerdas. Chamarra que tiene impregnado el sabor de los días en el clóset. Pisadas ajenas. Un tope. La luz. La placa que indica el nombre de la misma calle vacía. Un árbol se mece. El ladrido. El soplar del demonio que a penas y puede pasar por mi oído tapado. La tos. El dolor en el pecho. Agonía del día. Mi suéter azul. La voz de mi madre. Hola jotín, ¿cómo va tu día? Un te extraño en el celular. Mi presencia en la mente de alguien cuando no merezco estar. Vidrio mojado. Mejillas ardientes. Un grito. Garganta que raspa. El traspaso de la verdad en título de propiedad para una mueca olvidada. Jardín roto. Tierra esparcida. El recuerdo de un relámpago. Te tengo, nunca te tuve, jamás he tenido nada. Correo sin entregar. Vivir tanto dentro de la duda que hasta la tranquilidad se escabulle a los sentidos. Tez blanca. Pechos blandos pero firmes. Labios desesperados engullen mi lengua. La mordida. El gemido ensordecido. Serpiente que baja por el muro de tabiques desnudos. Discos. Libros. Canciones que aun no he escrito. Ganas de morirme. Ganas de enterrarme vivo. Ganas de vivir como avestruz. Latas de sopa aguardando mi vacío. Crema de ilusiones. Agua caliente para la infusión, de mi locura. Hablar solo por horas. Recitar versos como una cascada. No parar. No parar. Un libro de Steinbeck. No parar. Música de jazz con un toque de jalea de limón. El motor de mi auto. La bota de vino. Más gemidos. Chillidos. Botella de San Pellegrino. Lo onírico de mi carne invadiendo tu cuerpo. El onanismo de mi carne invadiendo tu cuerpo. La mentira dicha y repetida. Un kleenex sucio a ras de mi veneno. Soñar que me elevo y enciendo un porrito. Despertar al toser. Camioneta roja. Silencio de perra. Yorst. Axion lavatrastos. Café a la italiana sobre la fría parrilla. Farmacia. Cápsulas para ingerir y visitar al diablo. Vaso con agua. Cápsulas en mi lengua. En el esófago. Estómago. Sustancia disuelta invadiendo la sangre. Ojos pesados. Nubes amarillas saturan la conciencia. Morir, ahora sí.

jueves, diciembre 04, 2008

Pescadería

Ya se armó el plan. Vámonos a chupar. ¿A dónde? Pues a un lugar que se llama el “Fishers”. ¿Qué no eso es un restaurante de mariscos? Pues sí, pero la moda en esta estúpida ciudad consiste en ir a chupar a una pescadería para fresas. De verdad que los fresas a veces parecen retrasados mentales, y yo he de tener mucho de eso, porque me están invitando a ir con ellos.
¿Qué es esta pinche fila tan lenta? Ah, pues es el “Valet Parking”, ese invento del hombre postmoderno. Nada tiene que ver el que te de güeva estacionar tu coche. No. Se trata más bien de querer auto asignarte un estatus que no tienes, al pagarle a un “gato” pa’ que te abra la puerta, te diga “buenas noches caballero”. Es importante que les digas “gato”, ¡eh! No son seres humanos que tienen un trabajo a expensas de tu idiotez. No.
Aguántate, ya casi te toca llegar a la entrada y que te abran la puerta. ¿Por qué todos se bajan del coche hablando por su celular? Pues para no contestarle al “gato”, o para hacerse los interesantes ¿ves? Es importante que justo al bajarte llames para decirle a alguien que está dentro de la pescadería: “ya llegué güeeeey, me estoy bajando de mi nave aquí en el valet güeeeey”. ¿Entiendes? Aquí va lo posmoderno del asunto, porque simplemente no te puedes esperar a subir las escaleras, entrar, buscar a tus amigos en su mesa e irlos a saludar. ¡No “güeeeey”!, tienes que anunciarte, crear expectación, o sea, forzar a que adentro a güevo tengan que hablar de ti, “oigan, ya llegó este pendejo “güeeeey”!
El circo no termina hermano. Adentro todo el mundo está fumando. Poco les importa que está prohibido por la ley a nivel nacional el fumar en espacios cerrados. Ya ves que en este país la ley solamente es para los jodidos. Aquí, como es un espacio para fresas, pueden fumar y ni quien les diga nada.
Yo quiero una cerveza. Pero no se pude joven, a güevo tienen que pedir una botella. Pues yo quiero una botella de cerveza. No no no “brother”, no entiendes, aquí lo “in” es pedirte toda una botella de whisky, de vodka o de ron. Y no sólo una: si puedes dos. Si no, al otro día no tendrás NADA que presumir. Es más, es mejor que te pidas un bacacho blanco, para que te roces un poco con la rasposidad del pueblo, ¿ves? Pues los fresas que llegaron antes que yo pidieron su botella de whisky, y ya contento el mesero, no puso objeción cuando insistí en que sólo me daba la gana tomarme una cerveza.
¿Por qué hace tanto frío aquí adentro? Mmm, pues hay varias teorías hermano. Una de ellas es que unos extractores jalan el aire caliente y el humo del cigarro, o luego dicen que inyectan oxígeno pa que estés más despierto. Si hace calor te me jeteas, pides menos alcohol, las cuentas son menos sustanciosas y por ende las propinas se vuelven miserables. Por eso metemos un poquito de frío en el ambiente ¿ves?
Chale carnal, todo el mundo está gritando. Es que la música está re dura. ¿Eso es música? ¿Esas putas cumbias reggeatoneras son música? ¿Esa cancioncita del “metrosexual”? ¿Por qué esta gente sigue escuchando a timbiriche? ¿A poco en más de veinte años no hay algo mejor que se pueda escuchar en una pescadería para gente bien? Pues sí, pero estos batitos ni se enteran.
Oye, le quise hacer la plática a la nalgona que tengo al lado. ¿Y qué te cuenta? Pues la verdad es que nada, me pidió perdón, tomó su celular y le marcó a alguien a quien le llamaba “chuchis”. Seguro era algo importante. ¿Importante? Llamarle a la chuchis para contarle que estaba en una pescadería mamona chupando whisky con sprite no me parece lo suficientemente importante como para dejarme hablando sólo, como si fuera un tarado..
La chica que dejó de platicar conmigo por atender a su celular está saludando con euforia a un par de tipos que entran a la pescadería y se dirigen a nuestra mesa. Los dos están rapados, uno trae playera, muy ajustada, y el otro una camisita. Qué amables nos saludan. Parecen gays. Es bastante normal que en un lugar de estos, con este tipo de personas, todos se abracen al saludarse. Poco importa que apenas se conozcan. Todos saben que al día siguiente, en la calle, en la plaza comercial, si te veo no te conozco, si te conozco no me acuerdo, harán como que no se ven y se seguirán de largo. Pero en el “antro” (recordad hermanos que la pescadería se vuelve por las noches en un tugurio de perdición, con la canción “tú y yo somos uno mismo” como telón de fondo) todos son inseparables. Así somos los tolucos.
Oye, quiero platicar, esta nalgona está re buena pero no puedo decir nada, es imposible sacar un tema en común. Hablemos entre nosotros de algo, de cualquier cosa. ¿Por qué estamos hablando de los esfuerzos turísticos del estado de Michoacán? ¿Tú crees que no van turistas europeos a Michoacán? Mi hermano está viviendo ahora en Morelia y le gusta bastante. Diablos, este tema da para más, pero ya me cansé de hablar, estoy gritando yo también, me empieza a doler la garganta, su mugroso humo de cigarro me irrita. Me imagino que para poder tener conversaciones, ligar, o incluso hacer negocios en este tipo de ambientes, hay que estar muy acostumbrados al escándalo, venir al menos una vez a la semana, beberte tu botella aunque no tengas tanta sed.
Me voy a salir tantito, es que me está entrando una llamada. ¿Bueno? Hey, hermano, ¿vienes llegando de Morelia? ¿Que donde estoy? Pues en una pescadería para fresas. ¡Si, por favor! Ven a rescatarme. No no, estoy con puras buenas personas, pero ya sabes que este ambiente no es lo mío. Mmm, pues si, hay una nalgona pero olímpicamente le hace más caso a su celular que a mi. ¡Órale, yo aquí te espero, pero no te tardes por favor!
Amigo, viene mi hermano en camino, me va a llevar no sé a donde. Te dejo lo de mi cerveza ¿va? ¿¡Qué!? ¿Tanto por una pinche cerveza? ¡Qué bueno que nada más me tomé una! Oigan, pues ya me despido. ¡No se levanten, no es para tanto! Un gustazo. Síganla pasando chido, ojalá que este cochino frío y el alcohol los conserven muchos años más.

Un día en la vida

Odio el despertador. Odio que suene a las 6 de la mañana y tenga que levantarme a por el. El peor momento de la existencia es ese, cuando buscas en la oscuridad el jodido aparatito que revienta lo que sea que haya estado uno soñando.
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Odio tener que elegir qué ponerme. Los jeans y la playera siempre irán bien el uno con el otro. Es bueno, después del trauma de abrir los ojos y amanecer, ponerte unos jeans y una playera, un suéter para el frío, más los calcetines y los tenis. Sin embargo olvidé que ese día había un evento importante, así que a quitarme todo y a ponerme un traje gris casi negro, una camisa beige casi blanca y una corbata roja. Detesto perder el tiempo pensando en qué atuendo me irá bien.
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Llegar al trabajo y ver a mis alumnos es la mejor señal de que el día no estará nada mal. Estar frente a ellos es como beber una buena taza de café.
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Al final de mi segunda clase me metí a Internet y escribí en Google “Emmanuel Bablet”. Ante la larga lista de sitios que contienen ese nombre, decidí investigar en un par de ellos y me puse a leer. Biografía, reseña de su obra, algunas fotografías. Cerré las páginas de Bablet y ahora escribo “Jozeph Forakis”. El resto era lo mismo.
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Me trasladé al auditorio del Instituto donde trabajo y me senté más o menos a la mitad, pegado a la izquierda. Comenzó una ceremonia en la cuál se inauguraban los trabajos de un congreso de diseño industrial.
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DANIEL: Oye, güey, ¿no te gustaría participar en el congreso de diseño industrial?
RAMÓN: ¿Por qué yo si no sé ni madres de eso?
DANIEL: Ah no no, lo que pasa es que vienen Forakiz y Bablet, ¿sabes? Los diseñadores que te conté, el gringo y el francés que viven en Milán.
RAMÓN: Ah órale, ¿y yo qué?
DANIEL: Pues es que quiero hacer un panel y me gustaría que tu fueras el moderador, ¿sabes? Que los entrevistes, que cotorrees ahí un poco con ellos en el escenario.
RAMÓN: ¡Ah!, Ya, no pues suena bien, nomás que te repito: yo no sé nada de eso.
DANIEL: No hay pedo, tu tranquilo, con que leas un poco sus biografías, veas sus trabajos ya te darás una idea, no mames, si ya has hecho esto antes.
RAMÓN: Uy, pues bueno, lo haré.
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Me acabo de meter en un pedo.
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Como todo buen francés, a Bablet no se le entiende casi nada cuando habla en inglés. Por el hecho de ser un monstruo del diseño, imaginé que empezaría su conferencia hablando acerca de lo chingón que supuestamente debería de ser. Para mi sorpresa, empieza hablando sobre algo muy preocupante en el mundo del diseño: la falta de conciencia de los diseñadores con respecto a la industrialización que sus diseños contribuyen a provocar. Industrialización que contamina, que incide casi siempre de manera nefasta en la cultura de las sociedades. Arrojó un cuestionamiento ético-moral con respecto a la estúpida preocupación posmodernista de querer tenerlo todo rápido y desechable. El tipo me cayó bien.
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Fui a por un café, pensando y casi al mismo tiempo escribiendo preguntas sobre unas hojitas de color verde. Me topé con Bablet en el mostrador de la cafetería. Nos pusimos a hablar en francés, ah si si, oui oui oui, bon jour, la boulangérie. Le conté que yo le iba a hacer una entrevista más adelante, ah!, mais ce extraordinaire, trés bien, et le pupu mató le guagua, chi chi chi. Me ofreció como cuatro veces agua, cigarros y café. Cuatro veces le dije amablemente que no. Me contó que en Paris el gobierno instaló un sistema de préstamo de bicicletas. Tu agarras una y te la llevas a donde quieras, digamos: al súper. Ahí, algún pelado que va saliendo la agarra y se la lleva, digamos: a su oficina. Afuera de su oficina una señorita la agarra y se va, digamos: a su casa. Etcétera. Le di mi opinión. Si ese sistema se implementara aquí en Toluca, en media hora ya no habría ninguna bicicleta disponible.
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Forakis al habla. Increíblemente, este otro monstruo del diseño empezó su charla igual de severo y punzante como su colega. Este diseñador neoyorquino estableció desde el principio que el sistema industrial actual está agotado, que estamos mandando el mundo al diablo sin darnos cuenta, y que los diseñadores deben estar conscientes de ello, que urge un nuevo paradigma de convivencia con la naturaleza; entender que hay otras personas y seres compartiendo el mismo espacio. Este tipo es de los míos.
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Ya me toca. Subí al escenario. Dispusieron de unas sillas y micrófonos, y yo me sentía como en el show de Cristina o la negrita esa, Ophra Winfrey. El público estaba tímido, no sé si porque debían emitir sus preguntas en inglés, o porque les daba miedo preguntarle algo directamente a esos diseñadores cuya obra estudian en sus clases.
En mi papel de moderador emití algunas preguntas. Se dirigieron al auditorio considerando que ellos eran estudiantes. En general rescato dos ideas:
1) La gente se preocupa demasiado por pertenecer a una empresa o a alguna institución. Son muy pocos los que abren una brecha, los que deciden ellos mismos imponer el tipo, estilo y ritmo de trabajo que les gusta y en el que son buenos.
2) Tanto Bablet como Forakis coincidieron en lo mismo: El momento más trascendente de sus carreras fue cuando cada quien, en su medio, se sintió arrinconado. Cuando estás arrinconado, o mandas todo al carajo, o lo resuelves y te vas para arriba. Me identifiqué enormemente con esa idea: cuando decidí hacerme escritor, lo recuerdo, me sentía arrinconado.
*
El evento social del congreso fue en la noche, y unas bandas de rock iban a tocar. En una de esas bandas toco yo. Tuve que correr a quitarme el traje, a ponerme los jeans y la playera que en la mañana no pude vestir. Fui a por los instrumentos para luego bajarlos del lugar de ensayo (en la azotea de un edificio de 4 pisos), subirlos a los carros, llevarlos al bar, montarlos, prenderlos y conectarlos hasta que sonaran.
Mientras afinaba mi bajo recordé que también me decidí a ser músico porque en algún momento me sentí arrinconado.
*
Después de tocar fui a saludar a Bablet y a Forakis. Estaban pedos. El segundo más que el primero. Una estrella del diseño se da el gusto de cometer algunos excesos de vez en cuando. Más cuando estas en un país en donde jamás habías estado. Más cuando la fiesta es, en parte, en tu honor. Más cuando el alcohol no lo pagas tú. Más cuando chicas hermosas y muchachos amigables te gritan “fondo fondo fondo fondo”, y tu no entiendes que es lo que “fondo” significa, pero si te empinas el pequeño vaso con tequila lo entenderás, y te aplaudirán, y si además expresas abiertamente que has comenzado a perder el juicio, que la cabeza te da vueltas y sientes una agradable sensación de levedad, te conviertes en un héroe.
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Mañana siguiente. Si los despertadores fueran seres humanos, yo me hubiera convertido hace años en un asesino en serie.

viernes, noviembre 07, 2008

Fraguattascopio, ¿qué prefieres ver?


No te pierdas el estreno de "Fraguatascopio, ¿qué prefieres ver?"
de Víctor Hache

Próximo sábado 15 de noviembre
17 y 19 horas
Teatro del Museo de Arte Moderno
Centro Cultural Mexiquense
Costo: $60 pesos.
Boletos a la venta en la taquilla del teatro el día del evento

viernes, septiembre 26, 2008

Ramón Santillana en "Tierra Adentro"


La edición Septiembre - Octubre 2008 de la revista Tierra Adentro ha inlcuído la colaboración de este su cronista y seguro servidor, con fragmentos de un libro de crónicas titulado "Tijuana decide no morir".

Dicho texto no se encuentra en internet, por lo que invito a todos mis 2 lectores a comprar la ya mencionada publicación. Además, encontrarán textos de mi buen amigo Noé Morales, de Bernardo Esquinca, Daniel Téllez, Eduardo Milán, etc. etc. Está chingona, pues.

martes, septiembre 23, 2008

A ver qué pedo...

a Hugo Rodríguez

Tempranito. Domingo a las casi 7 de la mañana. Es mejor bañarse para no salir oliendo a mapache, racoon, chivo miado como dicen los viejos. Llegar a casa de Hugo, estar a punto de chiflarle pa que salga pero sale sin que le tenga que chiflar. Ya estaba esperando. Andaba inquieto el muchachón. Ese día corría su primer medio maratón y no había quien lo acompañara y yo, el Moncho, su compita le dice no te agüites amigo, que yo te acompaño, yo quiero ir a ver qué pedo.
Tanque lleno corazón tranquilo, pero la barriga mía seguía medio vacía y había que enfilar al De Efe, al chilango, a esa ciudad rara y oscura pero muy luminosa en algunas mañanas como la de ese domingo. Tan temprano ahí van los dos tolucos; uno a correr su primer medio maratón, y el otro, literalmente, nada más a ver “qué pedo”.
Deja el coche ahí en el banco mai. No, no pasa nada, es domingo. Que no te preocupes, ya lo he dejado ahí, no pasa nada. Sales. La avenida Reforma ya está cerrada y la caminamos Hugo, yo, y varia racita más. Siento nervioso a mi amigo y pienso “está nervioso este güey”. A esas horas el cerebro no carbura todavía. Soy de los pocos que no llevan ni tenis, ni pants, ni una playera que dice “XXVI maratón de la ciudad de México”. A la altura del Campo Marte vemos que se acerca una camioneta con un enorme cronómetro encima. Detrás de ella van tres negritos corriendo hechos un diablo. Son los tres punteros del maratón, el completito, el de los 42 kilómetros, que comenzó un ratote antes, cuando yo quizás todavía andaba en la regadera, en Toluca. Yo bien adormilado y aquéllos negritos a punto de arrancar su maratón. Yo en la carretera sintiendo el frío de la montaña colarse por mis pantalones, y esos negritos corriendo sus primeros kilómetros. Yo en Reforma preguntándome si estará bien ahí donde dejé mi coche, cuando esos negritos ya iban como en el kilómetro 30. Ya güey, dice Hugo, te digo que ahí está bien tu coche, que no hay pedo.
Museo de antropología. Atrasito de él está el arco que todos los corredores abran de cruzar al arranque de la carrera. Hay muchísima gente. Primero me clavo en ver a las chicas, con esas licras tan entalladas y flexibles que delinean gluteos, muslos, piernas y una que otra entrepierna. Me distrae un tipo altísimo como de dos metros. Luego toda una camada de ancianos con sus playeritas y su número de corredor en ellas, sus miles de canas en la cabeza, y arrugas. A Hugo ya le dieron ganas de miar. Sugiero un árbol, pero ya es tarde. Una voz retumba en la calle, rodeada de árboles (la calle, y supongo que también la voz). No recuerdo literalmente las palabras, pero decía algo así como que órenle, ya váyanse acomodando, por categorías, los chingones van primero, y entre más lentos se me ponen más atrás, órenle que ya vamos a arrancar. Luego decía cosas como viva la vida, o viva este estilo de vida, y que la juventud mexicana, y que la vida sana, y que adiós a los vicios, y que vino el mariachi a apoyarnos, y que cuidado con el globo gigante de telcel porque de ahí se dará el cañonazo, y que ya apúrensen re jijos, y que qué buenos patrocinadores tenemos, bla bla bla. El Hugo me da su sudadera, su mochilita, se pone vaselina en las chichis porque dice que después de un ratote le roza “bien culero”. Se pone en donde debe ir, o sea, no está entre los chingones, pero tampoco entre los lentisísimos.
La voz no para de chillar, que a la cuenta de 10, que órenle otra vez, listos, y 10, y 9, y los corredores alzan los brazos, y 8, y 7, y se sienten los aplausos, se dejan venir los gritos, y 6, y 5, y ay cabrón ya hasta yo me pongo nervioso, y 4 y 3, y le grito al Hugo, vamos amigo, tu puedes, y lo mismo gritan cientos de personas que estamos a los lados de los corredores, y 2, y 1, y puuuuungue-su-madre!, pinche cañonazo que hasta me asustó, y los corredores siguen gritando pero no avanzan. Y cómo van a avanzar si son un montón. Mientras los de hasta adelante van agarrando ritmo, a mi todavía me da tiempo de decirle al Hugo que en la meta lo espero, que ánimo, y ya se aceleran los corredores, y veo a mi amigo alejarse entres miles y miles de personas.
Así nomás, en cuestión de un minuto ya no había nadie más que nosotros los holgazanes que no corremos y nomás vamos a ver “qué pedo”. Lo que sigue es totalmente intrascendente: caminar hacia el metro, toparme con varios corredores que llegaron tarde, que vienen nerviosos diciendo “ya vez pendejo, ya empezó”, y “yo te dije que había que salir más temprano” y bla bla. Calorón en el metro casi vacío. Cambiar de trenes. Llegar a la estación Allende, acometer en ese irónico acto que uno llama “bajarse del metro” cuando en realidad lo que haces es subir como 100 metros hasta que por fin la nariz recibe una dosis de aire fresco.
Para hacer tiempo decido visitar el museo del Estanquillo. Está cerrado, lo abren hasta las diez y faltan como 15 minutos. Buscar café. Encontrar un seven ileven sobre la calle Madero, comprarme el capuchino más asqueroso que he bebido en mi vida, y acompañarlo con una dona que no tiene hoyo, que está semi tiesa. Sentarme en la banqueta y observar a la gente que camina hacia el zócalo.
Por fin son las diez. Tiro el café a la basura, la neta. Entro al museo y me quedo más o menos una hora. Mientras leía una historieta del Rius, suena mi teléfono. Era Hugo, ¿Qué pedo güey, a poco ya acabaste? No, me dice, es que ya me está dando pa abajo, ya mero me rajo, necesito ánimos, y yo que le digo No no no cabrón, usté sígale, donde andas, No que pues me faltan seis kilómetros, Ahistá, ya no es nada, acuérdate que los que nunca se rinden son los hombres imprescindibles, y Gracias amigo, ahí te veo en la meta, Si si, no se agüite, usté puede, cómo chingados no. Y así.
Salgo del museo y me voy pa la calle donde pasarán los corredores rumbo al zócalo. No manches, hay miles de personas rodeándola. Hay vallas pa que la gente no se ande cruzando. Por la calle, también miles de corredores recorren sus últimos cien metros para alcanzar la meta. Todos aplauden, que Vamos, ustedes pueden, eso es, y arriba México. Pasa uno en silla de ruedas y los gritos de la gente son ensordecedores, luego unos putitos con orejas de conejo y delantal rosa, y una señora que parece de las que venden tortillas, con sus trenzas hasta la cintura, gordita, morena y chaparra, corre y corre, y el hippie, y el empresario, y el morrito fresa, y los naquitos, todos con su número, con las playeras empapadas. Un güey hasta va cargando un santito. Pasan dos disfrazados de payasos. Y el Hugo no aparece. Le mando mensajito, Ánimo carnal, tienes que cruzar esa meta corriendo. Por fin ahí viene, y cruza la meta y lucho para que mi mirada se tope con la de él, y lo consigo, y me mira y se alegra y cuando se acerca le doy unas palmadas en el hombro, muy bien cuate, así se hace, y el Hugo ni hablar puede. Y creo que es la misma voz chillona en las bocinas que va diciendo felicidades a todos los corredores, que muy buen esfuerzo, que qué gran ejemplo, y escuchen al mariachi, y que viva la vida, y que viva éste estilo de vida. Cuando Hugo recupera el aliento me dice que no manches, vámonos porque me van a dar los calambres. Nos subimos (aunque en realidad bajamos) al metro. Calor. Transbordar trenes. Subir a la calle. Caminar hasta mi carro. ¿Ya ves güey? Me dice el Hugo, Ahí está tu coche, no le pasó nada.

Hasta la madre

Desde hace mucho tiempo he llegado a la conclusión de que el desarrollo de una ciudad puede ser perfectamente medido a través de su sistema de transporte. Por ejemplo, la primera vez que utilice el metro de París aprendí lo útil que pueden ser los mapas de líneas y rutas. Cuando me paré frente al gran mapa colgado en la pared, me tomó como cinco minutos encontrar en él la estación en la cuál me encontraba. Me tomó otros cinco minutos encontrar la estación a la cual tenía que llegar. Me llevó otros diez minutos entender en qué estación habría de bajarme para interconectarme con otra línea. Comprendí la diferencia entre el METRO y el RER, que uno es más rápido que el otro, etc. En total estuve ahí casi treinta minutos, pero le entendí finalmente y nunca más tuve problemas para moverme por París a través de su sistema de transporte público.
Pienso en eso no sólo cada vez que me encuentro en la situación de utilizar el transporte público de la ciudad de Toluca, sino también cuando conduzco mi automóvil por las calles de la capital mexiquense. Ayer nada más, sobre la avenida Morelos, me topé con un enorme congestionamiento, y no precisamente de vehículos particulares, sino de autobuses. Había cientos. No exagero al decir que eran VARIOS CIENTOS de ellos, formaditos en fila india, haciendo uso del increíblemente ridículo carril exclusivo para ello, separado por conitos naranjas del resto de los carriles. Huelga decir que la gran mayoría de los camiones iban casi vacíos.
Estoy convencido que la gran mayoría de los lectores sabrá a qué me refiero cuando al subirse al autobús, primero tienen que hacer gala de la mayor agilidad posible para montarse en la fracción de milisegundos que el camionero se frena para ese fin. Luego, contar bien que nos hayan dado el vuelto correcto. Hay que soplarse las cumbias, o música banda, o lo que sea, a todo volumen. Si te toca hasta adelante, tendrás que escuchar irremediablemente la conversación del chofer con su acompañante, ese extraño personaje que va siempre de copiloto, que se cuelga de la puerta y saca medio cuerpo para gritar los lugares a donde el camión se dirige, el que le dice “cuñado” al conductor.
En innumerables ocasiones me ha tocado ver cómo la gente se cae del autobús y desparrama sus carnes en la acera al momento de bajarse del mismo, pues simplemente el chofer no da tiempo suficiente para que todos se bajen del vehículo mientras este está completamente frenado.
Otro de los grandes logros del viajero toluqueño es desarrollar la habilidad e leer en micromilésimas de segundos la lista de 10 a 15 destinos que cada camión lleva colgados del parabrisas. Si no te da tiempo de leer todo, y no viste que el camión que acaba de pasar volando frente a ti iba precisamente cerca de tu casa, estás jodido.
Además, me atrevo a decir que todos los ciudadanos hemos sido testigos de las veces que un autobús se pasa el alto, o rebasa a todos los demás coches en sentido contrario, y que suben y bajan pasaje en segunda y hasta tercera fila. Es más, casi todos nos hemos tenido que bajar en el segundo carril, a dos metros de la acera.
Llevo años viviendo en Toluca y no termino de comprender en qué consiste el sistema de transporte. Sigo sin saber quién es el genio detrás de tan elaborado diseño. Me pregunto quién habrá firmado tantas concesiones, y otorgado tantas placas para que circule ese monstruoso número de camiones que contaminan tanto, que hacen un ruido infernal, que además están feos por dentro y por fuera, que atiborran calles y avenidas con sus asientos vacíos, cumbias estrepitosas y virgencitas de Guadalupe perdonando a los choferes por todos los pecados cometidos durante el día y todos aquéllos por cometer mañana y la siguiente semana.
París me tomó treinta minutos, pero llevo años queriendo entender cómo es posible que un niño que apenas alcanza los pedales se encuentre frente al volante de un autobús en la ciudad de Toluca. Un niño que debería estar en la prepa, jugando futbol y ligándose -¿por qué no?- a una que otra compañerita. No entiendo por qué hay tanto autobús involucrado en atropellamientos, choques, roces y fricciones con transeúntes y automovilistas. Estoy convencido de que si en lugar de choferes contratáramos simios, las condiciones del transporte público mejorarían drásticamente.
A veces, los logros que la gente y gobierno de una ciudad alcanzan en determinadas áreas, se ve opacados por la paupérrima naturaleza de otros aspectos. Por mucha industria, banquetas remozadas, museos gigantes y tranvías turísticos que pretendan engalanar a la ciudad, no se logrará nunca un cambio sustancial mientras el sistema de transporte siga siendo una porquería. No me parece digno, ni eficiente, ni loable, ni nada que se pueda considerar como positivo, el penetrar en el inframundo de los autobuses, en ese zoológico sobre ruedas, anárquico y bestial, que ya ni siquiera es folklórico, o pintoresco.
Me gustaría poder colaborar de alguna forma. Me gustaría saber si alguien en esta ciudad está en acuerdo o desacuerdo conmigo. Yo estoy cansado de vivir así. Me daría horror que mis hijos me preguntaran: ¿por qué hemos heredado esta basura de ustedes, papá? Con todo gusto me encantaría aportar alguna idea. Sé que Toluca no es París, y francamente, no pretendo que lo sea. El asunto aquí es que estoy convencido de que una convivencia más sana puede darse, la he visto en otros sitios –tanto fuera como dentro de México-, y no me explico cómo diablos en Toluca no se pueda hacer, ni que estuviéramos malditos, o idiotas. Hagamos algo todos juntos para mejorar el transporte, para así sentirnos un poco más seguros y orgullosos de nuestra ciudad. Recordemos que las ciudades no se crean por generación espontánea; son hechas con el esfuerzo de cada uno de los ciudadanos que en ella cohabitan. Sólo teniendo dignidad lograremos que nuestra ciudad también lo sea.

martes, junio 17, 2008

sn i

qué es todo esto
si no un estorbo
un murmullo que distrae
una ráfaga de palabras no encontradas
que se incrustan en los ojos

lunes, junio 16, 2008

...breve apunte...

Cómo se reirán los hombres de aquí a mil años
Hombre perro que aúllas a tu propia noche
Delincuente de tu alma
El hombre de mañana se burlará de ti
Y de tus gritos petrificados goteando estalactitas
¿Quién eres tú, habitante de este diminuto cadáver estelar?
¿Qué son tus náuseas de infinito y tu ambición de eternidad?

Vicente Huidobro
Altazor
Canto I

lunes, junio 09, 2008

...por si alguien se pregunta qué he estado haciendo ultimamente...

Me siento en una banca verde a comerme una manzana. Procuro únicamente pensar que estoy sentado en una banca verde y me estoy comiendo una manzana.

domingo, abril 20, 2008

Objetos Fantasma



Ayer miré a través de la vitrina de un museo una antigua vasija de cerámica, blanca, decorada con líneas negras que seguramente describían ciertos aspectos de la cosmogonía de una civilización lejana en el tiempo. Al tratar de hilar pensamientos que le dieran sentido a mi presencia en ese sitio, se me ocurrió imaginar qué uso se le pudo dar a ese objeto hace cientos o miles de años.
Dibujé en mi cabeza a una mujer preparando un brebaje, quizá algo parecido al atole. Aparecieron en mi dibujo un par de niños sentados en el piso, mirando con detenimiento a su madre, esperando aquel líquido que les restablecerá la fuerza o el espíritu. Luego esta imagen se fue para dar paso a la de algún curandero mezclando hierbas y sustancias, que vertería después en esa misma vasija blanca, la que a su vez sería acercada a los labios de un anciano moribundo, una febril parturienta o un guerrero herido. No puedo imaginar las circunstancias posteriores, aquellas que generaron la desaparición de esa gente, su estirpe y la gran mayoría de sus historias. Pero alguien se topó con esa vasija blanca, cientos o miles de años después. La limpió, catalogó y probablemente la donó a un grupo de antropólogos, o a una sociedad cultural que decidió ponerla dentro de la vitrina que ayer miré por vez primera.
Muchísima gente ha posado su mirada en esa vasija y probablemente ni siquiera se acuerdan. Quizás al mirarla, muchos turistas incrédulos no pensaron en nada. No me puedo imaginar a nadie fotografiando la vasija. Ese objeto en un museo es una pesada condena a dejar el pasado en la ignominia, allá lejos del presente, de nuestro tiempo y nuestra vida cotidiana. Un objeto sin vínculo directo con la actividad humana es un poco más inútil que una roca en medio de la nada. O al menos eso pensé ayer.
Imaginé que en algunos años moriré. Alguien entrará después a mi departamento y regalará mis libros a una biblioteca, rematará mis muebles, tirará muchos papeles, cuadernos y dibujos a la basura. De mí no quedará nada. Pensé que tal vez en mil años alguien se encontrará mi guitarra en algún lugar. La limpiará y la donará a una asociación antropológica. No será raro que la cuelguen de un muro, dentro de una vitrina, y a un lado le coloquen una tarjetita que diga: "Guitarra: instrumento musical perteneciente a la era cyberoica, con la que los antiguos acostumbraban interpretar música de la época." Mucha gente la verá, y seguramente muy, pero muy pocos, pensarán algo ligeramente inteligible con respecto al objeto. Si nos va bien, alguien le tomará una foto y la pondrá en su archivo de estupideces para no olvidar. De lo que sí estoy seguro es que nadie pensará en mí, ni se imaginará que con esa guitarra me gané el amor de más de una chica; el odio de más de cien; que compuse decenas de canciones, que lloré abrazado a ella, que sus raspones y golpes son los traspiés a los que la sometí durante mi paso por el mundo. Al final pensé que no tiene sentido reflexionar sobre todo esto. Los objetos nos trascienden y hablarán en general de cómo fue nuestra civilización, pero no dirán nada sobre los fantasmas que nos tuvieron de pie durante tantos años.

lunes, febrero 04, 2008

Seat Belt

Saludos a todos. Aquí les comparto un video que alguien que se hace llamar "putitopower" subió a youtube. Se trata de una canción de mi banda, Camino Beat, durante una presentación en el chilango hace unas semanas. La rola es Seat Belt, a ver qué les parece.

sábado, enero 26, 2008

Downshifting / Desacelere



PARTE I: Ganar más para gastar más para vivir peor


Un joven recién egresado de cualquier facultad se enfrasca en la búsqueda de su primer empleo. Dadas las condiciones socioeconómicas que México ofrece, el joven en cuestión le asigna al aspecto económico la más alta prioridad. Algunos otros buscan en verdad realizar una actividad que les satisfaga, o quieren trabajar en una empresa o institución que se rija por valores y fines que ellos han asumido como propios para sus vidas. Pero, afrontémoslo: estos últimos son los que menos existen. La gran mayoría, como ya he establecido, sólo piensa en el estatus que pueden obtener gracias a un buen ingreso.
Nuestro joven consigue finalmente un empleo que le da miles y miles de pesos al mes. Con ese dinero quizá podrían vivir de forma apretada unas tres o cuatro familias pobres. El nuevo profesionista se encierra en las paredes de su oficina más de diez horas al día (o más de doce, o más de catorce). Al cabo de unos meses, acostumbrado ya a la vida que puede regalarse con semejante nivel de ingresos, el flamante profesionista hace una lista mental acerca de los objetos que requiere para poder vivir bien. En dicha lista aparece un automóvil último modelo, el teléfono celular más caro y sofisticado, computadora, el ipod con el mayor número posible de gigas de memoria. Tras hacer algunos cálculos, el profesionista encuentra que su sueldo actual no le alcanza para todo eso. Entonces, será preciso trabajar más para recibir más dinero, o buscar otro trabajo que le asegure un ingreso mucho mayor que el anterior.
La cantidad de trabajo generalmente no importa. El novel profesionista, en la flor de su juventud, en sus años de mayor energía, frescura creativa, salud física y mental, prefiere incluso trabajar los sábados y los domingos. Sacrifica salidas con los amigos y reuniones familiares. Así se asegura la entrada de dinero, el aumento del poder adquisitivo. La vida supeditada al trabajo. Leer libros que lo hagan pensar está totalmente fuera de la cuestión. De igual forma, el cine y la música deben ser lo suficientemente ligeros para no agobiar más la ya de por sí saturada cabeza de éste héroe cotidiano.
El cuerpo cambia conforme pasan los años. Las carnes se ablandan, el vientre crece y los cabellos se caen. Se requieren dosis más altas de nicotina para resistir los desvelos; alimentos ricos en azúcares y grasas para que el ritmo de trabajo no merme la concentración. A los compromisos previamente adquiridos habrá que añadir el matrimonio y la casi inmediata llegada de los niños. Así que es necesario tener una casa más grande, otro automóvil, más muebles y gastos de hospital. La ropita dura poco porque los hijos van creciendo.
Aquél profesionista dejó de ser joven. Ya es un hombre, adulto y conocedor de sus deberes. Se siente realizado, orgulloso. Al menos eso aparenta su traje, su corbata y su –otra vez- nuevo coche. Cree que lo tiene todo, pero quiere más. Las jornadas laborales no se han reducido ni un ápice. La perenne preocupación por el dinero lo lleva a sufrir de gastritis y una que otra arritmia. Hay que ganar más dinero para pagar el club, las toneladas de juguetes para los niños, las semanales compras en todos los almacenes de prestigio que le sea posible. No hay que perderse ni un partido de fútbol, y mucho menos hay que dejar ir la oferta para comprar esa macro pantalla de plasma de setenta mil pesos que se puede pagar a 18 meses sin intereses. Hay que viajar a Paris para tomarle fotos a Eiffel, a Londres para fotografiar los leones de Trafalgar y a Nueva York para salir de las tiendas con un montón de bolsas.
Este hombre ha vivido con la ilusión de una mejor vida, una vida que se compra y nada más. Una vida que se gana trabajando, generando dinero para enriquecer quién sabe a quién; una vida tranquila, digna y afortunada que, sin estar consciente de ello, ha contribuido de manera incontenible al consumismo, al aumento en los niveles de contaminación, al empobrecimiento del capital intelectual humano, al aumento de la brecha entre los ricos y los pobres.
Cabe señalar que este es un buen hombre, que todo lo que ha hecho ha sido siempre con la mejor de las intenciones. Todo lo que hace el ser humano es siempre bajo la creencia de que se hace un favor a si mismo y al resto de la humanidad.

PARTE II: Ganar menos para gastar menos para vivir mejor

Sin darnos cuenta nos vemos envueltos en un marasmo de compromisos ineludibles. Pertenecer al mundo moderno implica sacrificar valioso tiempo, jugosas distracciones. Hay que trabajar duro para pagar las placas y tenencias, servicios, verificación, seguro y gasolina, aditivos, refacciones. Hay que comprar zapatitos y playeras, bolsos, seguritos, listones para el pelo, un nuevo traje de baño para la playa, bronceador y dos maletas.
Además, la sociedad se colude con el merchandising para que en navidad vayamos en tropel a vaciar las tiendas y comprar regalitos tontos que a nadie le sirven pero que a todos ponen de buenas. Todos sin excepción somos víctimas y cómplices.
¿Qué pasaría si decidiéramos, simplemente, trabajar menos? Trabajo menos horas, ergo recibo menos dinero, ergo gasto menos, ergo contribuyo menos al consumismo. ¿Quebrarían los negocios si todo el mundo decidiera no gastar tanto tiempo encerrado en su oficina? No creo. Más bien, los giros cambiarían.
Un joven profesionista que decida trabajar menos, podría ganar –por poner un ejemplo- dos horas diarias de tiempo libre. ¡Lo que se puede hacer con dos horas diarias de tiempo libre! Se puede leer un buen librito en dos horas, o hacer el amor con más calma y pasión, o sacar a los hijos al parque para aprovechar los restos de la luz del sol, o llevar a los viejos a cenar, estudiar otro idioma, retomar las lecciones de piano, escribir, ir al teatro, ¡sentarse a platicar!
¿En qué momento se volvió prioritario un ascenso de puesto, un coche último modelo o una peda en el antro de moda? ¿Cuándo fue que el crecer como persona se mide en pesos y en cantidad de libros de superación personal leídos? ¿Por qué son precisamente éstos últimos los que más leen los jóvenes (y no tan jóvenes) profesionistas? Precisamente porque necesitan de una receta que les haga sentir menos egoístas, algo que justifique el no estar en casa, el no acudir a la vida de los demás, el no pertenecer ni siquiera a ellos mismos. Palmaditas en el hombro y ya.
Todo esto que vengo diciendo, ésta reflexión que a más de uno puede sonarle a rollo post-new age o una jalada de esas, no es algo que solamente se me haya ocurrido a mi. De hecho, la tendencia de trabajar menos para procurar un mejor nivel de vida ha ido tomando fuerza en los últimos años. Por ejemplo, en el 2001 surgió en Francia una iniciativa de ley que proponía reducir las jornadas laborales, a efecto de trabajar 35 horas a la semana en lugar de 40. ¡Reducir una hora diaria! Tras una larga controversia, la propuesta fue aprobada. En España surge la misma idea tiempo después. En el año 2003 se le da un nombre formal a esta tendencia, conocida como “downshifting”, o en español, “desacelere”. Es una respuesta proactiva en contra del vertiginoso avance de la modernidad, dentro del cual parece que si te frenas te puede destrozar como si te hubiera cogido una máquina rompehielos. Es verdad, si trabajas menos, ganas menos, y compras menos cosas, pero en verdad vives mejor. Tienes más tiempo para ti, de mejor calidad. El estrés se reduce y los sueños se multiplican.
Pero ojo, esto no implica el fomento de la pereza. Ésta es igual o peor de dañina. Se trata de que la gente realice actividades que no la hagan sentir que está trabajando, sino haciendo algo que de una u otra forma es productivo. Leer es productivo, jugar con los hijos, escribir un poema. Tontamente nos hemos tragado el cuento de que sólo lo que te reditúa económicamente puede ser catalogado como productivo. Envidiamos tanto a los europeos por su “cultura”, los admiramos por sus vastos conocimientos en música y artes plásticas. ¿Y nosotros qué? ¿A los mexicanos nos salen ronchas si leemos? ¿Hacer lo que nos alimenta el alma nos hace lo mismo que el agua helada a los perros callejeros?
Hay que trabajar para ganar lo necesario para vivir y ahorrar, y punto. Muchos de nuestros “lujos” son hueros, superfluos; sólo alimentan la ilusión de una vida mejor, pero en realidad no contribuyen en nada a la felicidad.
Si gano más dinero, puedo ir al Costco o al Sam’s Club a comprar un paquetote de cuatro kilos de mis galletas favoritas. Si gano menos, iré a la tiendita a comprar nada más un paquetito. Si gano más, me tragaré los cuatro kilos, aumentará el volumen de mi panza, el colesterol de la sangre, gastaré en medicamentos que regulen la presión arterial, consultas con doctores. Si gano menos, me trago el contenido del paquetito y se acabó.
Si tu, apreciable lector, estas interesado en este asunto del desacelere, te invito a que conozcas la página www.slowmovement.com, para que conozcas más al respecto y te enteres de todas las posibilidades que ofrece.

jueves, enero 03, 2008

Quiero ser feliz


Alguna vez le preguntaron a Lennon que si se consideraba una persona feliz, y respondió que sí. La siguiente pregunta que le hicieron fue: ¿Por qué?, y él dijo que no veía televisión, ni leía los periódicos.
Tomando esta anécdota como arranque (no solo de ésta colaboración, sino de todas mis colaboraciones de este nuevo año), le cuento al querido lector, que la última vez que vi televisión fue el 25 de diciembre. Fue una decepción. Normalmente, por las noches, mientras me preparo un sandwich o algo así para aplacar el hambre, prendo la televisión en alguno de los noticiarios que transmiten después de las 10.
Ese día, casi todo el noticiero del vomitivo López Dóriga se fue en noticias acerca de cómo pasa un policía la noche buena dentro de su patrulla. Luego venía la historia de algún desdichado sin familia, de alguna viejilla abandonada, de cómo se vivió en Villahermosa la navidad después de la tragedia.
Le pasé al noticiario de la competencia y básicamente transmitían el mismo género de estupideces. Apagué la televisión y me dije a mi mismo: “¡No manches, sí que estoy informado!”.
El resto de mis días, hasta hoy, se me fue en escuchar discos de manera masiva, desde el último de Radiohead hasta una colección que le volé a mi papá de música de Benny Moré. Me soplé dos disquitos de Sigur Ros, uno de Daft Punk, y como tres veces uno de éxitos de Morrisey. Esuché hasta que me cansé el disco de Odio Fonky de los queridos Jaime López y José Manuel Aguilera. Esuché a Ely Guerra, el soundtrack de una película de Wong Kar Wai. Fui feliz.
También leí unos textos de Daniel Sada y Álvaro Uribe; devoré Mr. Vértigo de Paul Auster y me enfrasqué en “El sentimiento trágico de la vida” de Miguel de Unamuno. Ahora sigo con Auster y una novelita llamada Ciudad de Cristal. Insisto, soy feliz.
Fui feliz charlando con mis hermanos, bebiendo cerveza con algunos amigos, con mis primos, llendo al teatro y viendo en el cine “Across the Universe”. Fui feliz andando por la carretera escuchando a Dylan y una colección de jazz latino que me regaló una buena amiga. Tragué chocolates y pavo y un spaghetti delicioso.
Aun así, algunas noticias irremediablemente llegaron a mis oídos, como el asesinato de la ex-primer ministro de Pakistán. ¿Debí sentirme mal por ser tan feliz cuando del otro lado del mundo se odian a muerte? ¿Acaso he fallado estos días en mi deber para con la humanidad? No es que ésta cuestión me mortifique demasiado, pero quiero enfatizar sobre el hecho de que cuando uno se aleja de los “medios de comunicación”, a veces se produce un sentimiento de aislamiento inefable. ¿Por qué? Estamos demasiado acostumbrados a “estar informados”, a “estar al día”, aunque no sepamos para qué. ¿Qué significa eso de “estar informado”? ¿Acaso es escuchar al vil López Dóriga en sus diatribas contra cualquier cosa que se le ponga enfrente y que le haga subir el rating de su tercermundista noticiero? ¿Cuántos periódicos tiene uno que leer para no sentir que lo están timando, o manipulando, o perfilando nuestra opinión hacia uno u otro punto del espectro político?
Sin el ánimo de ser radical, creo que prefiero quedarme mil veces con la fórmula de mi admirado Lennon. Si fue verdad que no veía tele ni leía periódicos, entonces creo que es posible cambiar al mundo. Prefiero acercarme a la realidad y no leerla, ni verla asépticamente en una pantalla de televisor. Creo que es más útil saber que alguna vez existió Chabuca Granda, o que una dama de nombre PJ Harvey canta por el mundo con su guitarra al hombro. Aprendo más del planeta a través de la música y el cine, hablando con ancianos y pordioseros, atrapando momentos que hacen sonreír o llorar a los demás. Aprendo más del mundo preguntando a mis amigos cómo marcha todo en el trabajo, cómo van sus planes de comprar casa y de tener hijos. Al diablo con la televisión. Espero no tener que encenderla en mucho tiempo. De verdad que quiero seguir siendo feliz.

De cómo Paul Auster ahuyentó al reggaetón asesino


Estoy en un cuarto de hotel. La vista da a un podrido patio donde se ven botes de pintura, tanques de gas, pedazos de malla ciclónica y demás trebejos. Si la habitación se encontrara del otro lado del hotel, la vista sería totalmente distinta: palmeras exuberantes, el mar pacífico quieto y cálido reflejando el mensaje del sol a todas las pupilas de la costa; cabecitas de seres humanos que flotan en el agua, juegan con las olas, se llenan de arena los calzones.
Siento que estoy condenado a ser el anti-héroe de todas mis historias. Por eso estoy viendo el jodido patio y no la piscina. Por eso estoy escribiendo y no ando trepado en el parachute, y mucho menos en la banana, o poniéndome repedo en la playa como suelen hacer algunos turistas gabachos, o los descolgados chilanguitos con sus hieleras de unicel compradas en algún oxxo.
Es bueno sentarse a escribir mientras el mundo gira. Pero para escribir, antes tuve que bajar a la alberca, bien tempranito, cuando no había nadie que la llenara de babas. Nadé y nadé para percatarme de tres cosas: fui el único desquiciado que a las siete y media de la madrugada se avienta un clavado al agua helada; mi condición física es deplorable y; de todas formas había babas, acopio indefectible del día anterior.
Conforme las horas pasaron y el sol fue desperezándose, salieron de su madriguera los demás inquilinos. Primero los viejitos y uno que otro cincuentón, luego familias con niños chiquitos, y finalmente los adolescentes. ¡A que juventud tan güevona, me cae! Desfilaron pieles de todos los tipos: bien formados cuerpecitos de jóvenes mexicanas, rozagantes, morenazas, bien sanotas. ¡Qué decir de las gringuitas, y alguna que otra argentina!
No faltaron en la colección las clásicas mujeres gordas que con ciertos trajes de baño parecen tener tres pares de senos en lugar de uno.
Por ahí aparecieron mis padres. Mi hermana llevaba rato echada en una tumbona. Cuando llegó mi hermano fuimos a almorzar y después nos tiramos todos en sendos camastros. Tramitamos con un mesero de nombre Jesús una cubetita de cervezas bien frías. Por suerte, era el momento del dos por uno, así que nuestra sed quedó bien saciada.
Leí buen rato un libro de Paul Auster. Tardé en terminarlo porque había muchas interrupciones. Algún genio consideró apropiado ambientar el espacio de la piscina con música punchis punchis a todo volumen. Un morrito de atrás se puso su discman y comenzó a gritar la canción que estaba escuchando. Rato después, un tipo agarró un micrófono (asumo que fue el mismo candidato-a-nobel que puso la música) e invitó a todos los presentes a que se metieran a la alberca, porque iban a empezar los “acuaeróbics”.
Tuve ganas tremendas de levantarme y preguntarle por qué no paraba todo su desmadrito, que uno venía a la playa justo para escaparse del escándalo de las ciudades. Pero lo que Auster me decía era muy interesante, y no quise dejarlo.
El libro habla sobre un escritor de novelas policíacas que se ve inmiscuido en un asunto de lo más extraño, donde lo confunden con un investigador privado, y tiene que evitar un asesinato. La maestría de Auster me llevó a disertaciones sobre el origen del lenguaje, el papel de un narrador para confundirse con la obra y hacer que el lector se olvide de quién fue la persona que escribió todo eso. Fíjese, amado lector, lo grandioso que es Paul Auster, que logró atraparme a pesar de tener detrás de mi un puto reggeaton reventando con sus bocinas mis tímpanos.
Acabé la novela y lo primero que hice fue salir corriendo a escribir estas líneas, a olvidarme del mundo exterior, de mi yo de carne y hueso para existir entre las letras y los signos de puntuación. Estoy en un cuarto de hotel, luchando por ser el anti-héroe de historias que no existen, con un podrido patio de un lado y el infinito océano del otro.