martes, diciembre 04, 2007

Laberinto

ávida tempestad
refugio de un adiós sin digerir
cascada bosque
suave textura de una roca

empujas al viento
con tus caderas ocultas
humeante tu dedo
no me toca

no sé tu nombre:
maga, ilona o yoko
no sé tu voz:
copa de vidrio estrellado,
muerte de una rama
o eco de un disparo
con silenciador

observas ahí
detrás de los confines
me miras sin querer mirarme
yo también te miro
procurando no caer

bebo café
rallo una hoja
pido la cuenta
cojo mi chamarra
y me dispongo
a convertirme
en tu abandono

Aclaraciones

Estimado anónimo uno.

Agradezco tus preocupaciones, que me defiendas, que me llenes de consejos.

Estimado anónimo dos.

Quisiera verte, pero al menos detrás de esta pantalla estás oculto, u oculta. Gracias, me has hecho soñar.

Estimada Taniushka.

Qué gratificante es darse cuenta de que alguien te lee como si te estuviera mirando a los ojos. Así has sido siempre. A ti jamás podría mentirte, ni olvidarte, y mucho menos dejar de quererte.

Estimado David.

No sé por qué escribo. No sé por qué estoy vivo. No sé por qué me llamo así. No sé con certeza qué hora es, o si consejo se escribe con s, o concejo se escribe con c. No sé por qué escribo. Será quizás porque después de todo, tengo fe.

¿Por qué le cambié de nombre a mi blog?

Un cataviento es una especie de veleta o banderita prendida de un asta manual, que sirve para conocer la dirección del viento. Descubrí que este blog es mi cataviento. Creo que es evidente que la palabra dice mucho más que “Crónicas desde la trinchera”.

martes, noviembre 20, 2007

Sheik

suelo húmedo

y tus pasos dejan huella sobre él

perlas blancas
brillo de cosmos
en el hallazgo de tu algo

puntos que en la piel
son coordenadas
caricias de broca
sabor del no te tengo

invento lo que no eres
decodifico hambre
lucho por rasgar el musgo
entre tus dientes y mi carne

Me pones nervioso

lunes, noviembre 12, 2007

Tiempo

Tiempo. De eso quiero hablar, de algo que no existe. No sé si en verdad no existe o prefiero así creerlo porque no lo entiendo. Quiero hablar del tiempo que no se mide en relojes de pulsera, que no tiene aviso en la conciencia de los despertadores, que se muda de piel conforme pasan las aristas de los días dislocando recuerdos de calor o de frío. Puedo tenerlo a la mano, si quiero, si abro bien los ojos, si no pretendo poseerlo. Puedo incluso extenderlo tanto como sea posible, hacer de una noche la equivalencia de un suplicio eterno. Eso si, no puedo perderlo. No se puede perder lo que nunca se ha encontrado, lo que no se tiene, lo que siempre perteneció a si mismo.

No es medicina, no cura nada, no repone las dolencias que un día fueron. Dicen que el tiempo es el mejor amigo del olvido. Pero a éste último no lo conozco, no recuerdo haber olvidado algo. El tiempo es existencia, una mortificación, un silencio incomprensible, estridente, que a veces se aleja de nuestros vicios para regalarnos calma.

El tiempo es el pretexto de las almas débiles, el aliado de los no cobardes, el espacio vital entre dos seres que se aman pero ya no pueden existir. Es la duda de los desesperados, la agonía en la desolación, el pegamento que aglutina nuestros sueños. El tiempo es aquello que basta para que se olviden nuestros nombres. Es el intervalo que dura un rostro en la conciencia. Es risa y parpadeo, canícula y hambre, despertar ansioso, convenio de oquedad entre el frío y el abandono. Es aquello que transcurre mientras uno aguarda.

El tiempo no se queda ni se va, simplemente está, en todas las horas, en todos los resquicios de cualquier ser. A veces uno siente que el tiempo se le acaba, pero eso no es posible; esa sensación de agotamiento es más bien la definición que provoca la angustia de caminar a ciegas en un pasillo donde no se sienten las paredes. Somos nosotros los que nos acabamos, los que transcurrimos, los que nos hemos vuelto medibles a través de manecillas, los que nos perdemos, los que nos quedamos sin palabras para definir al tiempo.

viernes, noviembre 09, 2007

Det är något som inte är som det ska härinne.

Os presento un texto que consiste en mi primer traducción homofónica. Se trata de un poema de Kristina Lugn, poeta sueca. El ejercicio consistió en traducir lo sonidos y he aquí el resultado. Este poema se leyó el 8 de noviembre de 2007, durante la conferencia de la poeta y traductora Jen Hoffer en el ITESM Campus Toluca, en el marco de "La Inquietante (e internacional) Semana de las Mujeres Traducidas".

Det är något som inte är som det ska härinne.
Det är något skräckslaget
som inte kan ta sig ut härifrån.
Det är någonting som har givit vika
under mina fötter.
Det är någonting som har rämnat
över mitt huvud.
Det är någonting som sitter vid min huvudgärd
och hyperventilerar.
Det är någonting härinne
som går mig på nerverna.
Jag tror att det har uppstått ett livshotande
förståndslidande här i huset.
Jag tror att det är smittsamt.
Jag tror att jag måste akta mig
så att jag inte blir farlig.
Det måste finnas en rätsida.
Det måste finnas en nödlösning.
Det måste finnas en jourhavande låssmed.
Det måste finnas en utrymningsplan.
Det måste finnas en katastrofberedskap.

Kristina Lugn


De eterna gozo, interna suma de ocarina
De eterna gota creo que es la gente
Somier te canta según el refrán
Del tango al tingo sombra reivindica
Un término fuerte
Del tango al tingo sobre las ramas
Oh, venid urucú
De eterno goteo son si termino hurgando
Hoy para verte llegar
De ternejo pingo de heroína
Soga mitad enerva
Ya otrora dejara usted el lid flotante
Fertilizante, herí y usé
Y al tronar de termitas
Atorada, más te ata a mi
Se ata, y te vi salir
De un mester fino y retorcido
De un mate final en lo odioso
De más te vi en hoja, banderas, miedo
De muerte, fin nace en otro, ningún plan
De marte finar catástrofe escapa

Ramón Santillana

Kristina Lugn - Foto: Magnus Hallgren

martes, noviembre 06, 2007

Palabras de despedida

el sol se ha ocultado

mi noche es absoluta

tu luz amanece en la aurora

de otro mundo en donde yo no existo


El enano platicón

Muy a menudo me topo en mi camino con un enano. Cuando conduzco por las Torres, casi llegando a Carranza, puedo divisar la silueta extraña de este individuo, sentado sobre un tabique que a su vez está sobre la banqueta. Tiene una cabeza gigante, el tórax cuadrado y unas piernitas. Es moreno, siempre trae puesta una gorra beisbolera, y por debajo de ésta se le asoman unos cabellos negros, cenizos y mugrientos.
Al principio solía acercarse al auto, extender la mano y esperar a que yo depositara sobre ella alguna moneda. A veces no le daba yo nada y se iba como si no pasara nada. Siempre está sonriendo. Su voz es similar a la de un gangoso, pero a este enano si que se le entiende bien.
En la misma esquina está su papá, un tipo flaco, sesentón, que vende trocitos de caña de azúcar con chile. El enano dice que gana más limosneando de lo que su jefe saca con sus cañas. No lo dudo.
Con él he tenido conversaciones que duran semanas enteras, y no porque sea muy intensa o interesante, sino porque sólo logramos articular frases que duran lo que tarda el semáforo en ponerse en verde. Llegué una vez al cruce, el enano se me acercó, me saludó con un gesto de la cabeza, moviéndola para atrás. Bajé el cristal y me preguntó: “¿Qué pasó con eso?” Se puso el verde y me tuve que arrancar.
A la siguiente vez que pasé por ahí: se me acerca, me saluda con la cabeza, bajo el cristal y ahora yo le digo: “¿Qué pasó con eso de qué?”, y se pone en verde y me tengo que arrancar porque el idiota de atrás ya está pegado al claxon.
Tiempo después sucede la misma escena, pero ahora él me responde: “Pues con eso que te pedí”. Dos días mas tarde le digo: “Pero si no me has pedido nada”. Al día siguiente, por la mañana, me dice: “¡Cómo no!, si eras tú”. “¿Yo qué güey?” Alcanzo a decirle.
Por la tarde, cuando paso de nuevo me dice “Pues eso que te encargué”, y mientras cambio de neutral a primera le respondo “¿Pero de qué me estás hablando carnal?”.
Al final de la semana me enteré de que se confundió, que no era yo, que era otro baboso con una jeta idéntica a la mía. Eso no impidió que a la siguiente vez, mi amigo el enano ya estuviera preparado. Cuando vio que mi auto se acercaba, conmigo adentro, de inmediato se levantó de su ladrillo, calculó el punto donde yo habría de frenarme y ahí se quedó paradito. Cuando llegué, bajé el cristal, lo saludé, y al mismo tiempo que él hacía la cabeza para atrás, como diciendo “Quiubo”, estiró la mano y me entregó algo. Se trataba del recorte de un teléfono celular, marca movistar, enmicado. “Eso es lo que quiero que me des”, dijo con una sonrisa que le proporciona su gigante boca. Miré el enmicado y no supe qué responder. Me tuve que arrancar.
A la siguiente vez que pasé le pregunté: “¿Y yo por qué te tengo que comprar uno de estos?”. El enano se llevó las manos a la gorra, sonrió chiveado, y me dijo “¿Pues por qué no?, y yo, “Pues qué te debo o qué”, y se puso el verde.
Luego vinieron los huracanes, y con ellos las lluvias y el mal tiempo. Supongo que el enano se sintió damnificado, puesto que su lugar de trabajo se vio afectado por las inclemencias climatológicas y no apareció en un par de semanas.
Cuando se fue la lluvia y volvió a aparecer el sol, así como los conejos salen de sus madrigueras, o los geranios retoñan, o las señoras popis se juntan a desayunar, apareció el enano en su esquina, sentado en el ladrillo. Cuando me acerqué en mi coche y lo vi desde lejos, pensé para mis adentros: “¡Ya valió madre, me va a preguntar que qué pasó con su movistar!”. Sin embargo, coincidió que el semáforo todo el tiempo estuvo en verde, así que no había necesidad de detenerme, y pues que me hago pero bien pendejo y que me paso sin siquiera saludarlo.
Al día siguiente me tocó en rojo, y el enano ahí estaba, al lado de mi carro, haciéndome “Quiubo” con la cabeza. Qué remedio. Bajé el vidrio, lo saludé, y me contestó: “Estás invitado el 4 de octubre”. Al día siguiente supe que ese día es su santo, y que habría fiesta en un pueblo llamado “Tixca”. Esa misma tarde me enteré de que Tixca queda por… ya se me olvidó.
Ahora, me urge encontrar cualquier pretexto para pasar por la esquina de las Torres y Carranza, para saber cómo llegar a Tixca, seguro habrá mole con pollo y arroz, y quizás tenga que aparecerme con un “brand new” movistar para el enano, para que a la próxima mejor me llame y en 5 minutos resolvamos lo que en casi un mes no conseguimos.

viernes, octubre 26, 2007

INVITACIÓN - CAMINO BEAT

Esta es una cordial invitación a todos los que se encuentren cerca de la zona TOLUCA - METEPEC, a que asistan a la presentación de la banda CAMINO BEAT, proyecto en el cuál tengo el honor de participar.

La presentación de la banda se hará en el marco del Festival Quimera 2007, evento cultural que organiza el ayuntamiento de Metepec, y que según esto es de los más importantes del Estado de México.

La tocada es, pues, el próximo lunes 29 de octubre, a las 16:00 hrs. A continuación encontrarán una pequeña semblanza de la banda, así como el link a un sitio donde se pueden escuchar un par de demos y mirar algunas foticas.




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CAMINO BEAT

Por Ramón Santillana

Camino Beat. Camino que no se sabe dónde empieza, en qué lugar termina; entrelaza la ruta de cuatro realidades que navegan por el incógnito oleaje de la vida. Es el nombre de la banda que surge en algún lugar del tiempo difícil de identificar.

Héctor Varela, Toño Ávila, Víctor Hache y Ramón Santillana pisan por primera vez un escenario una tarde del año 2000 en la ciudad de Querétaro, México, como parte de una presentación para un festival musical. Sin embargo, no fue ese el detonante; jamás se volvieron a juntar, sino hasta el 2007. Un escenario será siempre circunstancial. Cualquier camino también lo es. Falso pensar que cualquier sendero conduce específicamente hacia algún sitio. El viaje no comienza en el origen ni termina en el destino. El viaje es el camino.

Cuatro viajes se vuelven uno solo, cuatro músicos con diversas trayectorias que nunca se han frenado. "Camino Beat" toma el nombre de la novela detonante del movimiento "beat", y de toda una nueva corriente literaria que definiría en parte el curso de las sociedades contemporáneas de occidente: "On the Road", de Jack Kerouac.

Todos los secretos se encuentran en los paisajes que uno ve desde la ventanilla del auto, de un autobús. Es imposible distinguir un punto específico en el cielo, en el desierto, en la exuberante maleza de los bosques que cubren los sueños y pueblan el imaginario de culturas y civilizaciones. La nación, así como el hogar, es lo que uno carga en la conciencia, en el infinito espacio interior que nos hace humanos.

"Camino Beat" es la espontánea reacción de ese interior que ya no puede contenerse, esa necesidad de escuchar el silbido del viento en los oídos, la aceptación contundente e irrevocable de que el destino es andar sobre el asfalto, las veredas terregosas, los mares y los aires. La música como vehículo. La música como pegamento de nuestras obsesiones. La música como la única coordenada entre el tiempo y el espacio en donde no existimos, pero somos; donde somos invisibles, pero la conciencia brilla.




www.myspace.com/caminobeat

domingo, septiembre 23, 2007

- fragmentito -

Me senté a recordar
hacia el final del parque
y me vino el recuerdo
como una fiebre de hambre,
pero un recuerdo de ésos, tranquilos,
sin personajes;
un recuerdo de esos que no se miden,
que no se cuentan
y que no saber,
de ésos, oscuros de tanta luz,
vacíos de ser tan grandes.

Coral Bracho

sábado, septiembre 22, 2007

Mañana aun oscura


Despertar en la mañana aun oscura. Una voz del otro lado del silencio que te pide callar, te pide no acudir al encuentro de nada. Esa voz se pierde al colgar el auricular. Quedarse solo con el resollar de las tripas hirvientes. Mirar por la ventana el clarear del cielo. Triste y con ganas de nada comienza el día y no hay mucho que se pueda hacer.
La ciudad no espera a nadie. No cuenta cuantos van por sus calles haciéndose los que están vivos. No existe una estadística de los “buenos días”, los “qué hay de nuevo”. Vivir es ir callando. No siempre. Al menos hoy.
Pisar el césped, brincar el charco, tragar saliva y pensar que aunque hoy todo perdió su sentido, no es cortés con el aire frío el simplemente no hacer, el refugiarse con los ensueños de un pasado más confortable.
Llegar al trabajo y sonreír, con sinceridad pero ciertamente en automático. Nadie es culpable de los despojos que existen tras los muros de la piel. Andar los pasillos, estrechar las manos de los jóvenes y los adultos y demás fantasmas.
Repetir ante un público aquello que la mente retiene. Dejar pasar el tiempo para luego ir a buscarlo. Desandar los pasillos, liberar la vejiga de los miados y los miedos. Todo rodeado de bruma, de una irrealidad desconcertante.
El aire es menos frío que hace unas horas. Calienta un poquito, pero sólo aquello que se nota a simple vista. A media mañana el sol es como una rubia estúpida, quema la piel pero congela el alma. Al menos aquí, en esta ciudad, en medio de sus paredes y sus jardines con flores congeladas, con todo y sus cafés medio vacíos y sus perros destripados a mitad de la avenida.
Una punzada en mitad del tórax. Dolor que vuelve ardua la tarea de llevarse a la nariz un bocado de oxígeno. Dolor que antepone a todo aquélla voz de la mañana, detrás del teléfono, que pedía un silencio. Voz que se mezcla con todos los sonidos, que al rebotar en el córtex cerebral se vuelve ruido.
Ir de regreso a casa con una mochila al hombro, esa punzada, ese recorrer las membranas del mundo con tiento, procurando no romperla, ni dañarla, ni alejarla a soplidos de inconsciencia. Esa mochila que tiene el peso de todos los años y de todos los días, llena de papeles y de lápices. Esa mochila que carga un fragmento de historia, un fragmento tan pequeño como el más remoto punto del universo; tan inmenso como la punzada, el aroma del vacío, la saciedad de lo inasible.
Volver a una casa callada, al rechinar de la bisagra, a la duela que se hincha de calor y pesadumbre. Encender la computadora y escribir “Despertar en la mañana aun oscura”. Darle sentido a lo que no lo tiene. Alimentar la hoguera. Repasar un día tan gris como lo son a veces los anhelos.
Volver a salir, por la tarde, a la lluvia, a ocupar una silla vacía y beber café. Continuar con lo antes escrito. Notar que el tiempo sigue su escurrir y no hay forma de pararlo. Es mentira que una fotografía capture el momento. Nada lo captura. Es inevitable su fuga. Se va junto con el aroma del café y el jazz que se fue de las bocinas. Se van los momentos como la oscuridad de la mañana, la que viene cada día sin ser la misma, siendo otra, parecida pero diferente, como el agua que nos empapó, la sed, el beso que sólo se da una vez. Morir será el olvidar remordimientos, sacudirse las nostalgias, el dejar de añorar que por fin termine el día, venga el sueño y nos conduzca hacia otros reinos.
Se acaba el café, la pila de la computadora, la luz de la jornada. La voz de la mañana suena ahora más fuerte precisamente por estar ausente. Se van los amigos, el agua del retrete, la lluvia y los aciagos agüeros. Hay que seguir la voz de la conciencia, hasta el final, hasta que el dormir nos cargue. Soñar que habrá mañanas más claras.

- Fotografía por Pablo Bravo -

- this is not a chronicle -

cuerpo de campo germinado
de miradas con vocación azul

alma de piel de armiño

pestañas como terrazas al edén

carmen que se disemina
en revuelcos de aves que nos miran,
que remontan el vacío
que nosotros no miramos

tierra hundida en un naufragio

vientre de Lidia

iris que brilla
como osa mayor

dos columnas te sostienen
caen sobre mí como la noche del fin de los días

hembra deidad
que toca todo lo que habrá de convertirse en vida
de pino fresco nace el vaho
que desempaña certidumbres

de tu boca el día se alumbra
carmín que reverdece
furtivo pelambre de la tierra
persigue al infinito

nada más para seguirte
por sostenerte sin vilo
por respirar tu pulso

rostro de mi reflejo
rostro de luna llena
rostro de Teseo al final del laberinto
rostro de fracción del universo
rostro de Beatriz que me guía por el infierno
rostro de Eva antes y después del pecado
rostro de canto de sirenas
rostro que al final reconozco como el rostro mío

Sueños de una noche


Algo raro ocurre entre las multitudes. Al ir ocupando poco a poco un gran espacio, la gente pierde cierto sentido de la pertenencia, del territorio propio. No se amontona, ni se aperra: se ensambla. Se genera un disimulado corrillo aquí, otro allá, y cada uno crece tanto queal cabo de un rato forman uno solo. La masa se comporta como una sola persona: en un concierto canta, en un mitin político protesta o esgrime consignas en el aire. En una plaza cívica, un 16 de septiembre en México, esa unidad que conforma la multitud lo que hace es festejar.
Es difícil encontrar singularidades entre el festejo que se realiza en una ciudad con respecto a otra, a pesar de que uno no puede celebrar más que en un sitio a la vez (y a veces, mucho menos que eso). ¿Cuáles son las diferencias? A Toluca, por ejemplo, le gusta comprar latitas de aluminio con las que se esparce una espuma parecida a la de afeitar; le gusta rociarlas en la cara del que vaya pasando, sea conocido o no, tenga aspecto de burgués, de naco o de indígena. Se tenga o no en la mano una de esas latitas, la multitud ya decidió el comportamiento a seguir. Si eres uno de los que no tienen esa lata, porque no quieres, porque no te gusta, o lo que sea, poco puedes hacer cuando alguien te rellena las orejas de espuma. Nadie sabe a quién se le ocurrió esa idea primero.
La masa escucha una sola canción al unísono, que viaja de las cuerdas vocales de una escultural mujer semidesnuda, encima de un gran escenario montado en un extremo de la plaza, hasta los oídos medio taponeados de merengue. Primero se escucha al mariachi con algunas melodías románticas. Luego viene algo más movido, ritmo de banda y quebradita, sinaloense y pasito duranguense.
Se calla la música y una voz nos pide atestiguar con respeto el trayecto del “lábaro patrio”, que viajará de la alcaldía al palacio del gobernador. Un grupo de policías hace vaya entre la multitud, abriendo un pasillo por el cuál pasará un séquito de cadetes, quienes escoltarán a la bandera nacional. Rato después ésta hace su aparición y la multitud aplaude. La va cargando el alcalde de la ciudad. A él lo rodean unos cuarenta funcionarios que no quieren quedarse fuera de la foto. Se escuchan trompetas y el redoble de tambores. El “lábaro” se pierde tras el umbral del palacio del gobernador, y en ese momento la masa se queda expectante. Las voces se convierten en murmullos. Cesan los ataques de espuma, las banderitas tricolores no ondean. Niños aparecen de súbito sobre los hombros de sus padres. Sin que nadie lo haya ordenado o sugerido, la multitud voltea toda hacia la fachada del palacio. ¿Qué es lo que se está gestando ahí adentro? No se escucha la pregunta, pero se respira.
Durante esos instantes de desconcierto, la gente se mira a las caras, reconoce las mejillas pintadas de verde blanco y rojo, se compara el tamaño de los sombreros, los “viva México” escritos en ellos. Las personas se miran pero procuran no hacer evidente su curiosidad. En cuanto una mirada se topa con otra, una fuerza inefable las obliga a repelerse, como imanes del mismo polo. Decenas de miles de personas aguardan un sólo momento, sus gargantas preparan un estallido que solamente una vez en el año es patente y tiene sentido. El apretujo es indisoluble. Si alguien tiene algo mejor que hacer en ese momento, tendrá que aguantarse; estar en medio de la multitud implica la triste resignación ante los designios de un tirano. El aire frío de septiembre serpentea entre los cuerpos de los novios que se abrazan, los padres que sujetan firmemente las manitas de sus hijos, el rostro de los que clavan su mirada en el balcón del palacio donde habrá de aparecer un hombre y su bandera.
Finalmente, la figura del gobernante se asoma con el lábaro entre las manos. El silencio de la multitud revienta con una ovación espontánea. En México es muy rara la persona que no odia a los políticos, que no desea en lo más profundo de su ser el que la política pudiese erradicarse de la faz de la nación. Todos tenemos algo malo que decir de ellos, algo que reprocharles, algo por lo cuál mentarles la madre. Los políticos son el reflejo de todas nuestras frustraciones. Muchas veces son la causa de las mismas. Pero en noches como esa, en multitudes como esa, el político se transforma. El gobernante se vuelve la única voz que sobresale por encima de la masa. Él es el único dictaminador, el jefe de la orquesta de gargantas que gritan “¡Viva!”. Por unos segundos, él encarna la ilusión de un pueblo, de una nación que dice llamarse “México”, a la cuál pocos entienden. En momentos como ese, el rostro del político es como nuestra propia cara. Porque carga en sus manos nuestra bandera, sale de su voz nuestro grito, el grito de nuestros antepasados. Lo que antes fue un reguero de sangre es ahora un carnaval.
El político se siente cómodo porque en el fondo sabe que se trata de un protocolo, que no tiene que dar la vida por nadie y que si nadie de entre aquéllos miles lo sigue, no importa. El político grita “¡Viva!” y la masa le responde. Luego hala la soga atada al badajo de una campana para que ésta repique. Nuevo estallido de júbilo. En el aire las banderas ondean y los pulgares oprimen los atomizadores que harán lucir la plaza como en medio de una nevada. No hay una sola persona sin espuma en la cabeza y en la ropa. No hay una sola persona que no sonría. Las miradas vuelven a cruzarse pero esta vez no se repelen. Hay armonía.
Se comparten las sonrisas. No hay futuro, sino un pasado en común que nos puso a todos en este lugar. Las luces se apagan y comienzan a iluminar en el cielo los fuegos artificiales. Música alegre y emotiva se apodera de la plaza. La gente vuelve a callar, y ahora todos miran hacia el cielo. Entre más sonoros explotan los fuegos en el aire, más sincero es el aplauso de la multitud.
Luego de un rato todo se transforma de nuevo en calma. La plaza vuelve a ser iluminada por focos y arbotantes y reflectores. Una banda de músicos sube al templete y comienzan a rugir los acordes de una música entre cumbia y norteña. La pasión patriota deviene en un ansia de comerse un pambazo o una hamburguesa. Algunas personas venden bigototes estilo Zapata, varitas mágicas de color rosa con una estrella en la punta, sombreros gigantes y sombreritos, tiaras para que las niñitas se sientan como una princesa. Vuelve la espuma a inundar las narices y ojos de cualquiera, hasta de los policías. Se escucha el crujir de los buñuelos entre los dientes de unos viejitos.
La multitud se abandona a sí misma. La individualidad se va recuperando poco a poco. Las decisiones que uno toma por fin le pertenecen. La patria se quedó flotando en el aire, sobre las cabezas de la gente, debajo de la pólvora que aun rocía los sueños de la noche.

Condiciones Normales

Llegar de mi casa al centro de la ciudad de Toluca, en condiciones normales, me debe tomar no más de diez minutos. El asunto se complica cuando uno trata de definir lo que quiere decir “condiciones normales”. Ayer, por primera vez en mi vida pensé que o esas condiciones normales simplemente no existen, o la normalidad encuentra morada en el caos.
Tenía cita a las seis y media. Cerré la puerta de casa a las seis. A las seis con treinta y cinco tuve que llamarle a mi buen amigo Pepe Porcayo para decirle que por favor me esperara, que estaba atrapado en el tráfico, que “tomé la peor ruta que pude haber tomado”. Me sentí tonto por escoger la calle de Instituto Literario, y verme preso entre los efluvios podridos de las cloacas que vomitaban agua de lluvia mezclada con colillas de cigarro y miados. Me sentí desesperado al ver mi pequeño cochecito minimizarse entre dos camiones de pasajeros que iban vacíos. Creo que todos los camiones de esta ciudad van casi vacíos, a la hora que sea. Además los que conducen el camión siempre tienen prisa de algo. Se irán cagando, o ya empezó su telenovela, o una sirvienta los espera ansiosamente con su perfumito de 15 pesos y los calzones medio aflojados, y obvio, la lluvia los pone de malas, como si todos los demás tuviéramos la culpa.
Para colmo, en mi carril me topo con que a una señora gorda, metida en un coche deportivo blanco, se le ocurre detenerse y poner las luces intermitentes. En doble fila. La gente piensa que accionando ese botoncito, los focos que se prenden y se apagan justifican cualquier impunidad. Uno se puede parar en donde quiera, sea en doble o en triple fila, o frente a la cochera de una casa, o frente a la salida de un kinder, una secundaria, para hacer que la gorda hija se baje corriendo a la tienda a comprar el pan. Al fin que nomás es de a rápido, que unos momentitos que atrofiemos la vialidad no son tan graves. Para eso tenemos las malditas intermitentes, ¿no? para mandar a todos al carajo, para que entiendan que de aquí no nos movemos.
Me comporto de manera estoica y me trago cualquier coraje que pueda treparme por el esófago. Incluso me pongo a prueba: llego al cruce de calles y una joven madre quiere cruzar, con su hija pequeña de la mano. Me freno, le hago la seña de que le pase. La joven se sorprende de que alguien en ésta ciudad le ceda el paso bajo la canija lluvia de septiembre. Apenas pone la mujer un pie en la calle, y el animal taxista australopiteco que tengo atrás pega su mano al claxon, para que yo me apure, o se apure la transeúnte con su hija, como si el claxon fuera un rayo pulverizador de estorbos. ¿Qué hago? ¿Me bajo y le doy una patada en la puerta y le digo que se calle el hocico? Ganas no me faltan, pero mejor ni le hago caso.
En el siguiente cruce tengo el verde a mi favor, pero a un tipo de una camionetita pick-up que venía por la calle perpendicular, simplemente le vale madres y se pasa su señal roja. Y como en su calle hay hartos camiones repletos de nada, y también coches parados con sus intermitentes encendidas, el tipito se queda a la mitad del cruce y no me deja pasar. El de atrás se vuelve a pegar a la bocina. Yo miro el reloj y ya sólo faltan diez minutos para que den las siete.
Vuelvo a reprocharme: ¡Qué tonto soy, agarré la peor ruta! Sin embargo, ¿qué hubiera pasado si en vez de atravesar todo Instituto Literario, me hubiera ido por Tollocan? Segurito que mi pensamiento sería el mismo: ¿¡Por qué coños me vine por aquí!? ¿Qué tal la avenida Morelos? ¿O Carranza? Sería, sin duda, la misma historia. Conclusión: está ciudad siempre hace que me sienta como un imbécil. Nomás no le atino, no le hallo por donde. Vanos son mis intentos por entenderla. Me siento mal por haber agarrado el carro y elegir esa ruta. Pero de haber tomado el autobús sería tarde de todas formas, me vería envuelto en las miasmas que desprenden nuestras conciencias tercermundistas.
A veces uno llega a pensar que es mejor quedarte en tu casa y comer camote, y ya no hacer nada, no quedar con tus amigos para tomarte un café o una chela, con tal de no respirar el humo de camión mezclado con el aroma de los esquites y cagada de rata; para no mirar la cara de tarugos que ponen los polis cuando las calles se congestionan y todos les mientan la madre porque de plano ya no saben qué hacer; para no escuchar las cumbias horrendas que ponen los de la zapatería, que se distorsiona en el aire junto al reguetón que sale de una papelería; para no mirar la botarga del tarado “Doctor Simi” hacer su show sobre la banqueta; a las nacas con hot pants y blusitas patéticas que reparten volantes para que estudies inglés y computación; para evitar llegar tarde a todas partes, por muy temprano que salgas, por muy cauteloso que te vuelvas; para no acostumbrarte a la idea de que esas son las “condiciones normales”, para no aceptar que esa es la única forma de vida, de convivencia, de que así es la cosa y te jodes, y si no llégale papá, aquí no cabes, ya somos bastantes los que nos disputamos el escaso oxígeno, los poquitos centímetros cuadrados de espacio personal que nos asignaron.

sábado, septiembre 01, 2007

Carta a Londres

Bonita,

Te cuento que hace como dos semanas conocí en el Confort -un bar de Metepec- a un francés que se llama Elías. Resultó ser a toda madre. No recuero haberle dado mi teléfono, o mi mail, pero durante la semana recibí un correo de él, donde invitaba a una razota, yo incluído, a una fiesta en su casa, en el residencial Real del Bosque, que está aquí al ladito de mi casa.

Ayer estuve toda la tarde encerrado. De hecho, estoy pasando gran parte de mi tiempo encerrado en nuestro búnker, nuestro rincón lleno de revistas y libros y música y los besos que tu y yo nos bebemos. Me acerco peligrosamente a la página 1000 del libro de Bolaño, 2666. Pero bueno, decía que así estuve toda la tarde de ayer, hasta que llegó mi carnal el Rafa, ¿Qué pedo, vamos con el pinche Elías? Pues vamos. Esperamos a que llegaran por nosotros el Ñeñe -un compita de mi hermano Rafa-, y su primo Herman, un güey que vive en Las Vegas y que yo no conocía.

Luego luego que llegaron esos cuates, nos fuimos. Páramos en una tiendita para que esos cabrones se compraran sus caguamas, y yo mi botella de litro y medio de agua bonafont.

Llegamos a la peda en casa de Elías. Ahí estuvimos un ratote. Me la pasé platicando con puros batos. Había un güey al que le dicen "Rita cantalagua", porque se parece un chingo al de Café Tacuba. Había hartos franceses y francesas, todos convidados por Elías. Había arroz con ensalada y cacahuates japoneses. Había una foto tuya en mi cabeza. En un momento quedé al lado de tres morritas. Eran las clásicas que están medio feas, pero se arreglan así bien cabrón y se maquillan un chingo y ya no se ven tan feas. Han de haber pensado que soy un mamón, o un puto, porque ni siquiera les dirigí la palabra. Se me hace raro incluso para mí, pero bueno, la cosa es que hasta me cambié de lugar. El que se quedó hablando con ellas es un gringo cagado que se llama David. A David lo conocí el mismo día que conocí a Elías, en el mismo bar, en la misma mesa.

Luego hablé con unos morritos que estudian tecnologías de información. Me habían escuchado hablando francés con Elías, y se pusieron a preguntarme mil madres; que si yo era francés, entonces, si no lo soy, que por qué hablaba francés, ¡ah!, entonces que cuanto tiempo viví en Francia, ¡ah!, y que cómo conseguí ese trabajo de profesor de español, ¡ah! entonces los franceses no son tan fríos y mamones, ¡ah! El Rafa llegó e interrumpió para sugerirme que fuéramos a otra fiesta, que había una morrita a la que quería ver. Me fui con los mismos con los que llegué. Llegamos a la otra fiesta. Ahí estaba la morrita a la que mi hermano quería ver. Se llama Esteli, una chica super guapa, y pues el Rafa andaba bien emocionado platicando con ella. Yo me puse a hablar con un güey que decía llamarse Cheve. Le pregunté que si era muy borracho, y me dijo que no, que ese apelativo es porque se apellida E-cheve-rría. Esta fiesta era en un jardín, y en un rincón había unos chavitos como de 15 años, dos de ellos con guitarras, uno detrás de una batería, otro con un bajo y otro con un micrófono. Se pusieron a tocar. Qué cosa más horrible. A la segunda canción ya era insoportable. A la tercera, unos güeyes gordos que estaban arrellanados como cerdos en unas sillas de plástico color blanco, les empezaron a chiflar y a decirles que se fueran a la verga. Los chavitos les hicieron caso. Sentí culero por ellos. De hecho, me acordé que mis primeras tocadas, en mis primeras bandas, así habían sido; pinches güeyes que ni si quiera afinábamos bien nuestros instrumentos. En cuanto hubo silencio, los gordos se pusieron a cantar canciones rancheras.

No sé cómo salió el tema de que en el gabacho, a los cuadritos del vientre en los hombres le dicen el "six pack". Herman nos contó que tiene un amigo bien buen pedo, pero bien pendejo. “Tipico gringuito güey”, expresó, riéndose. Dice que ese amigo suyo lleva a todas las pedas exactamente seis latas de cerveza, pues según él, con eso tendrá su “six pack” abdominal al cabo del tiempo. Reímos. Todos estaban bastante pedos, y cuando están pedos son graciosos, y yo con mi botellita de bonafont. Esteli se fue por unos tacos y Rafa la acompañó al coche para despedirse. Los demás con los que había llegado, salimos de la fiesta. El plan era regresar a la casa de Elías. Caminamos hacia el carro, que estaba a unos 50 metros. Hacía un frío tremendo. El Ñeñe se sacó la verga y se puso a orinar la banqueta mientras caminaba. Le salía humito. Se detuvo frente a un auto blanco, muy lujoso, y le orinó la manija y la ventana. Luego el Herman también se sacó la verga y la metió por un espacio que había entre un muro y la reja de una casa, y orinó el patio de esa casa.

Nos alcanzó el Rafa, nos metimos al coche y volvimos a la otra peda. Había ya menos gente, y los que estaban andaban pedísimos. Un francés que se llama Pari, o Peri, o Germán, sepa la chingada, se puso a abrazar a todas las morritas y a lamerles los cachetes. Yo me encontré un bolillo y me lo tragué mientras le hacía platica a una francesa alta y corpulenta que se llama Agatha. Había un güey ahogado, tumbado en la escalera. Rita cantalagua y su banda estaban impresionantemente pedos. Creo que se mamaron una botella de tequila cada uno, y dos cartones de chelas entre todos. Herman también estaba borrachísimo y se tiraba uno pedos terroríficamente apestosos. Además sonaban raro, como si se los echara debajo del agua. Yo tenía que estar escapando de su pinche olor.

El último con quien platiqué fue con un francés que se llama Remy, y hablamos de la caricatura que se llama Remi, de Catalunya, del español que le cuesta tanto trabajo hablar, y me explicó de qué pueblito del sur de Francia venía, pero no le entendí. Ya nos fuimos, y aquí me tienes ahora escribiendo, después de una muy buena jetota que me aventé.

Hoy quiero seguir con el puto libro de Bolaño. Espero ahora sí terminarlo hoy. Ya me enteré de dónde sale Archimboldi, el escritor de culto que es el que inicia todo el desmadre. Archimboldi se llamaba antes Reiter, y está enamorado de una chica que se llama Ingeborg. La forma en cómo él la ama me hace pensar mucho en ti. Ingeborg se enferma y el doctor le dice a Reiter que sólo le quedan tres meses de vida, y Reiter se pone a llorar. Y yo también. Pero sucede algo que llena a Reiter de esperanza. Y a mi también.

Como siempre, te echo unos choros brutales. Ya me voy. Pásala bien bien chido, y escríbeme pronto, ¿sí?

Te mando un besototote grandísimo!

Moncho

Viaje al Chilango

Levántate temprano. Tárdate unos quince minutos en agarrar la onda, en darte cuenta de que el reloj avanza despiadadamente y no te pregunta qué fue lo que soñaste, qué te tiene tan atarugado. Métete a la regadera, al primer chisguetito de agua helada que te hace mentar madres, al jabón con toda su espuma y aroma de hierbas. Salte, vístete, escoge un pantalón que haga juego con tu camisa, tu saquito gris estilo “profe”. Son las ocho y deberías estar tomando el autobús rumbo al chilango. Pero no, lo que tomas es esa tacita de café. Estás de retraso güey, pues. Apúrate, que tu carnal, quien te va a echar un raite, ya te está esperando dentro del coche con el motor encendido.
Cómprate el boletito, súbete al camión de “palomita”, hazte bolas con el cambio ahora que traes las manos llenas de tu saquito y una carpeta y el pedazo de boleto que te devolvió el chofer. Escógete un lugar, uno en donde no vayas al lado de nadie. Pégate a la ventana. Mira la pantalla en donde están pasando una película de un veterinario imbécil que se hace pasar por agente del FBI. Es la segunda vez que la miras, y la primera no te dio gracia. Ésta tampoco, pero hay una actriz rubia que te agrada.
Échate una jeta. Despiértate y date cuenta que en el asiento de al lado tienes sentado a un muchacho que también se quedó jetón, con la cabeza echada hacia atrás y la bocota bien abierta. No hay tanto tráfico, pero te falta mucho para llegar a donde dijiste que llegarías a las 10. No vas a llegar a esa hora. Vas entrando a la Terminal. El camión aun no se detiene pero ya la gente está parada avanzando hacia la puerta. Pregúntate, ¿qué pinche prisa tienen? Estás seguro que la puerta no se abrirá antes, y que ahí no es válido bajarse así como tú te subiste hace rato, de palomita. Párate hasta que el autobús esté medio vacío. Ponte tu saquito gris estilo “profe”, agarra tu carpeta, saluda a la señora gorda que está del otro lado del pasillo y salte ya de ese maldito camión.
Avanza por el amplio pasillo. Nota cómo estás todo atarugado, sientes los ojos chiquitos y ahora piensa en la profunda güeva que estás sintiendo. Gózala, hazla tuya porque en cuanto llegues al metro no habrá tiempo para eso. Es más, desde antes, desde ahorita que tienes que atravesar esa explanada llena de vendedores, con cumbias a todo el volumen que da una chafísima grabadora china de una marca que nunca habías visto. Anda, aspira. Deja que te penetre el divino olor a cloaca, a charco que luego de meses despide aroma entre aceite, musgo, garnacha, miados y monedas de veinte centavos.
Cruza la calle y ahora métete a ese pasillo que forman los puestos de fayuca. Ahora pregúntate: ¿por qué huele a semen? Voltea a tu izquierda y mira esos grasientos tacos que se está empacando un gordito chaparro y moreno de cabellos necios. Observa las pilas y juguetes que imitan un Game Boy versión tenochca, las plumas y las ligas para el pelo, los walkmans y discmans y ipods de marcas irreconocibles. Déjate seducir por los tolditos de plástico rosa que hacen sombra en tu recorrido. Escucha esa música de punchis punchis. Vive como si ésta fuera la última vez de tu vida que recorres esos dos metros de pasillo. Sabes que no será así, pero no lo tienes que pensar.
Entra, por fin, al metro. Cruza el umbral que separa la “dimensión desconocida 1” para entrar a la “dimensión desconocida 2”. Anda, saca tu boleto del saquito gris estilo “profe”. Mete el boleto en la ranura y observa cómo la máquina no se lo quiere tragar. No puedes pasar. Intenta en la máquina de al lado. Ahora sí, ¿viste cómo se tragó tu boleto? Eso quiere decir que puedes darle la vuelta al torniquete. Empújalo con tu cadera, escucha el crujir de su mecanismo. Parece que te está diciendo “¡pásele a lo barrido, joven!”. ¿Ya viste cuánta gente? Te estoy diciendo que veas. Casi todos traen una mochila, un bolso de mano, o unas bolsas del supermercado. Imagínate que dentro llevan un suéter, dos tortas de jamón con queso y chiles jalapeños, o quizás la esperanza de obtener ese día un empleo, o el regalo que les dará a cambio un beso o un abrazo lleno de cariño. Mira tu propia mano, con esa carpeta negra. Tu llevas ahí la entereza de tus ilusiones. Date cuenta que aunque nadie te esté mirando, no estás solo.
Hazte para atrás, que ahí viene el metro y no te vaya a golpear cuando pase. Ya se detuvo. Ya se abrió la puerta. Trata de meterte. No empujes al viejito de adelante, es lento pero tiene derecho a tardarse lo que quiera. Tampoco seas tan tarugo, esa niña se te metió y no te diste cuenta. Suena una alarma, la puerta del vagón se está cerrando y tu aun tienes 150% de tu cuerpo afuera. Mejor sí empuja al pinche anciano lento, que al menos él si pueda entrar. ¿Vez? Ya se metió, se cerró la puerta y te está mirando feo. Pero le hiciste un favor. Te quedaste afuera. Otro tren en esta vida que se te está llendo.
¿Sentiste? Alguien te tocó el hombro. Voltea por favor y fíjate quien fue. No puedes creerlo, es tu amigo el Giovanni. Seguro que te pondrás a platicar con él y a mi me mandarás al diablo. Está bien, habla con él, yo después te seguiré construyendo. Solo te recuerdo que ya son las 10 y 10 y te falta mucho para llegar.

Frases de Primer Nivel

A veces ocurre que llegas a casa de un amigo, él te saluda con gusto, te invita a pasar, y nota en tu rostro una evidente angustia, una prisa que se implora con todos los músculos faciales. Este amigo te pregunta qué tienes y respondes que nada, que si te deja pasar al baño. Dice que claro, no hay problema, está allá, la segunda puerta de la izquierda. Te metes y te instalas en ese pequeño cuarto que ante la angustia y desesperación de un vientre a punto de estallar, sabe a salvación (auque después el aroma indique todo lo contrario).
También ocurre que en esos cuartitos -los baños-, te encuentres una o tres o cinco revistas de diversa índole. Es probable que una de ellas se llame Nivel I, revista que circula por Toluca y Metepec, y que está plagada de la más suculenta información digna de las mentes más subdesarrolladas. Puras fotos de “gente bonita”, con apellidos rimbombantes, fiestas en donde ésta gente que no conoces aparece con otras personas que quizás si conoces pero que no te importan. Sucede que mientras estás sentado en la taza del baño, dándole oportunidad a la momia de que se libere, abres la revista en cuestión y te encuentras con páginas enteras con la foto de un chico rubio, ojo claro y uniceja. En una de esas páginas viene escrito el nombre de Enrique Abascal. Supones que el chico rubio es ese que ahí dice. Te preguntas quién coños es, a qué se dedica y porqué esa revista lo pone en más de cuatro páginas, a cuerpo completo. Quizás es un inminente miembro de alguna organización no gubernamental, un periodista o actor destacado, el miembro de una banda de rock pop. Ya de perdida el fundador de la secta circuncisa, capítulo toluqueño. Como no atinas, te decides a leer las frases que complementan las fotografías. Así, entre comillas lees:

“Me encanta la moda; seguir las nuevas tendencias tomando en cuenta lo que mejor me queda.”

Piensas que esa frase es lo más inteligente que has leído desde que entraste en el baño. Pero este destello no te dice nada aun del insigne personaje. La siguiente página trae, junto con la foto del tal Abascal en un bonito traje de reconocida marca, ésta frase:

“Nunca establezco un patrón definido para vestirme; me gusta elegir día a día lo adecuado para la ocasión.”

Quieres saber a qué maldita ocasión se está refiriendo: ¿Cuándo reciba un premio Nobel? Empiezas a sospechar. Quizás se refiere a cuando sale a comprar la leche que le encargó su jefa.
Tanta lucidez no te amedrenta. Más bien te entretiene. Te entra el morbo pues, y estás decidido a saber quién es el tal Enriquito, y te clavas a filosofar en su siguiente idea:

“Los accesorios reflejan mi personalidad y mi modo de vida.”

Jmm, haces con la garganta, mirando un paraguas que trae el joven, intentando protegerse de una manguera que le está chorreando agua. Te preguntas ¿para qué? En la foto el cuate ya está empapado, con otra camisita de marca reconocida.

“¿Metrosexual? ¡Si, claro! me gusta cuidar mi imagen y me preocupo por mi bienestar”

Esa es la frase con la que decides terminar. Te dices a ti mismo que si el joven Abascal en verdad se preocupara de su imagen, jamás hubiera aparecido en esa revista. Total que jamás te enteras quién es el muchachito ese.
Ya casi terminas de hacer lo tuyo en ese infame cuarto de 1 x 1. Pero el morbo te hace abrir otro número de la misma publicación. Encuentras otro reportaje. Esta vez se trata de una chica que responde al nombre de Susana A. Salgado. Qué curioso, también ella es una brillante profeta de la intelectualidad de principios del siglo XXI. Junto con sus fotos aparece esta joya de la dialéctica moderna:

“Desde niña me gustó la ropa, en especial la ropa de mujer, así que sospecho que nací para esto, y aquí me tienes.”

Ahí dice que la chica es diseñadora, y que fue para eso para lo que nació. Aun así, no terminas de entender qué quiso decir con eso de que “le gusta la ropa, en especial la ropa de mujer”.
El baño y tu ya están hartos de tanta mierda. Intentaste descubrir la identidad de aquéllos seres humanos, pero no pudiste ver ni siquiera la máscara más cercana a sus verdaderos rostros. Son nadie jugando a ser alguien que no son ellos, sino el reflejo de lo que deberían ser, el reflejo de lo que el mundo quiere que ellos sean. Hojas y hojas de fino gramaje, selección de tintas de alta calidad, trabajo de fotografía impecable, son el instrumental que construye una linda fachada que no devela nada de lo que adentro existe.
Sales del baño y le dices a tu amigo que ha elegido el mejor lugar como morada de aquéllas revistas.

La casa de Carniado

“Pero mis más hermosos
momentos eran esos
que pasaba mirando mis canicas,
almos vidrios de ricas
tintas que dulcemente hacen sonar sus besos”
Enrique Carniado
Canicas

-El poeta toluqueño Enrique Carniado nació en 1895. Vivió en una vieja casa del centro de la ciudad de Toluca. Francamente no sé si habitó en ese lugar hasta su muerte. Pero de esa casa quiero escribir.-

Echando el rol por el DF, a Giovanni se le ocurrió así nomás decirme que un día se fue a meter a la casa del poeta Enrique Carniado. Supongo que la idea le vino después de mirar algún edificio viejo y de estilo colonial, como los que abundan en el centro de la capital. No entendí muy bien a qué venía su comentario, pero le pregunté que si estaba chida la casa, nomás para ver si así comprendía porque salió con eso.
Me contestó que sí, que estaba chida. Que él y otro cuate se metieron por una ventana, o por un agujero en el muro, o por alguna puerta a punto de venirse abajo. La casa estaba en ruinas. Me describió cómo la sala había sido invadida por plantas y musgos. De entre los sillones polvorientos se abrió paso el pasto y algunas florecillas pequeñas. Me imaginé unos colores blancos y amarillos decorando aquélla estancia. Todo lo dibujé oscuro en mi cabeza, hasta que Giovanni mencionó que el techo se vino abajo tiempo ha. Como cuando en la mañana le corren a uno la cortina cuando está dormido, y la luz penetra en el sueño sin pedir permiso, entró en mi imaginación un haz de luz que iluminó aquella sala. Una dorada presencia radiaba. Vi las partículas de polvo reflejarse, un sillón café, menos viejo que los muros, pero más que Giovanni y yo juntos. Un olor a tiempo que se quedó suspendido, a tierra. Un aliento de murmullo.
El Gómez-Tagle (así se apellida mi amigo Giovanni) describió cómo un muro estaba tapizado por decenas de miles de cigarrillos. Otro muro más tenía mosaicos, y sobre ellos había poemas escritos. Poemas del mismo Carniado. Poemas que quizás sólo él conoció. Poemas que acaso. Acaso aquélla casa, llena de libros viejos esparcidos por el suelo. Acaso unos dibujos sobre una mesa, unos que Giovanni decidió tomar y conservarlos. Según él luego me los va a mostrar.
Giovanni volvió muchas veces a esa casa. Él y su amigo. Iban a fumar, hablar de cine o de libros, a sentarse en la sala y mirar el cielo, a asomarse al fondo de una fuente que yacía solita en el patio.
Así como las plantas se instalaron en la casa del poeta Carniado, imaginé que también algunas aves, bichitos de todos los tipos, ratas y lombrices decidieron quedarse en ese sitio olvidado. La vida se aprovechó del desdén del hombre para poder estar tranquila.
-¿Dónde está la casa esa?- pregunté
-Estaba, carnal.- me respondió - ¿Vez donde está el restaurante ese que se llama Los Jarochos? Pues ahí enfrente estaba.
-¿Qué no hay ahí un estacionamiento todo espantoso?
-¡Si, un pinche estacionamiento!- exclamó Giovanni, con enorme pesar en el tono de voz.
-¡No manches!-dije, ¿Cómo es posible? ¿Porqué a nadie se le ocurrió rehabilitarla?
-Pues a mi se me ocurrió, pero fue imposible.

Giovanni me explicó que desarrolló un proyecto para poder usar ese predio, rehabilitarlo como un jardín cultural, aprovechando el hueco de luz que entraba por donde antes había techo. Pero que no fue posible. Las autoridades del ayuntamiento de Toluca creyeron que un estacionamiento era lo más adecuado. No mucho después de que mi amigo intentara llevar a cabo su idea, la casa de Carniado dejó de ser. La historia me conmovió. ¿Cuánta historia y cuánta vida se ha dejado morir en esta ciudad?
Comprendí que aquélla historia le vino a la cabeza a Giovanni mientras observábamos la grandeza del Centro Histórico del DF, esa ciudad que está tan lejos de ser tirada al olvido. Él, cómo tantos tolucos más, ha sido testigo de la grandeza de una ciudad de Toluca, dilapidada por políticos ciegos. Busqué la casa de Carniado y sólo vi uno de los muros. El resto es ahora una plancha de concreto llena de coches. Busqué en varias librerías algún libro de Carniado. No encontré nada. Sólo estacionamientos. Busque incluso en Internet y entre varios sitios, me encontré una bibliografía en el sitio oficial del gobierno del estado de México, tan breve que hasta me dio la impresión de que incluso en esos espacios economizan lo más posible a través de las palabras.

domingo, julio 01, 2007

Somewhere in Texas...

UNO

1
Calzones, playeras, jeans, tres libros, cuaderno de apuntes, cepillo de dientes, pasaporte, visa, reproductor mp3 y unas bocinitas pequeñas de 143 pesotes compradas en wal-mart. Eso me cupo en la mochila, más una bolsa de gomitas compradas en el mercado. Equipaje más que justo y necesario para visitar a mi abuela, quien vive en Dallas desde hace 25 años.

2
El bombero Montag se sube conmigo al avión. Voy leyendo la frenética novela de Bradbury en la cual los bomberos no apagan incendios, sino que los provocan. No quiero comer nada, pues estoy muy atento a las lisonjas entre Beatty y el bombero Montag. Tanto quemar libros me provoca sed y pido jugo de naranja. Los personajes de la novela se aprenden frases que leyeron alguna vez en un libro. Yo no reconozco ninguna. Soy un ignorante. Bueno, no tanto; sí reconozco una discusión acerca de una guerra entre enanos, provocada por la falta de consenso acerca de si los huevos se deben romper por lo ancho o por lo alto.

3
Fila para pasar la aduana. Le hago la platica a un muchacho. Es maestro de inglés y de piano, estudió en Dallas y ahora va de visita. Viste como gringo (bermudas, tenis, playera), pero tiene cara de mexicano. ¿Yo estoy vestido como mexicano? Creo que no. Se llama Abraham, oriundo de Veracruz. Me pasa una estadística de lo más interesante: Dallas es la ciudad con las chicas más lindas de todo el gabacho. Le pregunto que si es en serio y me dice que sí, que lo leyó en una revista cuyo nombre olvidó.
El agente de aduanas me pregunta el motivo de mi visita. –Vengo a ver a mi abuela- le digo. Me pregunta por el tiempo que tengo pensado quedarme en su país. –Me regreso el próximo domingo-, vuelvo a contestar, displicente. Se escucha un trueno. El agente se asusta y luego se ríe. ¡Vaya clima! Me sella el pasaporte. El sellito dice que puedo permanecer en Estados Unidos hasta noviembre.

4
Me voy directo a la salida. Un sujeto vestido de policía me detiene y me pregunta que porqué no traigo maleta. Le enseño mi mochilita, -¿que no ve que traigo esta? Pone cara de extrañado y me dice que me vaya. Por no seguir los letreros voy a dar a una fila inmensa de gente. Luego de un rato me doy cuenta que ellos están esperando a que los metan en un avión. Por fin salgo. Mi primo Adrián, al verme, se levanta de su silla como si tuviese un resorte en la cola.

5
Salimos. Llueve copiosamente. Anduvimos poco más de una hora entrando y saliendo de “freeways”. Le pregunto a mi primo que si ya se perdió. Dice que no, pero es que la casa está bien lejos.
En la casa me recibe mi abuela con un abrazo, un caldo de pollo y cinco taquitos dorados. Este año es su 25 aniversario de haber llegado a aquél país. Me enseña la foto de un presidente gringo a la vez que dice: -Este señor era presidente cuando yo llegué, ¿Cómo se llama?- Yo le digo: Ronald Reagan.

6
Escapada nocturna con mi primo Adrián. Primero fuimos a una librería INMENSA. No lo pude resistir, así que salí del establecimiento con 7 u 8 libros, y sólo gasté 14 dólares. ¿En qué otra parte del mundo puede uno comprar libros de Faulkner, Solhenitsyn, Lewis, Twain, John Stuart Mill, Hobbes, etc. etc., por solo 14 dólares? ¡Yo lo sé: en esa maldita librería!
La segunda parada fue en una tienda de discos. ¿Cómo es que estos lugares están abiertos hasta tan tarde? No compré nada. A diferencia de la librería, todo estaba muy caro.
Cerca del centro, nos estacionamos en una calle solitaria y oscura. Caminamos hacia la avenida Greenville y nos metimos a un bar. Además de mis tres budweiser, comencé a observar si la aseveración de Abraham, el chico del aeropuerto, era correcta. Si, las chicas eran lindas.

7
Mi primo Adrián, a pesar de ser él mismo un norteamericano, no para de decir que “todos los gringos son unos pendejos”. Yo no estoy del todo de acuerdo con él y se arma el debate. Él dice que todos son unos descerebrados, que los policías no son otra cosa más que mercenarios, que la gente sólo piensa en dinero, que son pretenciosos hasta en su forma de comer. Yo le digo que también hay gente bien educada, sensible, que conoce la realidad de otros países y por ende, de otros mundos. Él no está de acuerdo conmigo. Comienzo a calentarme y él también. Tres rubias pasan por nuestra mesa, nos distraen y de pronto nos pusimos bien de buenas. Se acabó la discusión.

8
Después de entrar y salir de aquéllos bares, nos detenemos ante un carrito de hot dogs que está a la entrada de un estacionamiento. Nos atiende un muchacho pelón, con barbita de candado. Le pregunto qué es lo más rico que tiene y me dice que una hamburguesa barbecue. Quiero una, con papitas. Pagamos. Rato después llega un cuate, güero, de pelo largo. Le dice algo al oído a aquél pelón. Alcanzo a escuchar “…that mexican green shit?” El pelón nos dice que ahorita viene, y se va con el gringo a un rincón del estacionamiento, y se pierden entre las sombras. Mi primo y yo nos volteamos a ver, terminamos nuestras hamburguesas y nos vamos. No nos despedimos del pelón.

DOS


1
Me despierta el zumbido del viento. Me levanto y me acerco a la ventana. Afuera llueve torrencialmente y los árboles se sacuden con violencia. Mi abuela vive en una zona rodeada de bosque. Me fascina. Todos están dormidos (mi abuela, mi primo y una tía). Abro el libro de Bradbury y continúo con las fatídicas aventuras del bombero Montag. Las gotas de agua que golpetean el cristal.

2
Desde el carro alcanzo a ver decenas de anuncios en español: estaciones de radio, tacos, tamales, refrescos. Escuchamos 94.1, estación que sólo pone música ranchera, y que transmite desde el corazón de Dallas. Por primera vez en toda mi vida, estoy en otro país pero sin sentirlo realmente.

3
Prima Diana. Llegamos a visitarla. Ella trabaja para una compañía que administra 11 restaurantes McDonald’s. Esta ocupada, así que mi abuela y yo la esperamos en el restaurante que se encuentra justo al lado del edificio donde mi prima labora. Al entrar, mi abuela le pregunta a una empleada, a quemarropa y en español, por una tal Martha. La chica nos responde que “está de vacaciones”. Mi abuela lleva 25 años en Estados Unidos y JAMÁS habló, ni hablará una palabra en inglés. Rato después nos alcanza mi prima Diana. Como ella es ahí de las “meras meras”, se acerca a las cajas registradoras. Regresa con unos nuggets de pollo, papitas, botellas de agua, y un vaso para que mi abuela se sirva su coca. Expreso mi sorpresa ante la inmensa cantidad de paisanos que veo por todas partes, recalcando el hecho de que durante mi última visita, 6 años atrás, no sentí tanta presencia mexicana.
-¡Uy no!- dice mi abuela, -Estamos rodeados de puro pinche indio, ¡están por todas partes! Dos sujetos de la mesa de al lado, con cara de mexicanos, nos voltean a ver con ojos de desprecio. Me siento avergonzado.

4
Casa de la tía Sarah. Ella se convirtió al islamismo hace cuatro años. Me siento curioso por saber cómo fue su conversión, así que le hago montones de preguntas. Ni su catolicismo de origen, ni la influencia del protestantismo gringo la llenaron jamás. –En la mezquita, rezando los versos del Corán, me siento mucho más viva-, dice con un entusiasmo notable. Me habla acerca del enorme prejuicio que hay en la sociedad norteamericana en contra del mundo árabe, los musulmanes y su forma de vivir, etc. -¡Creen que todos somos unos mugrosos terroristas!- dice. A pesar de eso, mucha gente se acerca día con día a los Imanes, a las mezquitas. Eso me cuenta mi tía. Me da varios libros acerca de cómo vive una mujer musulmana en Arabia Saudita. En su mesita de centro, en la sala, tenía un hermosísimo volumen llamado “La Fe de África”. Lo hojeo, me enamoro de él, pero ese no me lo regala mi tía.

5
Vamos en el freeway. El plan es ir a jugar boliche y luego a cenar. Prima Diana al volante, yo de copiloto, mi abuela y la tía Sarah atrás. Llueve terriblemente. Mi abuela dice que le da mucho miedo ver el cielo tan oscuro. Vamos en el carril de alta, justo al lado del muro de contención. De un momento a otro, una pick up se estrella contra el muro, justo frente a nuestro coche. Vimos como da unas 4 o 5 vueltas. Mi prima no podía frenar de golpe, ni esquivar; el freeway iba repleto de carros. Cuando la pick up finalmente pierde velocidad, mi prima pisa el freno a fondo, nuestro carro se patina y damos de lleno contra la pick up. Todo es muy aparatoso. Estamos bien los cuatro. Me bajo para hacer una primera evaluación de los daños. El sujeto de la pick up no se baja. Voy a ver si está bien, y me encuentro con un negrito súper espantado. Se llama Jamal. Milagrosamente, se encuentra ileso.
Un chavo se detiene a ver si estamos bien, y se va de inmediato. Comienzo a escuchar sirenas. Llega una ambulancia. Mi abuela le dice a un paramédico que le duelen las espinillas. El paramédico revisa los golpes y le dice que no se preocupe, que sólo le iban a salir moretones y ya. Luego, eso mismo lo repite como 40 veces, a todos los que ahí estamos.
Nuevo sonido de sirenas precedió la llegada de un camión de bomberos. Se bajan dos gringos ataviados con sus chamarras anti-incendios, casco, guantes. -Cómo son rolleros estos gringos- pienso. La cosa no termina ahí. Llega un segundo camión de bomberos, como con otros cuatro elementos. Cada uno de ellos nos pregunta a cada uno de nosotros exactamente lo mismo: ¿Están todos bien? ¿Cómo ha sido el accidente? ¿Han llamado ya a las aseguradoras?
Se arma un tráfico estupendo. Mi prima Diana llame y llame al 911 y la policía que no aparece. Los bomberos comienzan a hacer presión: -Mire señorita,- le dicen a mi prima, -será mejor que usted y el otro señor intercambien datos y se vayan, el tráfico está totalmente detenido, y tenemos que atender otros 4 accidentes.
Nuestro carro aun camina, así que nos vamos. El pobre Jamal tiene que esperar a que una grúa lo recoja.

6
“Me hubiesen matado –pensó Montag, balanceándose. El aire aún se estremecía y el polvo se arremolinaba a su alrededor. Se tocó la mejilla magullada-. Sin ningún motivo en absoluto, me hubiesen matado.”


TRES


1
-Solo viendo esto puede uno entender la obsesión de los gringos por el petróleo- le comento a mi tía Bety, mientras rodamos por el freeway. –Es que sí mijo- me responde- ¡si no tienes coche aquí no puedes hacer nada! Para ir al supermercado te toma unos 20 minutos. Para rentar una película, una media hora. El centro comercial, los cines, el banco, quizá 40 o 50 minutos. El metro sólo existe en lo que se conoce como downtown Dallas, es decir, el mero centro. El resto de la zona denominada como Metroplex se une a través de freeways. El Metroplex es la unión de varios pueblecillos y ciudades que forman una masa urbana que se desperdiga dentro de un radio de cientos de kilómetros a la redonda. En la zona residencial donde habitan mis parientes, no pasan autobuses. Por eso, la gasolina es más preciada que el agua. Hay montones de compañías que compiten por el mercado de ese energético. Y para tenerlo se requiere petróleo. Y para tener petróleo se necesita recurrir a esfuerzos inmensos que sean redituables y le permitan a los gringos viajar maratones enteros para comprar una cerveza. Y para eso invaden Irak.

2
Desayuno en un restaurante que se llama IHOP (International House of Pancakes). El nombre me provoca risa. Ahí nos esperan mi prima Diana y su esposo Roberto. Nos acomodan en una mesa del fondo. Una negrita de peinado exótico (cabello naranja, rapado de atrás, chongo por arriba, y un costado más largo que el otro) nos toma la orden.

3
Mi tía dice estar harta de los “nacos”. Le pregunto que si con “naco” se refiere a los inmigrantes, a lo que responde que sí. Le recuerdo que ella nació y vivió 30 años de su vida en México. –Sí mijito- se defiende- pero yo he trabajado bien duro para tener lo que ahora tengo. -¿Y los “nacos” no?- le pregunto, un tanto retador. Ella dice que en fin, está de acuerdo con que a todos los inmigrantes los echen. Roberto, el esposo de mi prima, interrumpe; él no está de acuerdo. –Si echan a todos los inmigrantes, el 90% de la gente de la que dependo se tendría que ir. Mi tía le argumenta que esa gente no paga impuestos. Roberto le responde que ciertamente, impuesto sobre la renta no pagan, pero que en tax on sales (impuestos al consumo), entra a los Estados Unidos un montón de dinero, que beneficia a los comerciantes, al gobierno, a la economía en general. El debate sobre la mesa está totalmente dividido, y sobre todo, se llena de clichés, frases dichas y repetidas hasta el cansancio. Yo doy mi opinión, alegando que el debate es una pérdida de tiempo, que los gringos nos necesitan tanto como nosotros a ellos, que cerrar la frontera es una estupidez y que el debate no se debe manejar en términos racistas, llamándoles “nacos” a los inmigrantes, que ni siquiera lo son.
La negrita interrumpe para poner frente a nosotros lo que cada uno ordenó. Recorro con la mirada el salón donde nos encontramos, y reparo en un señor con claros rasgos físicos de un latino, con el antebrazo recargado en la punta del palo de una escoba, que nos observa debajo de su gorra de color naranja. El restaurante huele a café, miel de maple y huevos con tocino, y yo me siento profundamente apenado y creo saber por qué.

4
En el centro de Dallas recién inauguraron un museo de historia de la ciudad. Decidimos pagar la entrada y ver la exposición. Con eso de que no entiende inglés, mi abuela se aburrió muy rápido y se fue al vestíbulo a esperarnos a mi tía Bety y a mí.
Busqué por todos lados de dónde venía el nombre de Dallas. Sucede que lo adoptaron en honor a un tipo que se llamó Alexander Dallas. Busqué por todos lados quién demonios fue ese tipo, y sobre todo, qué hizo para que la ciudad llevara su apellido, pero simplemente no lo encontré. ¿Cómo es que te presumen a un héroe de quien no te permiten seguir su rastro? Así ocurre entonces con los íconos nacionales, parece que ahí estuvieron siempre. Los héroes son un dogma de fe. Y los nombres de nuestras ciudades también. Incluso nuestros propios nombres son dogmas de fe. No te preguntes de donde viene todo, porque a nadie le interesa. Nadie te dará la respuesta.
Pero eso sí, había una muy buena reseña de Ericka Badu, la cantante de color oriunda de la ciudad, así como de Stevie Ray Vaughan, e incluso de Ray Charles, quien no era tejano pero en Dallas vivió mucho tiempo. No podía faltar la mítica figura de Chuck Norris, y claro, no se permitirán jamás olvidar que en ese lugar asesinaron a Kennedy.

5
Por la noche miro en la televisión una película con mi primo Adrián. Se llama “THX-1138”, y fue realizada por George Lucas en 1970. El nombre de la película es el nombre del personaje principal, quien vive en un planeta tierra donde a la gente se le nombra conforme un número de serie. En esa realidad-ficción, todos deben consumir una droga que inhibe cualquier alteración del estado de ánimo: nadie sufre, ni llora, ni se pone triste o feliz. Todos visten de blanco. Todos están pelones. Yo como espectador estoy consciente de ese mundo autoritario en el que viven. No existe la libertad, y son sistemáticamente controlados. Incluso aparece un rostro al estilo “Gran Hermano” de George Orwell, que se incrusta en las pantallas de los televisores.
Me pregunto si no estaré yo en una película, y que algún espectador me está mirando y se da cuenta del jodido mundo en el que vivo, pero que yo, protagonista, soy incapaz de notar. ¿Mi nombre no será también una especie de número de serie?

5
El avión que me devuelve a México va lleno de turistas norteamericanos. Hablo con algunos, pongo atención a lo que otros por allá están diciendo. Todos van a Cancún. Todos. En varias ocasiones les oigo recomendarse los unos a los otros: -Cuidado con las botellas de agua, tienes que asegurarte que estén perfectamente cerradas. Dicho esto con tono de “esto no es broma”, como si el éxito del viaje dependiera en no beber agua más que de botellitas cerradas. Seguramente no saben ni sabrán qué quiere decir “Cancún”. Ni lo preguntarán. Ni les importa.

Huecos en la nada

A veces nos entristece escuchar música sin palabras,
pero es mucho más triste escuchar música sin música

Mark Twain


Hace ya como un mes que rompí mis lentes. No soy lo suficientemente organizado como para resolver el asunto de inmediato, sobre todo cuando se trata de unos simples lentes que en realidad necesito poco. Pero bueno, hace algunas mañanas pasé severas complicaciones para leer un mugroso libro que tenía la letra muy pequeña. Recordé mis lentes rotos. Decidí que esa misma tarde los iría a reponer.
Me apersoné en una óptica que se encuentra en los portales, en una esquina donde también se encuentra un puesto de periódicos. Me atendió una señorita muy amable, quien me hizo un examen de la vista y, tras determinar la graduación que mis ojos requerían, me invitó a escoger un modelo de armazón. Lo escogí y me dijo que volviera dentro de una hora.
Afuera de la óptica, sobre el portal, y dándole la espalda a la Avenida Miguel Hidalgo, había un grupo de jóvenes. 3 chicas y 4 chicos. Una de ellas cargaba un violín, y uno de ellos cargaba una guitarra. Hacían un semicírculo, como los que se hacen cuando se va a tomar una foto. El de la guitarra comenzó a rasgar y a cantar tremendamente desentonado. Sus compañeros lo siguieron. También el violín. Cada uno en un tono y ritmos distintos, de tal forma que al juntar todas las voces, aquél coro sonaba como un rezo, como un padrecito pero multiplicado por siete. Nunca entendí qué rol desempeñaba el violín, pues ni siquiera se escuchaba.
No soporté el ruido y me fui una tienda de discos que está a unos cuántos locales de la óptica. Esto con el fin de hacer tiempo para que al rato me entregaran mis lentes. Me puse a mirar discos. Así, literalmente, mirarlos. Frente al anaquel, hacía bajar las portadas de adelante para poder ver las de atrás. Toda una hilera de discos. Al terminarla, seguí con la de al lado. Y luego con la de al lado. Así me estuve unos 40 minutos. Todo ese tiempo, las voces del coro de jóvenes se colaban de repente en la tienda. Cuando acabé de mirar todos los cd’s, me agobió una sensación de vergüenza tremenda: en el lapso de 40 minutos fui a una tienda donde venden discos, a mirar discos. No escuché ni uno solo. Ni una canción. Lo único que escuché era la música, muy mal ejectuada, pero música al final de cuentas, que venía de afuera.
Entendí que la música no estaba en ninguno de esos discos. Aunque me hubiese comprado uno, o aunque le pidiera a un empleado que me lo dejara escuchar ahí mismo; era música grabada. Al decir grabada, quiero decir repetible. No tiene un lugar específico en el tiempo y en el espacio, porque en cualquier momento y en cualquier lugar podría reproducir con fidelidad la misma canción, la misma sonata o standard de jazz. De hecho no tengo porqué comprarla. Varias veces he ido a la tienda de discos, apunto en un papel los que me llaman la atención y luego llego a casa y los descargo desde la Internet. Existe pues, todo un arsenal de discos de plástico y platino metidos en cajitas, decorados con folletines impresos en papel couché; existe un universo de mega bites que se convierten en ondas sonoras que suenan a algo perfectamente identificable.
Pero música, como tal, venía sólo de afuera, de las malas entonaciones de aquéllos siete jóvenes. Es ahí donde vive el espíritu de la música, en ese momento único e irrepetible donde un individuo construye huecos en la nada, un sonido que jamás volverá a ser el mismo; se inventa una onda que se abre paso en el aire para rebotar en cualquier tímpano que vibra. Y con esa vibración empuja esa misma onda hacia el interior de uno. Ahí, nuestros órganos y vísceras se vuelven otra clase de tímpanos que también vibran, se mueven, al grado que en ocasiones, dependiendo de la intención de la onda, la sangre se calienta, se enfría, corre más aprisa, nos pone la piel de gallina, nos hace llorar. Todo eso ocurre una sola vez en nuestra historia, y aunque se repitan momentos similares, éstos jamás son los mismos.
Decidí salir de la tienda, dejar de mirar portaditas para presenciar ese momento históricamente desafinado. Fue entonces que miré el rostro de las chicas, que no era el mismo cuando cantaban que cuando guardaban silencio esperando el siguiente compás. Vi la mano del chico de la guitarra, su movimiento, su fuerza que empuja al viento y golpea las cuerdas y genera ondas que a su vez… etcétera.

martes, junio 26, 2007

Mournful

(Si quieres conocer la versión de David de la misma historia, visita: http://escenasdeunrecuerdo.blogspot.com/)

1
Lo cotidiano de unos días donde hasta el aire falta. No me resisto a la idea de que no estás. No comprendo la taciturna saciedad de los que van por el mundo sin desear nada. No concibo la noche como mortaja. Me duele tu vientre lejano.

2
El bar está vacío a excepción de la silla que ocupo. David llega con retraso pero poco me importa. Un abrazo y luego a encender el puro. Comienza la charla y algo sabe extraño. Será la música. Hablamos con el mesero, -Mira carnal, no hay más clientes que nosotros, y el disco que pusiste es una porquería. Permutamos a Reyli por Guns n’ Roses y la discusión adoptó ciertos tintes de otras épocas.

3
La primera ronda de cerveza se escurre al hablar del hijo de David; de trámites para graduarse, temas de tesis, de textos que uno escupe al mundo sin la menor voluntad de generar nada. Él me narra cómo fue el momento del alumbramiento; él con su emoción y su cámara y su hermana a través del celular siendo testigo del suceso. Comparto su emoción pero no sé de qué me habla. Ya cuando yo sea padre.

4
La segunda ronda se ambienta con cualquier tipo de música. Lo que sea menos Reyli. Hablamos de tantas cosas que no consigo recordar ninguna. Yo me aferré a las aceitunas con queso con la misma devoción con la que David apiñó su regocijo alrededor de su puro. Hasta ese momento distinguimos que ya había varias mesas ocupadas. No estamos solos. Varios mundos nos rodean.

5
Un chico me toca el hombro y me paro y le miro el rostro. Reconozco en él a un no tan viejo estudiante. Me pongo de pie y después del riguroso abrazo me percato que estoy demasiado mareado. David se pierde en una nube de cigarro y lontananza. Yo discurro sobre la vida y sus misterios con aquél alumno que en realidad sólo quería saludarme.

6
La siguiente ronda fue mortal. Según las cuentas de David, cada uno llevaba en el cuerpo tres litros de cerveza. Tres litros que pesan, que se resguardan en algún lugar. Yo no hice las cuentas pero David es economista y supongo que su palabra es verdad. Lo más extraño es que después de tres litros sólo oriné dos veces.

7
Aun así continuamos. El rock progresivo inundó la mesa y cada quien lanzaba nombres de guitarristas y tecladistas. Le dije que no era posible que no haya escuchado antes The Jelly Jam, y me hizo callar cuando mencionó a Derek Sherinian. El disco de Labrie es una porquería. ¿Pero qué tal Liquid Tension con Tony Levin al bajo? Comenzamos a reírnos como locos. Nos fueron a correr cortésmente, pero David se defendió pidiendo una última cerveza.

8
Dando tumbos llegamos a mi carro. Quizás fue en un minuto o en cuarenta y cinco, pero por fin apareció al carro de David. Me prestó unos discos, se subió a su auto y se esfumó.

9
Voy de regreso a casa y me falta el aire. No me resisto a la idea de que no estás. Presumo que quien nada desea será porque jamás te ha visto. Entro a mi guarida sin mirar la hora. No hay mensajes tuyos y me siento desahuciado. El aire se compacta más, me sofoca. Dejo que la luna me roce la cara y me hundo en mis sábanas frías. No concibo la noche como mortaja. Me duele tu vientre lejano.

miércoles, mayo 30, 2007

CIUDADES HERMANAS

Ciudades Hermanas

Parte I: Welcome to Toluca!

Ciudades Hermanas es un programa de intercambio cultural que se establece entre dos ciudades de diferentes países. La ciudad de Toluca cuenta, entre otras, con una hermandad con la ciudad de Fort Worth, Texas. Cada año, un grupo de estudiantes de ambas ciudades se reúnen para conocerse, interactuar, y a grandes rasgos, mostrar lo que la cultura a la que cada uno pertenece puede ofrecer. Este año, Toluca fue la anfitriona. El relato a continuación es testimonio de aquéllos días.

Sábado. Día que marcó en el calendario la llegada de los gringos a la ciudad. 7 de la noche, estación “Caminante”. El grupo de norteamericanos llegó a Toluca procedentes del aeropuerto del DF. Unas catorce familias, entre ellas el narrador, esperaron en la estación la llegada de la delegación texana. Se produjo el encuentro. Unas catorce sonrisas salieron del autobús para encontrarse con sonrisas afuera del autobús. Nerviosismo. Saludos en inglés, Welcome to Toluca! Rostros de sorpresa. Los estudiantes se miraron tímidos. Todos querían decir algo pero de sus bocas salieron pocas palabras. Las familias, diligentes, se adueñaron del equipaje de sus ahora huéspedes. Fue el primer contacto de un encuentro entre dos culturas que a diario se rozan pero no se miran.

Cada quien se llevó a su gringo a cenar, para más tarde volver a reunirse todos en los cines. Ese fue el plan. Los 14 estudiantes anfitriones escogieron una película mexicana que mostrarle a sus invitados: “Niñas mal” (Por supuesto, en español). Entre invitados y anfitriones, más los padres de familia, amigos y profesores colados, una muchedumbre de entre 40 y 50 personas se apoderó de casi dos filas de una amplia sala. Se llenó rápido el recinto. Empezó la cinta, y con ella, las traducciones simultáneas. ‘Pendejo’ means ‘asshole’ escuchó el narrador detrás de él. Cuchicheo constante entre anfitriones e invitados. Se fue la luz. La rechifla y el griterio. La gente sacó sus celulares para jugar con la luz de las pantallitas. Le preguntaron al narrador: Is this normal? Y él contestó algo ambiguo, como diciendo Sí, pero no debería. Minutos después regresó la energía eléctrica, y con ella la actriz Martha Higareda en pantalla. El júbilo del espectador se manifestó con un aplauso. Como la luz es más rápida que el sonido, el audio no se hizo presente. Volvieron los silbidos. Estos mutaron en insultos. Luego vino lo más predecible de ésta crónica: la palabra ¡Cácaro! escupida con pasión, y a juicio del narrador, con cierto dejo de odio. El operador de la sala detuvo la cinta. Un señor de la parte de atrás se puso de pie, bajó por el pasillo hasta la mitad, y dirigió unas palabras a la concurrencia: ¡Ésta película vale madres! y se salió. El público aplaudió. Los 14 gringos preguntaron a sus anfitriones: What did he said? Hubo 14 traducciones distintas. Los norteamericanos miraron a su alrededor con una mezcla de estupor y divertimiento. En lugar de ese asombro extremo, los mexicanos miramos más bien con vergüenza, pero igual de divertidos. Alguien volvió a decir: Welcome to Toluca!
Se apagaron las luces. La pantalla brilló y los ánimos se apaciguaron. Arrancó desde cero la película. El bote de palomitas ya iba a la mitad y ni siquiera habían pasado 8 minutos de cinta. La luz se fue, otra vez. Una mujer muy fina gritó desde el fondo de la sala: ¡Hijos de su re chingada madre! Aplausos. No fue necesaria la traducción. El narrador no se estaba divirtiendo. This is not normal at all!
Un hombrecillo se paró con gallardía frente a la concurrencia. Vestía el uniforme de la compañía de cines: gorra (el narrador olvidó el color), camisa con logotipo (mismo caso) y pantalón azul. Ofrecemos una disculpa, pero se fue la luz en todo el centro comercial. Este problema no es de nosotros… El público no lo dejó continuar. Si los insultos hiriesen como piedras, el hombrecillo pudo haber muerto lapidado. Con frustración, se dirigió a la salida de la sala, y casi a punto de salir, alzó su mano derecha con el puño cerrado, el cuál desplazó con violencia por detrás de su cabeza. Nos mentó la madre, pues. Otra explosión de gritos. Los invitados norteamericanos estaban genuinamente encantados. Reanudó la película. Guardamos silencio. Los gringos ya no quisieron traducción simultánea. Básicamente, comprendieron que la película trataba acerca de los senos de Martha Higareda.

Parte II: Salió bien, ¿no?

En la parte I, se dio cuenta del día en que la delegación de estudiantes de Fort Worth, Texas, llegó a Toluca, y los extraños acontecimientos que presenciaron esa noche. En la parte II, se hace una crónica de la ceremonia “oficial” de bienvenida por parte de la alcaldía de la ciudad de Toluca, en el marco del programa “Ciudades Hermanas”.

El narrador llegó el lunes por la tarde a la alcaldía de Toluca. Tarde. Por fortuna, la ceremonia de bienvenida para la delegación de estudiantes de Fort Worth, Texas, no había comenzado aun. Casi todo estaba en su lugar. El recinto era un bonito salón de la planta alta, en la esquina del edificio, con una bella vista a la plaza cívica de Toluca. El gobierno de la ciudad se alistó para recibir formalmente a los invitados. Una voz masculina invitó al público asistente a tomar sus lugares. Los gringos ocuparon las primeras filas del lado izquierdo. Al centro había un pasillo. En las filas del lado derecho se sentaron ciertos invitados que el narrador desconoció y aun hoy sigue desconociendo. Él se sentó entre ellos. El resto de los lugares fueron ocupados por las familias anfitrionas de los norteamericanos.
Frente a la audiencia, la Mesa de Honor. La mesa, como tal, no era muy grande, pero sí lo fue el número de convocados a la misma. Donde normalmente podrían caber cómodamente cinco personas, ubicaron a unas catorce. Lucían apretados. El alcalde de Toluca debió ser el personaje más importante de la mesa. Sin embargo, como no pudo ir, mandó en su representación a una funcionaria, quien tampoco pudo ir. Así que la funcionaria mandó en su lugar a otro personaje para que la representase. A la mesa también se sentaron profesores, regidores, fulanos y fulanas cuyos nombres y puestos se le escapan al narrador de la memoria, a pesar de que todos fueron debidamente presentados por un maestro de ceremonia. La verdad es que eran demasiados nombres como para que uno los ande recordando.
El maestro de ceremonia cantó el inicio de la misma desde un podium. La audiencia escuchó con atención. Al fondo de la sala, una voz femenina interrumpió al presentador para traducirlo al inglés. Se invitó al Licenciado tal, -quien en representación de la Licenciada talporcual, quien a su vez debería estar representando al alcalde de la ciudad- a que dirigiera un mensaje a los presentes.
El Licenciado –por cierto, chaparro y morenito, pero bien trajeado- se desenchufó de la apretada Mesa de Honor y caminó con gallardía hacia el podium. Comenzó su discurso con una inmensa letanía, en la cual repitió uno por uno todos los nombres de los miembros de la Mesa de Honor. Luego de rendir tributo al ridículo protocolo, dijo, palabras más, palabras menos, lo siguiente: Es para mí un gran honor dar la bienvenida a esta delegación de estudiantes. Toluca los recibe con los brazos abiertos, con la mejor disposición de estrechar los lazos de hermandad entre nuestros pueblos, para enriquecer nuestras experiencias mutuas, aprender los unos de los otros, para beneficio de nuestra comunidad. Del fondo de la sala, la voz femenina tradujo: We welcome you to Toluca. Nada más. ¡Nada más! Se sobrevino una epidemia entre la mayoría de los asistentes que a continuación trataré de explicar: Fue un ejercicio difícil, y el narrador lo sabe porque también a él le ocurrió. Fue uno de esos momentos en los que una fuerza que se genera en el estómago sube a la vez por el esófago y la tráquea, llena de aire los pulmones, provoca un cosquilleo terrible en la caja toráxica que a su vez produce un estremecimiento irremediable de las extremidades, contrae los músculos de la cara, abre las gargantas y después las bocas para expulsar una radiación sonora, estruendosa; el cuerpo se precipita hacia adelante expulsando toda esa fuerza, el rostro se colorea de rojo, y sobreviene un ataque de espasmos, brinquitos y pugidos, el cual recibe varios nombres, como risa, carcajada, etc. Algunos de los presentes omitieron el detalle de abrir las bocas, así que la fuerza, al ser expulsada, generó un sonido parecido a un sonoro ronquido. El Licenciado guardó silencio y se puso todo rojo. Coraje o vergüenza. Prosiguió su discurso con una anécdota que involucraba al presidente George Washington, de cuando éste tuvo un encuentro con un batallón después de la guerra de independencia, y una charla con un capitán, etc. La voz al fondo de la sala tradujo: I admire president George Washington. ¿Quién contrató a esa traductora tan incompetente? Por supuesto que la epidemia de risa se generalizó, incluso entre los invitados norteamericanos.
El chaparrito cortó su discurso y se fue a apretujar otra vez a la Mesa de Honor. Otro sujeto, igual trajeado y con bigototes, pasó al podium para hablar. Increíblemente, volvió a repetir los nombres de todos los miembros de la Mesa. Su mensaje fue olvidable. Le siguieron unos tres o cuatro discursos por parte de la delegación de gringos. Todos breves, en español precario, pero se les agradeció el gesto de hablar en nuestro idioma.
Después, una voz al fondo de la sala informó a los presentes que a continuación se vería una “presentación digital” del gobierno del estado de México. En ese momento, un individuo se aproximó a una mesa situada entre los invitados de honor y la audiencia. Colocó una computadora portátil y la prendió. La conectó a un cañón proyector. Metió una memoria USB. Todos fueron testigos de cómo buscó por varios minutos un archivo. Lo abrió. Se desplegó un programa. Le dio clic al botón de “play”. Se hizo de un micrófono y lo pegó a la bocina de la computadora. Después de casi diez minutos de minuciosa operación -en la que los presentes no tuvieron de otra más que observar lo que el individuo hacía-, se pudo contemplar una chafísima presentación que consistía en fotografías, acompañadas de una pista musical que al narrador le recordó el sonido de un viejo tecladito marca CASIO.
Luego de eso invitaron a otro miembro de la Mesa, un alto representante del gobierno del estado de México, a que dirigiera un mensaje. El narrador sí que recuerda el nombre: Arnulfo Valdivia. Lo recuerda, entre otras razones, porque su discurso fue lo único rescatable de tan patética ceremonia. Para empezar, el nuevo orador informó que su discurso sería en inglés. Y en ese idioma, impecable, dirigió el único mensaje que no fue interrumpido por la traductora, y que la gran mayoría comprendió en su totalidad.
Finalmente, se invitó a cada gringuito a que pasara al frente para recoger un reconocimiento. Solo que la invitación se hizo en español. Inexplicablemente, la traductora no tradujo. Comenzaron a recitar los nombres de los gringuitos, quienes no sabían porque los llamaban. Se pararon desconcertados, mirando a todas partes. Buscaron respuesta en los rostros de los presentes. De entre el público, una chica que hablaba inglés fue y le arrebató el micrófono a la traductora. Repitió la invitación. Por fin se entregaron los reconocimientos. La ceremonia tocó fin. Los miembros de la Mesa de Honor se pusieron de pie e intercambiaron tarjetitas con sus nombres. El narrador dejó su lugar y se fue al fondo de la sala, para observar. A su lado se encontraba el individuo que puso la “presentación digital”. Lo escuchó decirle a una muchacha que también estaba ahí: Pues salió bien, ¿no?