domingo, noviembre 12, 2006

Palabras

…las palabras nos enseñan
lo que nunca aprenderemos
Fito Páez

Llevo horas sentado frente al ordenador. Estoy seguro que he escrito miles de palabras. De todas ellas, son más las que he borrado que aquéllas que siguen en una hoja blanca virtual. En ese sentido, los humanos somos todos la palabra de Dios escrita sobre una hoja que alguna vez fue blanca y estuvo limpia. Algunos permanecemos en ella. La inmensa mayoría han sido borrados ya. Los que aquí seguimos corremos vertiginosamente por la piel de papel hacia algún destino incierto.
La palabra arrojada al estanque como piedra que genera ondas. La palabra como ficha de dominó que empuja a otras hacia una inevitable caída que genera un caminito sórdido y sinuoso. La palabra como cuentas de rosario, un Ave María que se reza una sola vez y que jamás volverá a ser pronunciada. La palabra como flor que ocupa un sitio en el espacio. La palabra como un vaso que contiene agua, un cuerpo que alberga vida, una roca en el desierto que no vive, ni respira, ni piensa ni se queja. La palabra está, aunque nadie la mencione. Compone un paisaje en el desierto aunque no haya nadie que lo mire. La palabra que abre y cierra puertas, permite que el viento entre por la ventana y remueva los papeles, las sábanas, las incertidumbres. La palabra requiere de muchas horas de cocción, masticarla suavemente por los siglos de los siglos, desplumarla con presteza y lentitud, y ni aún así logramos comprenderla.
La palabra significa tantas cosas como tantos labios la pronuncien. La palabra labra surcos, entierra vivos, condena a los desprotegidos. Alivia, enternece, humilla. Las palabras aglutinan. Nos convencen. Forman argumentos para dejarnos indefensos. Las palabras se forman de letras, pero antes fueron compuestas por sonidos. La palabra es música, ruido. La palabra …silencio. Las p a l a b r a s nos dan la sensación de espacio. Hay palabras grandes, palabras pequeñas. Palabras sabias, palabrotas. Las palabras y los hombres, escritos con tintas de colores, quizás por simple apreciación estética o por escasez de recursos.
Hay palabras como Dios, que para todos se escribe igual, suena igual, se pronuncia para señalar la misma cosa, vive en el mismo lugar y ha recitado el mismo discurso eternamente. Pero nadie se queda conforme. Todos la quieren escribir. El de aquí apunta Dios en una hoja. El de allá apunta Dios también, al lado de la otra palabra Dios. Dios Dios. Nadie se queda conforme, nadie soporta leer la misma palabra repetida, y mucho menos consecutivamente, en la misma hoja y en el mismo renglón. Una de las dos debe morir. Borramos una. Ahora dice simplemente Dios. De todas formas, nadie quedó conforme. Tenemos la palabra Dios desperdigada por todo el párrafo. Incluso si borramos todas las palabras Dios, esta hoja quedaría al borde de la muerte a causa de tantos borrones.
A pesar de todo, hay palabras que nada dicen, que nada enseñan, que son como un alarido en un espacio donde no hay aire que transmita sus ondas. Hay palabras que no debí escribir. Hay otras que no supe escribir. Hay palabras que no encuentro, que se me perdieron, que me las robaron. Hay infinidad de palabras que no conozco, que nunca usaré, que no me enseñarán ni explicarán nada. Hay cientos de miles de millones de palabras escritas en libros que nunca leeré, en labios de gente que no conocí, que ya fueron borrados de ésta hoja. Hay palabras en la boca de un hijo que todavía no tengo. Palabras dichas por la lengua de un abuelo mucho tiempo antes de que yo fuera escrito. Nazco con cada palabra aunque no las respire, ni las huela, ni las toque. Escribo para nacer. No nací en el DF, ni en Toluca. Nací en una hoja de papel que alguna vez estuvo blanca y limpia.

sábado, noviembre 04, 2006

Nowhere

"En el largo plazo, todos estaremos muertos". Lo dijo un economista del siglo pasado, facineroso y duramente criticado. Poco importa lo que de él se haya dicho. Ya está muerto, su premisa se cumplió para si mismo, y estoy convencido de que así será para mí también.
El mirarme a diario en el espejo se ha vuelto un duro ejercicio de resistencia contra la ignominia y la pesadez de las labores cotidianas. “El ser y su insoportable levedad”, dijera un escritor checo. Hemos logrado organizar un sistema de vida que muy en el fondo me fastidia. A veces las circunstancias me hacen creer que fui convocado a la existencia única y exclusivamente para aprender a ganármela. Me parece una ridícula paradoja. Es común que entre nosotros preguntemos qué es lo que cada uno hace “para ganarse la vida”. Mi respuesta no le satisface a nadie: yo ya estoy vivo, no tengo necesidad de ganarme nada, hago todo aquello que me llena, escribo, hago canciones, leo libros, cierro los ojos y respiro el aire helado del volcán, veo a diario a mis alumnos, le doy los buenos días a la gente, amo a mis padres, a mis hermanos, a mis amigos. Todo eso ya me lo gané, ¿qué más quiero?
Elis Regina escribió en una canción: “Viver é melhor que sonhar”. Así lo creo. No me la pienso pasar soñando todo el tiempo. No tiene sentido pensar ni siquiera en uno mismo. Somos historia que fue pero también historia que vendrá. El conocimiento universal pasa a través de nuestros huesos y se transmite en todas las dimensiones hasta ahora descubiertas. Somos una columna de enanos. Por nosotros mismos somos incapaces de mirar más allá de nuestras narices. Sin embargo, vemos cada vez más alto y más lejos gracias a los hombros de tantos miles de millones de enanos sobre los cuales estamos sentados. Por eso me fastidia la rutina, el establishment cotidiano, la parsimonia, las cuentas por pagar, la burocracia, el pasar calificaciones, el escándalo en la calle, el esperar a que se desocupe el licenciado, la moda, la inauguración, las ventas de temporada, los descuentos, el “ya me miró feo”, el “¿qué haces para ganarte la vida?”. En el largo plazo todos, sin excepción, estaremos muertos.
En vistas de una verdad tan absoluta, ¿acaso no podríamos ser más amables los unos con los otros? El tiempo es una sala de espera, y lo que seamos capaces de hacer en ella será la única herencia para los futuros enanos que habremos de cargar sobre nuestros hombros, con todos sus aciertos y miserias. ¿Podríamos hacer el vivir más simple?
Podríamos. Pero somos humanos, así que no lo vamos a hacer. Es imposible ponerse de acuerdo. Cada uno jala una luz para velar a su propio santo, su propio miedo, su propio estilo y estrategia para acudir a su propia muerte. Aun así somos capaces de generar civilización, cimentar un conocimiento sobre otro, construir una idea abstracta en donde sólo existe el aire, la tierra, el agua, el fuego. Todo esfuerzo genera una energía, un momento. La soledad podría ser ese resultado de la fusión de los elementos.
Estamos bien civilizados, pero solos. Siempre lo estuvimos. Pero hubo un engaño que nos hizo sentir a salvo cuando la guerra estaba encima, nos hizo sentir acompañados cuando nuestra voz fue lo único que rasgó el silencio. Lo mismo ocurre ahora, en esta ciudad, en este tiempo, en esta hoja de papel en la que escribo, en la que vislumbro un punto final que se acerca, que ya casi alcanza su largo plazo, que sabe que nadie va a leer, que a nadie le importa en realidad, que sabe que el mundo está demasiado ocupado como para detenerse y descifrar las palabras compuestas de signos tecleados en un ordenador por un escritor que ya encontró el mejor lugar de la existencia en la que se puede estar: nowhere.