viernes, septiembre 26, 2008

Ramón Santillana en "Tierra Adentro"


La edición Septiembre - Octubre 2008 de la revista Tierra Adentro ha inlcuído la colaboración de este su cronista y seguro servidor, con fragmentos de un libro de crónicas titulado "Tijuana decide no morir".

Dicho texto no se encuentra en internet, por lo que invito a todos mis 2 lectores a comprar la ya mencionada publicación. Además, encontrarán textos de mi buen amigo Noé Morales, de Bernardo Esquinca, Daniel Téllez, Eduardo Milán, etc. etc. Está chingona, pues.

martes, septiembre 23, 2008

A ver qué pedo...

a Hugo Rodríguez

Tempranito. Domingo a las casi 7 de la mañana. Es mejor bañarse para no salir oliendo a mapache, racoon, chivo miado como dicen los viejos. Llegar a casa de Hugo, estar a punto de chiflarle pa que salga pero sale sin que le tenga que chiflar. Ya estaba esperando. Andaba inquieto el muchachón. Ese día corría su primer medio maratón y no había quien lo acompañara y yo, el Moncho, su compita le dice no te agüites amigo, que yo te acompaño, yo quiero ir a ver qué pedo.
Tanque lleno corazón tranquilo, pero la barriga mía seguía medio vacía y había que enfilar al De Efe, al chilango, a esa ciudad rara y oscura pero muy luminosa en algunas mañanas como la de ese domingo. Tan temprano ahí van los dos tolucos; uno a correr su primer medio maratón, y el otro, literalmente, nada más a ver “qué pedo”.
Deja el coche ahí en el banco mai. No, no pasa nada, es domingo. Que no te preocupes, ya lo he dejado ahí, no pasa nada. Sales. La avenida Reforma ya está cerrada y la caminamos Hugo, yo, y varia racita más. Siento nervioso a mi amigo y pienso “está nervioso este güey”. A esas horas el cerebro no carbura todavía. Soy de los pocos que no llevan ni tenis, ni pants, ni una playera que dice “XXVI maratón de la ciudad de México”. A la altura del Campo Marte vemos que se acerca una camioneta con un enorme cronómetro encima. Detrás de ella van tres negritos corriendo hechos un diablo. Son los tres punteros del maratón, el completito, el de los 42 kilómetros, que comenzó un ratote antes, cuando yo quizás todavía andaba en la regadera, en Toluca. Yo bien adormilado y aquéllos negritos a punto de arrancar su maratón. Yo en la carretera sintiendo el frío de la montaña colarse por mis pantalones, y esos negritos corriendo sus primeros kilómetros. Yo en Reforma preguntándome si estará bien ahí donde dejé mi coche, cuando esos negritos ya iban como en el kilómetro 30. Ya güey, dice Hugo, te digo que ahí está bien tu coche, que no hay pedo.
Museo de antropología. Atrasito de él está el arco que todos los corredores abran de cruzar al arranque de la carrera. Hay muchísima gente. Primero me clavo en ver a las chicas, con esas licras tan entalladas y flexibles que delinean gluteos, muslos, piernas y una que otra entrepierna. Me distrae un tipo altísimo como de dos metros. Luego toda una camada de ancianos con sus playeritas y su número de corredor en ellas, sus miles de canas en la cabeza, y arrugas. A Hugo ya le dieron ganas de miar. Sugiero un árbol, pero ya es tarde. Una voz retumba en la calle, rodeada de árboles (la calle, y supongo que también la voz). No recuerdo literalmente las palabras, pero decía algo así como que órenle, ya váyanse acomodando, por categorías, los chingones van primero, y entre más lentos se me ponen más atrás, órenle que ya vamos a arrancar. Luego decía cosas como viva la vida, o viva este estilo de vida, y que la juventud mexicana, y que la vida sana, y que adiós a los vicios, y que vino el mariachi a apoyarnos, y que cuidado con el globo gigante de telcel porque de ahí se dará el cañonazo, y que ya apúrensen re jijos, y que qué buenos patrocinadores tenemos, bla bla bla. El Hugo me da su sudadera, su mochilita, se pone vaselina en las chichis porque dice que después de un ratote le roza “bien culero”. Se pone en donde debe ir, o sea, no está entre los chingones, pero tampoco entre los lentisísimos.
La voz no para de chillar, que a la cuenta de 10, que órenle otra vez, listos, y 10, y 9, y los corredores alzan los brazos, y 8, y 7, y se sienten los aplausos, se dejan venir los gritos, y 6, y 5, y ay cabrón ya hasta yo me pongo nervioso, y 4 y 3, y le grito al Hugo, vamos amigo, tu puedes, y lo mismo gritan cientos de personas que estamos a los lados de los corredores, y 2, y 1, y puuuuungue-su-madre!, pinche cañonazo que hasta me asustó, y los corredores siguen gritando pero no avanzan. Y cómo van a avanzar si son un montón. Mientras los de hasta adelante van agarrando ritmo, a mi todavía me da tiempo de decirle al Hugo que en la meta lo espero, que ánimo, y ya se aceleran los corredores, y veo a mi amigo alejarse entres miles y miles de personas.
Así nomás, en cuestión de un minuto ya no había nadie más que nosotros los holgazanes que no corremos y nomás vamos a ver “qué pedo”. Lo que sigue es totalmente intrascendente: caminar hacia el metro, toparme con varios corredores que llegaron tarde, que vienen nerviosos diciendo “ya vez pendejo, ya empezó”, y “yo te dije que había que salir más temprano” y bla bla. Calorón en el metro casi vacío. Cambiar de trenes. Llegar a la estación Allende, acometer en ese irónico acto que uno llama “bajarse del metro” cuando en realidad lo que haces es subir como 100 metros hasta que por fin la nariz recibe una dosis de aire fresco.
Para hacer tiempo decido visitar el museo del Estanquillo. Está cerrado, lo abren hasta las diez y faltan como 15 minutos. Buscar café. Encontrar un seven ileven sobre la calle Madero, comprarme el capuchino más asqueroso que he bebido en mi vida, y acompañarlo con una dona que no tiene hoyo, que está semi tiesa. Sentarme en la banqueta y observar a la gente que camina hacia el zócalo.
Por fin son las diez. Tiro el café a la basura, la neta. Entro al museo y me quedo más o menos una hora. Mientras leía una historieta del Rius, suena mi teléfono. Era Hugo, ¿Qué pedo güey, a poco ya acabaste? No, me dice, es que ya me está dando pa abajo, ya mero me rajo, necesito ánimos, y yo que le digo No no no cabrón, usté sígale, donde andas, No que pues me faltan seis kilómetros, Ahistá, ya no es nada, acuérdate que los que nunca se rinden son los hombres imprescindibles, y Gracias amigo, ahí te veo en la meta, Si si, no se agüite, usté puede, cómo chingados no. Y así.
Salgo del museo y me voy pa la calle donde pasarán los corredores rumbo al zócalo. No manches, hay miles de personas rodeándola. Hay vallas pa que la gente no se ande cruzando. Por la calle, también miles de corredores recorren sus últimos cien metros para alcanzar la meta. Todos aplauden, que Vamos, ustedes pueden, eso es, y arriba México. Pasa uno en silla de ruedas y los gritos de la gente son ensordecedores, luego unos putitos con orejas de conejo y delantal rosa, y una señora que parece de las que venden tortillas, con sus trenzas hasta la cintura, gordita, morena y chaparra, corre y corre, y el hippie, y el empresario, y el morrito fresa, y los naquitos, todos con su número, con las playeras empapadas. Un güey hasta va cargando un santito. Pasan dos disfrazados de payasos. Y el Hugo no aparece. Le mando mensajito, Ánimo carnal, tienes que cruzar esa meta corriendo. Por fin ahí viene, y cruza la meta y lucho para que mi mirada se tope con la de él, y lo consigo, y me mira y se alegra y cuando se acerca le doy unas palmadas en el hombro, muy bien cuate, así se hace, y el Hugo ni hablar puede. Y creo que es la misma voz chillona en las bocinas que va diciendo felicidades a todos los corredores, que muy buen esfuerzo, que qué gran ejemplo, y escuchen al mariachi, y que viva la vida, y que viva éste estilo de vida. Cuando Hugo recupera el aliento me dice que no manches, vámonos porque me van a dar los calambres. Nos subimos (aunque en realidad bajamos) al metro. Calor. Transbordar trenes. Subir a la calle. Caminar hasta mi carro. ¿Ya ves güey? Me dice el Hugo, Ahí está tu coche, no le pasó nada.

Hasta la madre

Desde hace mucho tiempo he llegado a la conclusión de que el desarrollo de una ciudad puede ser perfectamente medido a través de su sistema de transporte. Por ejemplo, la primera vez que utilice el metro de París aprendí lo útil que pueden ser los mapas de líneas y rutas. Cuando me paré frente al gran mapa colgado en la pared, me tomó como cinco minutos encontrar en él la estación en la cuál me encontraba. Me tomó otros cinco minutos encontrar la estación a la cual tenía que llegar. Me llevó otros diez minutos entender en qué estación habría de bajarme para interconectarme con otra línea. Comprendí la diferencia entre el METRO y el RER, que uno es más rápido que el otro, etc. En total estuve ahí casi treinta minutos, pero le entendí finalmente y nunca más tuve problemas para moverme por París a través de su sistema de transporte público.
Pienso en eso no sólo cada vez que me encuentro en la situación de utilizar el transporte público de la ciudad de Toluca, sino también cuando conduzco mi automóvil por las calles de la capital mexiquense. Ayer nada más, sobre la avenida Morelos, me topé con un enorme congestionamiento, y no precisamente de vehículos particulares, sino de autobuses. Había cientos. No exagero al decir que eran VARIOS CIENTOS de ellos, formaditos en fila india, haciendo uso del increíblemente ridículo carril exclusivo para ello, separado por conitos naranjas del resto de los carriles. Huelga decir que la gran mayoría de los camiones iban casi vacíos.
Estoy convencido que la gran mayoría de los lectores sabrá a qué me refiero cuando al subirse al autobús, primero tienen que hacer gala de la mayor agilidad posible para montarse en la fracción de milisegundos que el camionero se frena para ese fin. Luego, contar bien que nos hayan dado el vuelto correcto. Hay que soplarse las cumbias, o música banda, o lo que sea, a todo volumen. Si te toca hasta adelante, tendrás que escuchar irremediablemente la conversación del chofer con su acompañante, ese extraño personaje que va siempre de copiloto, que se cuelga de la puerta y saca medio cuerpo para gritar los lugares a donde el camión se dirige, el que le dice “cuñado” al conductor.
En innumerables ocasiones me ha tocado ver cómo la gente se cae del autobús y desparrama sus carnes en la acera al momento de bajarse del mismo, pues simplemente el chofer no da tiempo suficiente para que todos se bajen del vehículo mientras este está completamente frenado.
Otro de los grandes logros del viajero toluqueño es desarrollar la habilidad e leer en micromilésimas de segundos la lista de 10 a 15 destinos que cada camión lleva colgados del parabrisas. Si no te da tiempo de leer todo, y no viste que el camión que acaba de pasar volando frente a ti iba precisamente cerca de tu casa, estás jodido.
Además, me atrevo a decir que todos los ciudadanos hemos sido testigos de las veces que un autobús se pasa el alto, o rebasa a todos los demás coches en sentido contrario, y que suben y bajan pasaje en segunda y hasta tercera fila. Es más, casi todos nos hemos tenido que bajar en el segundo carril, a dos metros de la acera.
Llevo años viviendo en Toluca y no termino de comprender en qué consiste el sistema de transporte. Sigo sin saber quién es el genio detrás de tan elaborado diseño. Me pregunto quién habrá firmado tantas concesiones, y otorgado tantas placas para que circule ese monstruoso número de camiones que contaminan tanto, que hacen un ruido infernal, que además están feos por dentro y por fuera, que atiborran calles y avenidas con sus asientos vacíos, cumbias estrepitosas y virgencitas de Guadalupe perdonando a los choferes por todos los pecados cometidos durante el día y todos aquéllos por cometer mañana y la siguiente semana.
París me tomó treinta minutos, pero llevo años queriendo entender cómo es posible que un niño que apenas alcanza los pedales se encuentre frente al volante de un autobús en la ciudad de Toluca. Un niño que debería estar en la prepa, jugando futbol y ligándose -¿por qué no?- a una que otra compañerita. No entiendo por qué hay tanto autobús involucrado en atropellamientos, choques, roces y fricciones con transeúntes y automovilistas. Estoy convencido de que si en lugar de choferes contratáramos simios, las condiciones del transporte público mejorarían drásticamente.
A veces, los logros que la gente y gobierno de una ciudad alcanzan en determinadas áreas, se ve opacados por la paupérrima naturaleza de otros aspectos. Por mucha industria, banquetas remozadas, museos gigantes y tranvías turísticos que pretendan engalanar a la ciudad, no se logrará nunca un cambio sustancial mientras el sistema de transporte siga siendo una porquería. No me parece digno, ni eficiente, ni loable, ni nada que se pueda considerar como positivo, el penetrar en el inframundo de los autobuses, en ese zoológico sobre ruedas, anárquico y bestial, que ya ni siquiera es folklórico, o pintoresco.
Me gustaría poder colaborar de alguna forma. Me gustaría saber si alguien en esta ciudad está en acuerdo o desacuerdo conmigo. Yo estoy cansado de vivir así. Me daría horror que mis hijos me preguntaran: ¿por qué hemos heredado esta basura de ustedes, papá? Con todo gusto me encantaría aportar alguna idea. Sé que Toluca no es París, y francamente, no pretendo que lo sea. El asunto aquí es que estoy convencido de que una convivencia más sana puede darse, la he visto en otros sitios –tanto fuera como dentro de México-, y no me explico cómo diablos en Toluca no se pueda hacer, ni que estuviéramos malditos, o idiotas. Hagamos algo todos juntos para mejorar el transporte, para así sentirnos un poco más seguros y orgullosos de nuestra ciudad. Recordemos que las ciudades no se crean por generación espontánea; son hechas con el esfuerzo de cada uno de los ciudadanos que en ella cohabitan. Sólo teniendo dignidad lograremos que nuestra ciudad también lo sea.