domingo, julio 01, 2007

Somewhere in Texas...

UNO

1
Calzones, playeras, jeans, tres libros, cuaderno de apuntes, cepillo de dientes, pasaporte, visa, reproductor mp3 y unas bocinitas pequeñas de 143 pesotes compradas en wal-mart. Eso me cupo en la mochila, más una bolsa de gomitas compradas en el mercado. Equipaje más que justo y necesario para visitar a mi abuela, quien vive en Dallas desde hace 25 años.

2
El bombero Montag se sube conmigo al avión. Voy leyendo la frenética novela de Bradbury en la cual los bomberos no apagan incendios, sino que los provocan. No quiero comer nada, pues estoy muy atento a las lisonjas entre Beatty y el bombero Montag. Tanto quemar libros me provoca sed y pido jugo de naranja. Los personajes de la novela se aprenden frases que leyeron alguna vez en un libro. Yo no reconozco ninguna. Soy un ignorante. Bueno, no tanto; sí reconozco una discusión acerca de una guerra entre enanos, provocada por la falta de consenso acerca de si los huevos se deben romper por lo ancho o por lo alto.

3
Fila para pasar la aduana. Le hago la platica a un muchacho. Es maestro de inglés y de piano, estudió en Dallas y ahora va de visita. Viste como gringo (bermudas, tenis, playera), pero tiene cara de mexicano. ¿Yo estoy vestido como mexicano? Creo que no. Se llama Abraham, oriundo de Veracruz. Me pasa una estadística de lo más interesante: Dallas es la ciudad con las chicas más lindas de todo el gabacho. Le pregunto que si es en serio y me dice que sí, que lo leyó en una revista cuyo nombre olvidó.
El agente de aduanas me pregunta el motivo de mi visita. –Vengo a ver a mi abuela- le digo. Me pregunta por el tiempo que tengo pensado quedarme en su país. –Me regreso el próximo domingo-, vuelvo a contestar, displicente. Se escucha un trueno. El agente se asusta y luego se ríe. ¡Vaya clima! Me sella el pasaporte. El sellito dice que puedo permanecer en Estados Unidos hasta noviembre.

4
Me voy directo a la salida. Un sujeto vestido de policía me detiene y me pregunta que porqué no traigo maleta. Le enseño mi mochilita, -¿que no ve que traigo esta? Pone cara de extrañado y me dice que me vaya. Por no seguir los letreros voy a dar a una fila inmensa de gente. Luego de un rato me doy cuenta que ellos están esperando a que los metan en un avión. Por fin salgo. Mi primo Adrián, al verme, se levanta de su silla como si tuviese un resorte en la cola.

5
Salimos. Llueve copiosamente. Anduvimos poco más de una hora entrando y saliendo de “freeways”. Le pregunto a mi primo que si ya se perdió. Dice que no, pero es que la casa está bien lejos.
En la casa me recibe mi abuela con un abrazo, un caldo de pollo y cinco taquitos dorados. Este año es su 25 aniversario de haber llegado a aquél país. Me enseña la foto de un presidente gringo a la vez que dice: -Este señor era presidente cuando yo llegué, ¿Cómo se llama?- Yo le digo: Ronald Reagan.

6
Escapada nocturna con mi primo Adrián. Primero fuimos a una librería INMENSA. No lo pude resistir, así que salí del establecimiento con 7 u 8 libros, y sólo gasté 14 dólares. ¿En qué otra parte del mundo puede uno comprar libros de Faulkner, Solhenitsyn, Lewis, Twain, John Stuart Mill, Hobbes, etc. etc., por solo 14 dólares? ¡Yo lo sé: en esa maldita librería!
La segunda parada fue en una tienda de discos. ¿Cómo es que estos lugares están abiertos hasta tan tarde? No compré nada. A diferencia de la librería, todo estaba muy caro.
Cerca del centro, nos estacionamos en una calle solitaria y oscura. Caminamos hacia la avenida Greenville y nos metimos a un bar. Además de mis tres budweiser, comencé a observar si la aseveración de Abraham, el chico del aeropuerto, era correcta. Si, las chicas eran lindas.

7
Mi primo Adrián, a pesar de ser él mismo un norteamericano, no para de decir que “todos los gringos son unos pendejos”. Yo no estoy del todo de acuerdo con él y se arma el debate. Él dice que todos son unos descerebrados, que los policías no son otra cosa más que mercenarios, que la gente sólo piensa en dinero, que son pretenciosos hasta en su forma de comer. Yo le digo que también hay gente bien educada, sensible, que conoce la realidad de otros países y por ende, de otros mundos. Él no está de acuerdo conmigo. Comienzo a calentarme y él también. Tres rubias pasan por nuestra mesa, nos distraen y de pronto nos pusimos bien de buenas. Se acabó la discusión.

8
Después de entrar y salir de aquéllos bares, nos detenemos ante un carrito de hot dogs que está a la entrada de un estacionamiento. Nos atiende un muchacho pelón, con barbita de candado. Le pregunto qué es lo más rico que tiene y me dice que una hamburguesa barbecue. Quiero una, con papitas. Pagamos. Rato después llega un cuate, güero, de pelo largo. Le dice algo al oído a aquél pelón. Alcanzo a escuchar “…that mexican green shit?” El pelón nos dice que ahorita viene, y se va con el gringo a un rincón del estacionamiento, y se pierden entre las sombras. Mi primo y yo nos volteamos a ver, terminamos nuestras hamburguesas y nos vamos. No nos despedimos del pelón.

DOS


1
Me despierta el zumbido del viento. Me levanto y me acerco a la ventana. Afuera llueve torrencialmente y los árboles se sacuden con violencia. Mi abuela vive en una zona rodeada de bosque. Me fascina. Todos están dormidos (mi abuela, mi primo y una tía). Abro el libro de Bradbury y continúo con las fatídicas aventuras del bombero Montag. Las gotas de agua que golpetean el cristal.

2
Desde el carro alcanzo a ver decenas de anuncios en español: estaciones de radio, tacos, tamales, refrescos. Escuchamos 94.1, estación que sólo pone música ranchera, y que transmite desde el corazón de Dallas. Por primera vez en toda mi vida, estoy en otro país pero sin sentirlo realmente.

3
Prima Diana. Llegamos a visitarla. Ella trabaja para una compañía que administra 11 restaurantes McDonald’s. Esta ocupada, así que mi abuela y yo la esperamos en el restaurante que se encuentra justo al lado del edificio donde mi prima labora. Al entrar, mi abuela le pregunta a una empleada, a quemarropa y en español, por una tal Martha. La chica nos responde que “está de vacaciones”. Mi abuela lleva 25 años en Estados Unidos y JAMÁS habló, ni hablará una palabra en inglés. Rato después nos alcanza mi prima Diana. Como ella es ahí de las “meras meras”, se acerca a las cajas registradoras. Regresa con unos nuggets de pollo, papitas, botellas de agua, y un vaso para que mi abuela se sirva su coca. Expreso mi sorpresa ante la inmensa cantidad de paisanos que veo por todas partes, recalcando el hecho de que durante mi última visita, 6 años atrás, no sentí tanta presencia mexicana.
-¡Uy no!- dice mi abuela, -Estamos rodeados de puro pinche indio, ¡están por todas partes! Dos sujetos de la mesa de al lado, con cara de mexicanos, nos voltean a ver con ojos de desprecio. Me siento avergonzado.

4
Casa de la tía Sarah. Ella se convirtió al islamismo hace cuatro años. Me siento curioso por saber cómo fue su conversión, así que le hago montones de preguntas. Ni su catolicismo de origen, ni la influencia del protestantismo gringo la llenaron jamás. –En la mezquita, rezando los versos del Corán, me siento mucho más viva-, dice con un entusiasmo notable. Me habla acerca del enorme prejuicio que hay en la sociedad norteamericana en contra del mundo árabe, los musulmanes y su forma de vivir, etc. -¡Creen que todos somos unos mugrosos terroristas!- dice. A pesar de eso, mucha gente se acerca día con día a los Imanes, a las mezquitas. Eso me cuenta mi tía. Me da varios libros acerca de cómo vive una mujer musulmana en Arabia Saudita. En su mesita de centro, en la sala, tenía un hermosísimo volumen llamado “La Fe de África”. Lo hojeo, me enamoro de él, pero ese no me lo regala mi tía.

5
Vamos en el freeway. El plan es ir a jugar boliche y luego a cenar. Prima Diana al volante, yo de copiloto, mi abuela y la tía Sarah atrás. Llueve terriblemente. Mi abuela dice que le da mucho miedo ver el cielo tan oscuro. Vamos en el carril de alta, justo al lado del muro de contención. De un momento a otro, una pick up se estrella contra el muro, justo frente a nuestro coche. Vimos como da unas 4 o 5 vueltas. Mi prima no podía frenar de golpe, ni esquivar; el freeway iba repleto de carros. Cuando la pick up finalmente pierde velocidad, mi prima pisa el freno a fondo, nuestro carro se patina y damos de lleno contra la pick up. Todo es muy aparatoso. Estamos bien los cuatro. Me bajo para hacer una primera evaluación de los daños. El sujeto de la pick up no se baja. Voy a ver si está bien, y me encuentro con un negrito súper espantado. Se llama Jamal. Milagrosamente, se encuentra ileso.
Un chavo se detiene a ver si estamos bien, y se va de inmediato. Comienzo a escuchar sirenas. Llega una ambulancia. Mi abuela le dice a un paramédico que le duelen las espinillas. El paramédico revisa los golpes y le dice que no se preocupe, que sólo le iban a salir moretones y ya. Luego, eso mismo lo repite como 40 veces, a todos los que ahí estamos.
Nuevo sonido de sirenas precedió la llegada de un camión de bomberos. Se bajan dos gringos ataviados con sus chamarras anti-incendios, casco, guantes. -Cómo son rolleros estos gringos- pienso. La cosa no termina ahí. Llega un segundo camión de bomberos, como con otros cuatro elementos. Cada uno de ellos nos pregunta a cada uno de nosotros exactamente lo mismo: ¿Están todos bien? ¿Cómo ha sido el accidente? ¿Han llamado ya a las aseguradoras?
Se arma un tráfico estupendo. Mi prima Diana llame y llame al 911 y la policía que no aparece. Los bomberos comienzan a hacer presión: -Mire señorita,- le dicen a mi prima, -será mejor que usted y el otro señor intercambien datos y se vayan, el tráfico está totalmente detenido, y tenemos que atender otros 4 accidentes.
Nuestro carro aun camina, así que nos vamos. El pobre Jamal tiene que esperar a que una grúa lo recoja.

6
“Me hubiesen matado –pensó Montag, balanceándose. El aire aún se estremecía y el polvo se arremolinaba a su alrededor. Se tocó la mejilla magullada-. Sin ningún motivo en absoluto, me hubiesen matado.”


TRES


1
-Solo viendo esto puede uno entender la obsesión de los gringos por el petróleo- le comento a mi tía Bety, mientras rodamos por el freeway. –Es que sí mijo- me responde- ¡si no tienes coche aquí no puedes hacer nada! Para ir al supermercado te toma unos 20 minutos. Para rentar una película, una media hora. El centro comercial, los cines, el banco, quizá 40 o 50 minutos. El metro sólo existe en lo que se conoce como downtown Dallas, es decir, el mero centro. El resto de la zona denominada como Metroplex se une a través de freeways. El Metroplex es la unión de varios pueblecillos y ciudades que forman una masa urbana que se desperdiga dentro de un radio de cientos de kilómetros a la redonda. En la zona residencial donde habitan mis parientes, no pasan autobuses. Por eso, la gasolina es más preciada que el agua. Hay montones de compañías que compiten por el mercado de ese energético. Y para tenerlo se requiere petróleo. Y para tener petróleo se necesita recurrir a esfuerzos inmensos que sean redituables y le permitan a los gringos viajar maratones enteros para comprar una cerveza. Y para eso invaden Irak.

2
Desayuno en un restaurante que se llama IHOP (International House of Pancakes). El nombre me provoca risa. Ahí nos esperan mi prima Diana y su esposo Roberto. Nos acomodan en una mesa del fondo. Una negrita de peinado exótico (cabello naranja, rapado de atrás, chongo por arriba, y un costado más largo que el otro) nos toma la orden.

3
Mi tía dice estar harta de los “nacos”. Le pregunto que si con “naco” se refiere a los inmigrantes, a lo que responde que sí. Le recuerdo que ella nació y vivió 30 años de su vida en México. –Sí mijito- se defiende- pero yo he trabajado bien duro para tener lo que ahora tengo. -¿Y los “nacos” no?- le pregunto, un tanto retador. Ella dice que en fin, está de acuerdo con que a todos los inmigrantes los echen. Roberto, el esposo de mi prima, interrumpe; él no está de acuerdo. –Si echan a todos los inmigrantes, el 90% de la gente de la que dependo se tendría que ir. Mi tía le argumenta que esa gente no paga impuestos. Roberto le responde que ciertamente, impuesto sobre la renta no pagan, pero que en tax on sales (impuestos al consumo), entra a los Estados Unidos un montón de dinero, que beneficia a los comerciantes, al gobierno, a la economía en general. El debate sobre la mesa está totalmente dividido, y sobre todo, se llena de clichés, frases dichas y repetidas hasta el cansancio. Yo doy mi opinión, alegando que el debate es una pérdida de tiempo, que los gringos nos necesitan tanto como nosotros a ellos, que cerrar la frontera es una estupidez y que el debate no se debe manejar en términos racistas, llamándoles “nacos” a los inmigrantes, que ni siquiera lo son.
La negrita interrumpe para poner frente a nosotros lo que cada uno ordenó. Recorro con la mirada el salón donde nos encontramos, y reparo en un señor con claros rasgos físicos de un latino, con el antebrazo recargado en la punta del palo de una escoba, que nos observa debajo de su gorra de color naranja. El restaurante huele a café, miel de maple y huevos con tocino, y yo me siento profundamente apenado y creo saber por qué.

4
En el centro de Dallas recién inauguraron un museo de historia de la ciudad. Decidimos pagar la entrada y ver la exposición. Con eso de que no entiende inglés, mi abuela se aburrió muy rápido y se fue al vestíbulo a esperarnos a mi tía Bety y a mí.
Busqué por todos lados de dónde venía el nombre de Dallas. Sucede que lo adoptaron en honor a un tipo que se llamó Alexander Dallas. Busqué por todos lados quién demonios fue ese tipo, y sobre todo, qué hizo para que la ciudad llevara su apellido, pero simplemente no lo encontré. ¿Cómo es que te presumen a un héroe de quien no te permiten seguir su rastro? Así ocurre entonces con los íconos nacionales, parece que ahí estuvieron siempre. Los héroes son un dogma de fe. Y los nombres de nuestras ciudades también. Incluso nuestros propios nombres son dogmas de fe. No te preguntes de donde viene todo, porque a nadie le interesa. Nadie te dará la respuesta.
Pero eso sí, había una muy buena reseña de Ericka Badu, la cantante de color oriunda de la ciudad, así como de Stevie Ray Vaughan, e incluso de Ray Charles, quien no era tejano pero en Dallas vivió mucho tiempo. No podía faltar la mítica figura de Chuck Norris, y claro, no se permitirán jamás olvidar que en ese lugar asesinaron a Kennedy.

5
Por la noche miro en la televisión una película con mi primo Adrián. Se llama “THX-1138”, y fue realizada por George Lucas en 1970. El nombre de la película es el nombre del personaje principal, quien vive en un planeta tierra donde a la gente se le nombra conforme un número de serie. En esa realidad-ficción, todos deben consumir una droga que inhibe cualquier alteración del estado de ánimo: nadie sufre, ni llora, ni se pone triste o feliz. Todos visten de blanco. Todos están pelones. Yo como espectador estoy consciente de ese mundo autoritario en el que viven. No existe la libertad, y son sistemáticamente controlados. Incluso aparece un rostro al estilo “Gran Hermano” de George Orwell, que se incrusta en las pantallas de los televisores.
Me pregunto si no estaré yo en una película, y que algún espectador me está mirando y se da cuenta del jodido mundo en el que vivo, pero que yo, protagonista, soy incapaz de notar. ¿Mi nombre no será también una especie de número de serie?

5
El avión que me devuelve a México va lleno de turistas norteamericanos. Hablo con algunos, pongo atención a lo que otros por allá están diciendo. Todos van a Cancún. Todos. En varias ocasiones les oigo recomendarse los unos a los otros: -Cuidado con las botellas de agua, tienes que asegurarte que estén perfectamente cerradas. Dicho esto con tono de “esto no es broma”, como si el éxito del viaje dependiera en no beber agua más que de botellitas cerradas. Seguramente no saben ni sabrán qué quiere decir “Cancún”. Ni lo preguntarán. Ni les importa.

Huecos en la nada

A veces nos entristece escuchar música sin palabras,
pero es mucho más triste escuchar música sin música

Mark Twain


Hace ya como un mes que rompí mis lentes. No soy lo suficientemente organizado como para resolver el asunto de inmediato, sobre todo cuando se trata de unos simples lentes que en realidad necesito poco. Pero bueno, hace algunas mañanas pasé severas complicaciones para leer un mugroso libro que tenía la letra muy pequeña. Recordé mis lentes rotos. Decidí que esa misma tarde los iría a reponer.
Me apersoné en una óptica que se encuentra en los portales, en una esquina donde también se encuentra un puesto de periódicos. Me atendió una señorita muy amable, quien me hizo un examen de la vista y, tras determinar la graduación que mis ojos requerían, me invitó a escoger un modelo de armazón. Lo escogí y me dijo que volviera dentro de una hora.
Afuera de la óptica, sobre el portal, y dándole la espalda a la Avenida Miguel Hidalgo, había un grupo de jóvenes. 3 chicas y 4 chicos. Una de ellas cargaba un violín, y uno de ellos cargaba una guitarra. Hacían un semicírculo, como los que se hacen cuando se va a tomar una foto. El de la guitarra comenzó a rasgar y a cantar tremendamente desentonado. Sus compañeros lo siguieron. También el violín. Cada uno en un tono y ritmos distintos, de tal forma que al juntar todas las voces, aquél coro sonaba como un rezo, como un padrecito pero multiplicado por siete. Nunca entendí qué rol desempeñaba el violín, pues ni siquiera se escuchaba.
No soporté el ruido y me fui una tienda de discos que está a unos cuántos locales de la óptica. Esto con el fin de hacer tiempo para que al rato me entregaran mis lentes. Me puse a mirar discos. Así, literalmente, mirarlos. Frente al anaquel, hacía bajar las portadas de adelante para poder ver las de atrás. Toda una hilera de discos. Al terminarla, seguí con la de al lado. Y luego con la de al lado. Así me estuve unos 40 minutos. Todo ese tiempo, las voces del coro de jóvenes se colaban de repente en la tienda. Cuando acabé de mirar todos los cd’s, me agobió una sensación de vergüenza tremenda: en el lapso de 40 minutos fui a una tienda donde venden discos, a mirar discos. No escuché ni uno solo. Ni una canción. Lo único que escuché era la música, muy mal ejectuada, pero música al final de cuentas, que venía de afuera.
Entendí que la música no estaba en ninguno de esos discos. Aunque me hubiese comprado uno, o aunque le pidiera a un empleado que me lo dejara escuchar ahí mismo; era música grabada. Al decir grabada, quiero decir repetible. No tiene un lugar específico en el tiempo y en el espacio, porque en cualquier momento y en cualquier lugar podría reproducir con fidelidad la misma canción, la misma sonata o standard de jazz. De hecho no tengo porqué comprarla. Varias veces he ido a la tienda de discos, apunto en un papel los que me llaman la atención y luego llego a casa y los descargo desde la Internet. Existe pues, todo un arsenal de discos de plástico y platino metidos en cajitas, decorados con folletines impresos en papel couché; existe un universo de mega bites que se convierten en ondas sonoras que suenan a algo perfectamente identificable.
Pero música, como tal, venía sólo de afuera, de las malas entonaciones de aquéllos siete jóvenes. Es ahí donde vive el espíritu de la música, en ese momento único e irrepetible donde un individuo construye huecos en la nada, un sonido que jamás volverá a ser el mismo; se inventa una onda que se abre paso en el aire para rebotar en cualquier tímpano que vibra. Y con esa vibración empuja esa misma onda hacia el interior de uno. Ahí, nuestros órganos y vísceras se vuelven otra clase de tímpanos que también vibran, se mueven, al grado que en ocasiones, dependiendo de la intención de la onda, la sangre se calienta, se enfría, corre más aprisa, nos pone la piel de gallina, nos hace llorar. Todo eso ocurre una sola vez en nuestra historia, y aunque se repitan momentos similares, éstos jamás son los mismos.
Decidí salir de la tienda, dejar de mirar portaditas para presenciar ese momento históricamente desafinado. Fue entonces que miré el rostro de las chicas, que no era el mismo cuando cantaban que cuando guardaban silencio esperando el siguiente compás. Vi la mano del chico de la guitarra, su movimiento, su fuerza que empuja al viento y golpea las cuerdas y genera ondas que a su vez… etcétera.