domingo, septiembre 24, 2006

Hablar de ti

Qué más quisiera yo que amarte
igual que se pronuncia qué horas son
y se responde son las ocho
Alejandro Ariceaga
Nostalgia del nuevo amor
Recuerdo el paraje del aire donde se guardan las cartas perdidas…
Gilberto Owen
Viento
Hablar de mi ciudad no es cosa simple. Se requiere un estado de ánimo a prueba de calamidades, una fuerte dosis de desenfado, una tremenda inquietud por las cosas que a simple vista se antojan inútiles. Además se necesita un temple espiritual capaz de soportar lo estúpido, la ignominia, el fragor de un rostro desangelado. Hablar de mi ciudad es imposible si uno es incapaz de guardar silencio y observar. El problema empieza cuando uno nota que en mi ciudad nadie se calla la boca, todos decimos lo que sea. Con tal de matar el silencio recurrimos al aplauso, al claxon, al sonoro rugir de un camión. No es sencillo, porque todo ese ruido me traga. No puedo simplemente sentarme, callarme y observar, porque ya viene algún conocido a saludarme, una señora que me pide la hora, un empleado de limpieza que me exige levantar los pies para que pase el trapeador.
Hablar de mi ciudad no es fútil, por la sencilla razón de que es la única ciudad que tengo, es el sitio en donde el verbo “volver” se gasta su único sentido. Cuando digo que estoy lejos quiere decir que no estoy en ella. Los fantasmas de mi pasado bailan en las calles y cafés de mi ciudad. Si ante el mundo aparezco como imbécil, la gente dirá, “ah, los de esa ciudad, son todos iguales”.
Gran responsabilidad es hablar de mi ciudad. Decir que se trata de un sitio podrido equivale a decir “soy un sitio podrido”. Hago mi ciudad todos los días, y si no me gusta es porque hay algo en mí que me incomoda. Pero si me gusta entonces significa que un puente invisible se tiende entre su vientre y mi recóndita alma solitaria.
Para hablar de mi ciudad es necesario esperar a que la lluvia caiga, y entonces salir y mojarse y mirar pa’arriba, abrir la boca, sacar la lengua. No es necesario esperar tanto, llueve bastante a menudo en mi ciudad. Por eso digo que a mi ciudad le gusta que hablemos de ella. Le gusta tanto que incluso nos tira llanto, inconsolable, hasta que una alcantarilla se satura, y le sigue otra, los pies se nos empapan. También la ropa, la cara, los sueños.
Aún no encuentro las palabras más exactas para hablar de ella. Tratar de describirla es como mirar la recámara de un revólver, jugárselo todo, abrirse con las uñas las entrañas, correr desnudo en los insondables pasillos del delirio.
Se dice que es fría, gris, aburrida. Para mí esas no son más que abrupciones, reparos vanos y frívolos. El que conoce mi ciudad entiende que su mismo nombre se trata de un adjetivo. Mi ciudad es mi otra madre, un segundo parto del cual resulté producto. Aquí nos morimos a diario. Nos pegamos con ternura, hacemos el amor con odio. La barremos, la ensuciamos, le escupimos, le lloramos. En su tierra le endilgamos a nuestros muertos y encima les ponemos flores.
Ciudad de Toluca, Ciudad de No sé qué hacer contigo, Ciudad de No te entiendo. Ciudad de No me robes… las Palabras.
Describirla es detallar los rostros de la gente a la que quiero, la gente a la que no conozco, la gente que me da la vuelta para no toparse con mi cara. Para cantarle es necesario arrancarle la voz a todas sus gargantas. Hace falta tener a la mano todas las palabras para poder escribirle una frase sencillita.
Es la jefa de todas sus familias. Es la faz de todos los que en ella guardaron algún día una ilusión. Mi ciudad es el producto de nuestros insomnios, nuestro vago deambular por sus aceras, nuestra inconformidad y hasta nuestra gratitud. Es un muro erigido con manos en vez de ladrillos, un cauce de río que se secó hace mucho tiempo, un vientecillo frío que a todo momento nos recuerda en qué parte del cuerpo traemos los huesos. Es un Dios que se quedó dormido. Es "el paraje del aire donde se guardan las cartas perdidas", un niño abandonado en el vagón de un tren que no conoce su destino. Mi ciudad es tristeza que le teje un suéter al olvido.

viernes, septiembre 08, 2006

El espejo sigue enterrado

I
Me cansé de que me platicaran, de las noticias, de las decenas de opiniones plasmadas en los medios que básicamente dicen lo mismo. Vivo en Toluca y en esta ciudad es fácil diluirse en el limbo; fuera de lo que la mayoría piensa, parece que pocos se animan a indagar un poco más. Quería leer en un diario una opinión que no fuera la de nadie; que fuera mi propia opinión. Y sí, le puse un cassette a mi grabadorcita, chequé que mi bolígrafo aun pintara, y escogí una página de mi cuaderno de viajes. De donde vivo al Paseo de la Reforma uno se hace más o menos una hora con diez minutos. Pude llevarme mi carrito nuevo, ese que empecé a pagar a plazos, pero ante el inmenso desmadre que todo mundo se ha encargado de pintar en mi cabeza con respecto al Movimiento de Resistencia Pacífica del PRD, consideré como lo más prudente el aventarme en democrático autobús.
Antes de irme, alguien que conocía mis intenciones me dijo: -Por ahí mientales la madre de mi parte-, -Pues a ver…- respondí.
Llegué a Reforma a la altura de la Diana Cazadora, a eso de las diez y media de la mañana. Todo me pareció bastante en calma. Un tío me contó que los campamentos olían a pura mierda. No lo dudo, mi tío nunca me ha mentido, aunque supongo que entre que me lo dijo y yo estuve ahí algo pasó, las lluvias o la poderosa influencia del Santo, los prodigios de Super Barrio, no sé, pero a mí me olió a otra cosa, digamos, a limpio, a jardinera o árbol, a gente sentada sin hacer nada. Era domingo y todo estaba en calma. Apostados en sillas, los paristas disfrutaban el fresco de la mañana, con sus manos metidas en las bolsas de sus chamarrotas. No me dio la impresión de que estuvieran haciendo algo más que platicar. Ya dije que era domingo, seguro era eso. Los comercios casi todos cerrados, muy pocos automóviles cruzaban por las glorietas donde sí hay acceso. Los campamentos de los lopezobradoristas parecían atractivo turístico, pues muchos paseantes con apariencia extranjera se detenían en la acera para sacarles fotos. También iba una señora con dos perritos, quienes cagaban a la vez que su dueña leía las cartulinas y mantas colgadas por todas partes.
Caminé entre las casas de campaña, las sillas, los equipos de sonido, los templetes. Vi un enorme busto de López Obrador, confeccionado con cartón y papel maché. Una gran piñata, pues. Había mucho más cosas que personas. De un listón colgaba un plumón, para que uno lo tomara y escribiera con él lo que quisiera sobre unas cartulinas. Había caricaturas de Felipe Calderón con cola de rata, mostrando sus “manos limpias”, llenas de pelos. Había caricaturas de Carlos Salinas frotándose las manos; de Luis Carlos Ugalde, a quien con unos cuantos trazos le acentuaban lo imbécil del rostro. Me detuve en unas líneas escritas en la esquina de una cartulina: “Que se cuiden los burgueses, esos que tienen para comprarse un carrito (claro, a plazos), porque ahora es nuestro turno…” Decía algo más, pero para antes de la siguiente palabra ya me había yo encabronado y no recuerdo. Volteé a todos lados, pensé que alguien me conocía, vio que me acercaba y escribió eso para molestarme. Puse cara de Ugalde. Ok, me dije, libertad de expresión y bla bla bla. Definitivamente el sistema está podrido, es decir, responder a necesidades creadas, inventadas, tener que trabajar para comprarse un carro, poseer una cosa. Pero al final de cuentas yo decido en qué trabajar y qué hacer con el dinero que me gano, y no me explico en qué le puede molestar a alguien el que me compre un carrito (porque además es chiquito), y sobre todo, a plazos.
Estas profundísimas reflexiones me fueron arrebatadas por un contingente de unas ocho personas que comenzó a gritar “Vámonos al zócalo, órenle, párense”. Con entusiasmo uno de ellos gritaba por un altavoz, otros se acercaban a los que hacían guardia y los apuraban con las manos, aplaudiendo, “Órenle cabrones, vamonos p’al zócalo, ándenle”. Una señora empezó a gritar “¡El que no vaya es panista!” Todos le siguieron, como cantando, con ritmito, “¡El que no vaya es paniiiiiiiista!” Una señora de pelo cortito, que también estaba sentada en una silla les dijo “Si quieren a mi díganme priista, yo aquí me quedo”. Luego se rió, solita. Por cierto, ésta ilustre ciudadana cuidaba una mesa en donde una cartulina invitaba a la gente a inscribirse a la próxima Convención Nacional Democrática. A todo lo largo de los campamentos encontré otras mesas como ésta.
Me uní al contingente. Ahora, éramos nueve los que llegamos a la glorieta del Ángel. Me quedé un poco atrás para esperar a un viejito que venía corriendo, con su gorra amarilla y una banderita del mismo color. A punto estaba yo de hacerle plática cuando sin saber de dónde, aparecen dos individuos que se nos pusieron al lado. Lo que de ellos me llamó la atención fue su charla. Uno le explicaba al otro su irrefutable teoría sobre la próxima conflagración bélica que los Estados Unidos, “esos hijos de la chingada”, planeaban ejecutar en el Caribe. Chido. El viejito siguió corriendo y no pude preguntarle nada.
También se nos unió un muchacho, quien cargaba una canasta llena de churros. Media cuadra más adelante el contingente ya era de unas 40 personas. Avisté una cancha de voleibol, mamparas llenas de grafitis, un letrero que decía “Sufragio PEJEctivo, No Calderón”. Unas mujeres distribuían mochilitas amarillas. Casi llegando a la esquina de la Palmera, llamaron mi atención unas personas que vestidas de blanco le daban masaje a unos paristas, quienes, sentados en sus sillas, ponían cara de éxtasis. Me detuve justo al lado de dos turistas, quienes previamente habían solicitado una explicación a uno de los masajistas. Escuché que éste último les decía “Si mire, esto es una técnica denominada Reiki, y nosotros estamos por recibir nuestro título de maestros de la disciplina, y mientras tanto, venimos de forma gratuita a ofrecer masaje a los compañeros paristas, porque al estar todo el día aquí sufren de un fuerte estrés” Escuché detrás de mí una risita. Al voltear reconocí al muchacho de los churros, quien negando con la cabeza se alejaba del lugar.
Seguí mi camino. En la siguiente cuadra hay una exposición que se llama “Voto por voto, foto por foto”. En la banqueta. Se trata de una selección de imágenes capturadas por distintos fotógrafos, para ilustrar lo que para la Coalición por el Bien de Todos significa el movimiento de resistencia civil. Comienza con unos versos de Fernando del Paso, de los cuales rescato sólo el último: “El fraude, el gran fraude, ya estaba allí, entre nosotros, desde mucho antes del
2 de julio”. Sigo. Llego a donde se ubicó el Frente Amplio Democrático Tláhuac. Ahí tienen expuesto un tanque de guerra, de cartón, con unas esculturas de Fox, Calderón y Salinas, que parecen piñatas. Más piñatas. Al lado pusieron un blasón grande con el escudo nacional, y al lado de éste hay una gran televisión, igual de cartón, en cuya ficticia pantalla tiene escrito: “Alto al cerco informativo, la resistencia sigue”.
Finalmente cruzo Insurgentes, y al lado de la estatua de Cuauhtémoc, un señor vestido de charro, subido en un templete, pronunciaba un sentido lamento: “Compañeros, nos han rrebatado nuestros votos… si, esos que le regalamos a nuestro jefecito.” Con una mano sostenía el micrófono y con la otra el sombrero de charro. A su lado, otro señor, con sombrero estilo panameño afinaba su guitarra. El charro siguió su discurso diciendo que él dedicaba su vida a cantar, sobre todo en enventos de ese tipo, para apoyar a su jefecito. Luego, cambió el tono sentimental y severo con el que venía hablando, para decirnos: “yo imito ocho imitaciones, y voy a empezar con Jorge Negrete”. Y sin más rollo, empezó a cantar que de Cocula es el mariachi y de Tecatitlán los sones. El de la guitarra hizo un esfuerzo sobre humano por detectar en qué tono cantaba nuestro charro. Ya que se acoplaron dejé que mis ojos se pasearan en aquélla sección del campamento, y éstos se toparon de nuevo con el vendedor de churros.
Calculé que serían como las once y veinte. Me le acerqué al muchacho y de mirar los churros me dio hambre. Compré tres por seis pesos. Temo que algún perredista me llame burgués por hacer lo que acabo de hacer. Le pregunté que si le gustaba nuestro charro cantor, y sin decir nada nomás sonrió y procedió a ponerle azúcar a mis churros. Fue entonces que me preguntó si yo era perredista. Le dije que no, y aclaré que tampoco soy de los otros, o sea, cualquier cosa que no fuera perredista (Tal parece que no soy nada, pues). Le dije que mi presencia se debía a mi gusto y necesidad de ver por mi mismo lo que estaba ocurriendo. Luego fui yo quien preguntó. -¿Qué opinas de todo esto? Me miró fijamente a los ojos y me dijo: -¿Crees que aunque ganen, estos cabrones me van a dar de tragar? Nel, si no le chingo no salgo adelante. Nadie me va a dar trabajo, estos no entienden que pa’ salir adelante hay que ponerse a trabajar, mírelos ahí echando la güeva, así están toda la semana, y luego encima tengo que decir que soy perredista para que me dejen trabajar por aquí”. Justo en ese campamento tienen una manta que dice “Perdón por las molestias, democracia en construcción”.
No quiero escribir que había varios tinacos y que de ellos sacaban agua las mujeres para lavar montones de cacerolas. Tampoco creo justo describir las fotografías de la exposición que ya mencioné, donde verdaderas masas se congregan para idolatrar a López Obrador. Será mejor que la gente vaya y las miré con sus propios ojos. No creo prudente decir que antes que yo, otros miraron esas fotos, e incluso hubo uno que otro indignado que no resistió la tentación de sacar un plumón y escribir en la frente de Andrés Manuel la palabra “mentiroso”. Supongo que no es del interés de nadie saber que me conmovió la foto de una mujer pobre y anciana que miraba al tan famoso AMLO como quien se encuentra ante un prodigio. Y digo todo esto a manera de negación, porque siento que en el fondo a la gran mayoría no le interesa en lo absoluto. Digo que será mejor que vayan y lo miren por si mismos, porque a éste país le urgen más espejos donde aprendamos a mirarnos.
Tampoco le quise contar a los paristas que recién me había comprado un carrito, no tanto por suponer que no les importara, sino, en vista de su impresionante capacidad de argumentación, seguro me agarrarían a patadas, y la verdad es que valoro mucho mi integridad física.

II

En la Avenida Juárez la situación es distinta. Hay más actividad, hay más gente, se notan mucho más organizados. Hay señoras que cortan el pelo por quince pesos. Hay médicos que dan consulta. Venden DVD’s propagandísticos: “¿Quién es el Sr. López?”, o “Acteal, estrategia de muerte”, etc. Venden elotes asados, discos compactos, playeras con la caricatura de AMLO. Parece que así financian el plantón. Las pancartas llenas de consignas son el principal objeto decorativo. Aparecen personas que se pegan al cuerpo cartulinas con largas demandas. Miro la cara de Fox y Calderón, caricaturizadas, por casi toda la avenida.
Camino hasta donde empieza la calle Madero. Son ya pasaditas de las 12. La estrechez de esta calle, más las incontables lonas que la cubren, la gente, los vendedores, lo hacen sentir a uno apretado. Ahí hay energía. Disponen sillas cual auditorio callejero, frente a las cuales hay unas bocinotas que ya han sintonizando alguna estación que transmite lo que ocurre en el zócalo. En las sillas hay señoras sentadas, que tejen, que platican, que esperan la voz del Peje. Sigo avanzando. Hay monitores de televisión, muchachos que distribuyen volantes. Unos se ven medio enojados. Más “auditorios”. Saco mi grabadorcita y aprieto el botón de grabar. Al menos hay un equipo de sonido instalado en cada cuadra. La voz de AMLO estalla en todos ellos. Las viejitas alzan las manos y las mueven en el aire, con todo y sus tejidos. Aunque el discurso ya comenzó, en algunas carpas no apagan las grabadoras donde canta Mercedes Sosa, Silvio Rodríguez e incluso Pepe Jara.
Por las bocinas se escucha un grito chillón: “¿¡Nos vamos a dejar!?”, a lo que las tejedoras, los reparte-propaganda, los peluqueros, los niños, los que están jugando dominó, los que van tomados de la mano, a los que el grito ese despertó, los crudos y los pachecos, contestan al unísono, con el brazo izquierdo en alto y el puño cerrado, “¡Noooooooooooooooo!”. Aplauso jubiloso; “¿¡Seguiremos en la lucha?!”, y toda la calle Madero se cimbra de nuevo, “¡Siiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!”
Por fin llego al zócalo. Ahí escucho la voz de Andrés Manuel, de su garganta al micrófono, del micro a las bocinas, de las bocinas a mis oídos. El ruido es generalizado, pues el discurso se mezcla con los gritos de la gente. Uno tiene que hacer un verdadero esfuerzo para discernir lo que se va escuchando. Por ejemplo, mis oídos captan: “No caeremos en provocalleve lleve la playeraaaaaaaa… Pediremos al ejército que la taaaaaaza la banderaaaaaa… mire joven la foto deltracióooooooon a la democraciaaaaa! Aplausos. Las carpas montadas en la plancha del zócalo no permiten ver el estrado. Hay un cerco alrededor para que solo ingresen a la plancha los simpatizantes, los de verdad, los que llevan ahí semanas. El tránsito se ha cerrado. El centro de la ciudad es amarillo. En cada bocacalle instalaron una grúa de la cual penden varios sistemas de sonido. ¿Cuántas peluqueadas y masajes tendrán que dar para pagar todo eso?
Viene un enunciado por parte de AMLO, y un grito por parte de la gente. Hace calor porque el sol pega recio. Ubico a un señor que sujeta con su mano una sombrilla dentro de la cual, calculo, cabemos dos.
Me instalo en la sombra y noto que el señor ni se inmuta de mi presencia. No he dejado de grabar nada. Al lado de mi benefactor hay una pareja de ancianos, cada uno con su sombrillita. Mis oídos siguen captando el llamado a la democracia, los cigarros de a peso, el gran fraude perpetrado desde los lleve las congeladaaaaaas… La viejita de al lado le pide a su marido le explique otra vez cómo estuvo el fraude. El señor le dice que fueron unos algoritmos, Andrés Manuel grita: ¡No nos vamos a dejar!; la viejita no sabe qué son los algoritmos, las bocinas reclaman: ¡Basta de abusos!, el señor dice que los algoritmos son unas cosas de la computadora que primero sumaron votos en la mañana, luego en la tarde, y luego otra vez en la noche. La viejita dice “Ah pues eso sí que es fraude”. Pasa una mujer cargando refrescos en una bolsa. Tengo antojo de un “esprait”.
En la sombrilla donde habíamos dos, somos ahora tres. Nunca supe de dónde salió una señora. Gordita. Mejor sigo. Llego a una esquina. Hay policías, cuatro: estamos listos para la hecatombe. Decido que mejor me voy y rodeo el zócalo. Hay cámaras de televisión, gente vestida de amarillo sentada en sillitas plegables, con cartulinas pegadas. “¡No caigamos en provocaciones!” sigo escuchando. Hasta el cansancio. ¿Provocaciones de quién? Supongo que mías. ¿Cómo se me ocurre comprar un carrito a plazos?
Llego a una jardinera y me siento para sacar mi cuaderno. Traigo en la cabeza demasiadas ideas y necesito decantarlas. Andrés Manuel calló. Un aplauso más fuerte y caluroso. La voz de una mujer convoca a que se cante el himno nacional. Comienza el coro y me levanto, voy a poner mi mano derecha, perpendicular a mi cuerpo, a la altura del pecho, pero… Detengo mi gesto. Todos los presentes cantan sentidamente, pero con el brazo izquierdo en alto. Unos cierran el puño, otros mantienen extendidos solamente el índice y el medio. Una V, supongo que de victoria. Siento que soy testigo de la reinvención de un símbolo. Nunca me enteré cuando pasó eso, el comienzo de una nueva patria o el derrumbe de un costumbrismo. O una nación que nunca supe ver. Dejé de cantar el himno, sentí que me lo habían rrebatado. Si pongo mi mano derecha a la altura del pecho van a decir que soy burgués. Mejor me callo y escribo: “Explota el aplauso, se encienden las radios, los bailes, la música. El mitin terminó. La plaza de la constitución parece hormiguero”.
III

Ya me voy de regreso. Recorro Madero pero en sentido inverso. El caminar la misma calle pero para el otro lado, es como hacer dos caminos distintos. Un grupo toca reggae. Mientras lo hacen, uno de los músicos dice a los presentes que harán un repaso a todos lo héroes que nos dieron patria, y al escuchar cada nombre, el público tiene que gritar “¡Presente!”. La música sigue, se acerca el de la guitarra al micrófono, un morenazo con rastas, y grita: “¡Miguel Hidalgo!”, y el público responde: “¡Presente!”. El del saxofón es quien ahora se aproxima y grita: “¡Josefa Ortiz de Domínguez!”, y el público hace su parte. Entre grito y grito los músicos bailan. Luego se acerca el bajista, se le queda viendo al micrófono y pone cara de duda, seguro que está hurgando en su mente, ¿qué otro héroe tenemos?, voltea la mirada desesperada al del saxofón, le suplica con los ojos, ¿qué otro?, y el bajista se acerca al micrófono y grita: “¡Ernesto Guevara!”. El público por un instante duda, se miran los presentes entre ellos, pero al final todos gritan “¡Presente!”. El del saxofón y el bajista miran al de la guitarra, con la cabeza le indican que se acerque al micrófono, como diciendo “Órale güey, te toca”. El guitarrista se queda varios compases frente al micrófono sin decir nada, hasta que por fin se le ocurre algo: “Ahora, en lugar de decir Presente, vamos todos a decir, Presidente, ¿sale?” El público dice que sí. A éste público no le queda de otra. El del saxofón ya agarró la onda, y él se pone frente al micrófono, toma aire, abre los brazos y grita: “Andrés Manuel López Obradoooooooooooooor”. Paran la música, los ejecutantes alzan los brazos, la gente los imita, se unifica el coro, estruendoso, tremendo, inacabable, ¡”Presideeeeeeeeeeeenteeeeeeeeeeeeeee!”.
Termina la música. Sigo. Sigo. Sigo. Pienso. ¡Qué bueno que vine! Me siento mucho mejor. Tranquilo. Porque al menos ahora estoy seguro de algo: la cosa está peor de lo que imaginé. No veo como detener esto. Siento que empiezo a entender cómo fue que todo comenzó. De hecho, creo que la historia es simple. Hay pobres. Hay promesas. Se otorgan las promesas a los pobres. Hay entrega. Una promesa es ilusión, es esperanza. Se arrojan promesas a los pobres como maíz a las gallinas. Eso me repugna.
Hay ricos. A los ricos nadie les promete nada. La única entrega es hacia ellos mismos. Nadie tiene que morir para que un rico mantenga su ilusión, su esperanza. Hubo quien murió para que la ilusión y esperanza del pobre tuviera sentido, continuidad. Hubo quien murió con tal de mantener una promesa. No es lo mismo dar maíz que dar la vida. No creo que Andrés Manuel se muera para cumplir todo lo que ha prometido. Hay promesas que no se cumplen, siempre sucede, triste e irrenunciablemente. ¿Por qué? Hay gente que quizás por vez primera siente que hace algo por sí misma, por su patria, por sus hijos. Una esperanza los alimenta. Un hombre que ha luchado contra todo los guía, incansable, insaciable. Sin embargo, a ese hombre no le creo. Se parece mucho a todo lo que repudia. Ojala que alguien lo proteja de aquello que tanto desea. Me pidieron que les mentara la madre “a esos cabrones”. No puedo hacerlo. De alguna forma, ésta gente también me pide que le miente la madre a los otros, es decir, a los que no son perredistas. No sé cómo se puede resolver un conflicto en donde ninguna de las partes reconoce a la otra. Ambas consideran justa la no existencia del otro. Cualquier detalle, por ínfimo e intrascendente que sea, alebresta las jaurías. En mi país no sabemos mirarnos. Nuestro espejo sigue ahí, bien enterrado. Sigo. Ahora Toluca me queda más lejos.