martes, octubre 31, 2006

Vestido de Diablo

Escogí para la ocasión un disfraz de diablito. En la tienda donde lo compré tenían de todo: lonjes moco, calacas, chupacabras. A mi me gustó ese traje rojo con colita. Me lo probé y me quedó perfecto. Además me vendieron pinturitas, una de color rojo y otra de color negro.
Por primera vez en muchísimos años me iba a poner un disfraz. Mis amigos y yo estábamos francamente entusiasmados con la idea. Era divertido pues. En ese entonces nadie se puso a reflexionar si era una costumbre gringa, o si estábamos contribuyendo al consumismo absurdo de temporada. No. La idea era ponerse algo para cotorrear en la reunión.
Era la primera fiesta de disfraces a la que acepté ir, principalmente porque era un asunto de puros cuates. El día de la cita me enfundé en mi traje y esperé a que llegara la que en ese entonces era mi novia. Ella llegó a mi casa vestida de Maléfica. Me ayudó a pintarme la cara de rojo, delineó mis bigotes y me puso cejas disque de malvado. Cuando me puse la capucha, surgió el primer problema: los cuernitos se hacían para abajo, como orejas de perro mojado. Por más que luché porque se mantuvieran firmes y erectos, éstos volvían a su posición de gusano escurrido. Además, se bamboleaban de un lado a otro mientras caminaba.
Aparte de mi novia y yo, salimos rumbo a la fiesta mi hermana y mis dos cuñadas. Llegamos a Zinacantepec, a la casa de mi amigo Robe. Nuestro anfitrión salió a recibirnos vestido de Freddy Krueger. Mi atuendo de diablo causó exactamente el efecto contrario al que yo esperaba: todos se rieron. No sé si porque me veía chonchito, o porque la capucha me apretaba el rostro y me resaltaba los cachetes, o por que al bailar cumbia con Maléfica los cuernitos hacían lo propio de manera anárquica y desenfadada. No supe exactamente, pero se rieron.
Todos adivinamos nuestros disfraces: el Roger iba de calaca, aunque el maquillaje de la cara parecía más bien el de un oso panda. Mi hermana era el espantapájaros, el Sach venía de drácula. Servando iba… en realidad no supimos. Traía puesto un traje gris y corbata negra. Se pintó una especie de antifaz en la cara, y se peinó de raya en medio. Le preguntamos que de qué iba su disfraz y como respuesta obtuvimos un “Pues a ver, adivinen”. Tras varios intentos fallidos, alguien finalmente exclamó: “¡Ya sé, ese güey viene disfrazado de gutierritos!”. Estalló la risa y el aplauso, descubrimos el disfraz. Por más que Servando insistió en que su disfraz era el de “un muerto”, no le hicimos caso. Desde entonces todo el mundo lo saluda por la calle llamándole “Qué onda Gutierritos, ¿Cómo estas?”
Sin embargo, la mejor parte de la historia estaba aun por llegar. Maléfica tenía su propia fiesta de disfraces con su grupo de amigos. Nos despedimos de donde estábamos y nos dirigimos la espantapájaros, las brujas de mis cuñadas (así iban disfrazadas), Maléfica y yo hacia la otra reunión.
En paseo Tollocan nos tocó el semáforo en rojo. Como suelo hacer en esos casos, me frené. A la espera de la luz verde estábamos todos, comentando los disfraces de mis amigos, riéndonos del recién descubierto gutierritos. A todos nos agarró desprevenidos un rechinón de llantas seguido de un buen golpe propinado a la defensa trasera de mi coche. No fue muy duro el impacto, pero eso no dejó de zarandearnos un poco. Me enfadé y exclamé, “¿¡Pero qué no ve este güey que estamos en alto!?”
Me deshice del cinturón de seguridad y bajé del auto vuelto una furia. Cerré la puerta y me acerqué al auto de atrás para encarar a su conductor. Este tenía cara de sorprendido, con las manos bien aferradas al volante. Pero al acercarme algo sucedió, sentí un tirón por detrás que me impedía avanzar. Me volví para ver qué es lo que pasaba y descubrí que la cola de mi traje de diablito se había quedado atorada en la puerta. Con el enojo olvidé que aun traía puesto el disfraz. Abrí la puerta de mi carro para liberar la cola, y al hacer eso, las carcajadas de Maléfica, las brujas y el espantapájaros inundaron la calle. Eso logró que el coraje se me quitara, pero pues no podía ir a encarar al otro automovilista así, todo tranquilito. Así que fingí cara de re bien encabronado, agarré mi cola con una mano y con la otra cerré la puerta. Me volví a acercar al otro coche. Para este momento, el conductor ya se había bajado, y a juzgar por la cara que traía, noté que a todas luces estaba evitando soltar una carcajada.
Dentro de su coche divisé la silueta de dos niños chiquitos que me señalaban. El tipo me pidió disculpas. Le pregunté que si estaba bien, que si nadie en su coche se había lastimado. En ese momento ya no pudo más y se empezó a cagar de la risa. Me asomé a la defensa de mi auto y noté que no había pasado nada. Le dije que pues al parecer no había bronca. Noté que ni siquiera la capucha me había quitado. Agarré uno de mis cuernitos y me eché a reír. Todo era risas, el tipo y yo vestido de diablo en la calle, risas en mi carro, risas en el carro de él. Parecíamos todos unos idiotas.
Fue hace más de seis años, mi mejor día de jalogüin. Nunca me volví a vestir de diablo.

domingo, octubre 22, 2006

La boda del primo Joel

Seguro que es igual en todos lados, de reversa, mami, agachadito, un, dos, tres, por aquí y por allá, el estándar es el mismo, arriba, abajo, la tía baila, está contenta, se ve linda vestida de azul, ¿está borracha? No sé, no importa, no quiero saber, hoy se casa Joel, todos alzan las manos, mueven las caderas, la pista de baile, colillas de cigarro aplastadas, el grupo que toca, la chica guapa canta, el tipo gordo mueve la cintura, mi hermano con su copa en la mano, vino, tequila, jaibol, el postre pedorro, la crema de alcachofas que ya se digirió, el mesero que se llama Poncho y es de León; un pueblo que parece ciudad que se llama Atlixco y no estoy seguro de que exista, una pareja, corbatas, peinados desechos, las suculentas pieles que vienen de Puebla, del DF, quizás Veracruz, la iglesia semi-vacía, la fiesta repleta, arriba los novios, el vals, los abrazos, aún no sirven el pastel, afuera la lluvia, vestidos color rosa, vestido otra vez azul, piernas sin afeitar de una chica, un cronista que escribe sentado al lado de las bocinas, un platillazo, la cumbia, el beso de España, un niño chiquito que se hace el chistoso, mi tío se acerca a la mesa buscando su cuba, ancianos que ya se fueron, señoritas esperan la mano que invite a bailar, suave, suave, suavecito, otra señora de azul, muchacho de gris, copa de tinto en mi mano, cigarros que no me quiero fumar, la mesa número 10, Selena y los Dinos, mi primo es el novio que llora, espero el cafecito, ya huele, ya viene el mesero, tengo calor y una corbata roja, la charla con la prima, con Raymundo Sesma, el pintor que viene de Milán, se acaba mi vino, otra prima que no veo hace siglos, la miro de lejos, baila, me gusta su piel quemadita, que no se enteren los tíos, conozco a un bato que dice que canta y que dice ser mi primo, pido más vino, tiene espinas el rosal y mi alma está llorando, mucha gente que baila, pi pi pi piiiiii, mucha gente sentada que sigue el ritmo de la cumbia golpeando la mesa con los dedos, señora de lentes, chiquilla de rosa, muñeconas de rojo, no te voy a perdonar, lo que tú hiciste conmigo tú lo tendrás que pagar, un relato de boda instantáneo, como foto, recuerdo perenne, mi tío se levanta y se aleja, me quedo solito, escribo a mis anchas, Sergio el bailador acaba de llegar, mi hermano le da un trago al jaibol, ya bailó con su madre, la mía, el cencerro, micrófono escupido, la arena estaba de bote en bote, salud, ¡qué sed!, ídolos de la afición, mi hermano recibe una máscara de Octagón, le tomo una foto, mi hermana pregunta que a qué horas son, que a qué hora nos vamos y nada le digo yo, una chica preciosa se sienta en mi mesa, no quiero escribir, es momento de acción, ya llegó el swing, el rock n’ roll, el Rafa me dice que si me la pienso pasar escribiendo, la güera buenota baila con un niñito, otra vez salud, ¡qué pinche sed! ¿Dónde está el baño? Lupe, Lupe, Lupita mi amor, invito a bailar a la chica de negro, está muy linda, divina, me manda al carajo, ¿qué le hago? Me río, lo escribo: “la chica preciosa divina hermosa de negro me mandó al carajo”, otra más que se resiste a mis encantos, Macho, macho maaaan, In the navy, ¿vez? Toda la vida es lo mismo. Todas las bodas lo mismo. Mi padre, su traje gris, pasitos de mambo en la mano de ella, mi madre, los miro, uno son en la pista, lo gozan, se mueven los pies, se prenden y apagan las luces, mi padre, mi madre, la cumbia, mi primo Emilio está raro, algo trae, Ambra Polidori, la fotógrafa, me pregunta ¿por qué no bailas con mi sobrina? Ya la invité, no quiso, ¿qué le voy a hacer?, a bailar con la prima Daniela, con Elsa mi tía, con la mamá de mi primo Joel, vueltecita a mi madre, regreso a la mesa, traguito de whisky, me presentan a un tío, me disculpo, me voy para el baño, me entretengo con un platito repleto de cubitos de mango, me vuelvo y escribo, me siento cansado, que si ya nos vamos, el abrazo y despido, primo, te quiero, besos de ceniza, alma quebradiza, abrazo a la novia, sigue raro el Emilio, ¿se peleó con su novia? allá está la salida, el saco, el abrigo, ¿dónde dejé los cigarros? Ahí nos hablamos, pintor, ¡mucho gusto!, señora, hasta pronto, ¡qué güeva de aquí hasta Toluca!, se van con cuidado, hasta pronto, chau, chau…

domingo, octubre 15, 2006

Hay cosas que suceden

Planteamiento del problema
Para mí, esto que a continuación narraré empezó un domingo por la tarde. No fue nada grave. Con esto quiero decir que el mundo no se detuvo, ni los mares tomaron por asalto las ciudades. Aún así, hay cosas que uno prefiere que no pasen.
Recibí la llamada de un amigo que se llama Benja, -¿Bueno? -¿Moncho?, -Sí, soy yo, ¿quién habla?, -Soy Benja, -¡Ah!, ¿Qué pasó Benja?, ¡Qué milagro! –Sí si, hace mucho que no sabía de ti, -Así es carnal, así es. ¿Qué onda, qué pasó, pa’ qué soy bueno? –No, pues fíjate que me habló mi primo, el que vive al lado de tu oficina. Parece que algo le pasó al carro de Jaime. -¿Ah si? ¿Y algo como qué?, -No pues no sé, yo no he visto, me dijo mi primo que estuvo tocando el timbre y nadie le abrió, y no tiene el número de Jaime, entonces me preguntó a mí que si podía llamarle a su celular. -¿Y no te contesta? –No pues no, -Mmmta, chale, pues voy a darme una vuelta a la oficina a ver qué pasa, y luego busco al Jaime para decirle qué pedo. –Sale Moncho, estaría bien que te dieras una vuelta, te digo que no sé de que se trata, algo le pasó al coche. –Pues sí, a ver qué onda. Mil gracias por avisar carnal, nos estamos viendo. –Sale, hasta luego. –Bye. –Click. –Click.
Algo le pasó al coche de Jaime. Dos días antes, salimos él y yo de la oficina con rumbo al aeropuerto de Toluca. Ninguno de los dos le dio importancia al hecho de que su coche se quedó afuera, en la calle. En esa oficina trabajamos los dos, pero además, en la parte de atrás el buen Jaime instaló un departamentito donde vive desde hace un año.
Yo recordé que el coche se quedó afuera justo después de que colgué con Benja, ese domingo lluvioso. Jaime iba a estar fuera todo el fin de semana y yo no voy a la oficina ni sábados ni domingos.
-¡Puta madre!- pensé para mis adentros. Le dije a mi familia que no tardaba, que tenía que ir a ver el coche de Jaime. -¿Qué hay que verle a ese coche?- me preguntaron. –No, pues que algo le pasó, el pendejo lo dejó afuera todo el fin de semana, se me hace que ya le bajaron algo, a ver qué puedo hacer.

Contexto
Las cosas suceden en cualquier parte. Esto que ya empecé a contar sucedió en el municipio de Metepec, Estado de México. Supuestamente es un lugar de nivel medio-alto. En los últimos años han llegado a este sitio cientos de familias procedentes de varios lugares de la república, principalmente del Distrito Federal y del norte del país. La composición socio-económica de lo que antes era un pueblo ha cambiado drásticamente. Ahora le dicen “Ciudad Típica”. Cuenta con decenas, si no es que cientos de conjuntos residenciales, muchos de ellos de nivel francamente alto. Para los ricos, pues.
Abrieron un centro comercial gigante con tiendas de todo tipo, y alrededor han instalado tiendas de autoservicio nada modestas, ostentosas, una al lado de la otra. También trajeron agencias de carros, de cualquier marca, tipo, forma, tamaño y fecha de caducidad. Antes no se veía circular por aquí (y creo que por casi ninguna parte) esos camionetones que se llaman Hummer, jóvenes reliquias de la ingeniería militar que ante su inutilidad operativa en los campos de batalla, vieron un gran mercado en expansión en los bolsillos de los estúpidos nuevos ricos que pueblan ciertos municipios del país, entre ellos, Metepec, Estado de México.
En los límites de la “Ciudad Típica de Metepec” pusieron retenes de policías para controlar el consumo de alcohol de los conductores. En las esquinas se ve a los agentes de tránsito intentar controlar el desquiciado tráfico, provocado, en gran parte, por gente que maneja esos camionetones que ya dije, que rebasan en el carril donde no está permitido, que piensan que el rojo en el semáforo no es otra cosa mas que una mera recomendación. Cada cruce de calles parece desembocadura de dos violentos ríos que se encuentran. Hay tantos Mercedes Benz, Volvos, Audis, BMW’s, etc., que bien podría uno pensar que Metepec se ha convertido en la hoguera de las vanidades, o el día después de la llegada de lo Reyes Magos, y todos los niños adultos salen a la calle a presumir sus juguetitos.
Se vive tan bien en este lugar, la gente está tan tranquila y tan segura, que simplemente hacen lo que se les da la gana. Los más jovencitos llevan sus coches nuevos a estrenar justo afuera de los antros. Se acercan en sus Mini-Coopers, sus Toyotas, le suben el volumen a la canción de moda justo frente a la entrada del bar, antro o congal. Las jovencitas se bajan de ellos todas monas y sonrientes; horas más tarde se suben otra vez, en estado de profunda ebriedad, por lo general insultando al tipo del valet parking, que les abre la puerta, que les dice que se vayan con cuidado a casa.
Los más grandecitos hacen otro tipo de desfiguros. Se estacionan donde quieren, esté permitido o no. Por supuesto que está prohibido dentro de su idiosincrasia el dejar que el peatón cruce primero (Hace tiempo estuve a punto de ser arrollado por un BMW color negro, que se pasó el alto y además me tocó el claxon por haber osado atravesar la calle justo cuando él quería pasar). Es regla general el no mirar a los ojos a todo aquél que los atienda. A la menor provocación, oprimen con vigor y rabia el botón del claxon, sobre todo las señoras. Hacen lo que les da la gana, por que, finalmente, pues son ricos, ¡Qué chingás!
Nuestra oficina se ubica en una colonia de Metepec que es más bien clasemediera. Un día a la semana pasa un policía casa por casa, oficina por oficina, para solicitar una cooperación que puede variar dependiendo de la zona y del rango que el policía ocupe en la jerarquía de la corporación de “seguridad pública”. En este lugar, la palabra “cooperación” es sinónimo de “A Güevo”. El poli que viene a nuestra oficina nos pide quince pesos. Podría parecer una bicoca, pero si uno se pone a hacer cálculos, nada más en esta colonia debe haber unas dos mil o tres mil casas. Además, hay unos cuatro o cinco policías que resguardan la zona, así que el reparto de nuestras “cooperaciones” no le ha de hacer daño a ninguno de ellos.
Como se puede apreciar, se vive seguro, hay bienestar, hay para todos, por fin llegó la civilidad, sobre todo después de que abrieron la tienda “Liverpool”. Aun así, en éste idílico paraíso, hay cosas que suceden.

Recopilación de datos (Reconstrucción de los hechos)
a) Llegada al lugar de los hechos

Me dirijo de mi casa, en el remoto pueblo de San Buenaventura, hacia mi oficina, ubicada en Metepec. Llueve. Ya dije que es domingo. Son las 6 de la tarde. Además de conducir y escuchar la radio, pienso en las posibles combinaciones que el destino ha preparado para mí cuando llegue a ver el coche de mi amigo Jaime. Muy en el fondo, no quiero ver eso. Ni siquiera tengo ganas de ir a la oficina, ¡es domingo, son las seis de la tarde y está lloviendo, coño!
Estoy casi convencido de que algo le bajaron, los espejos, los limpiadores, o incluso las llantas. Dentro de mis más profundos temores está incluso la posibilidad de encontrar el coche todo rayado, con los cristales desechos, los asientos mojados y con cacas de perro por todos lados, sin volante y con cables colgando desde el sitio donde normalmente se instala un estéreo.
Estoy a punto de doblar en la esquina de la calle sobre la cual está la oficina. (¡Qué mala frase!) Ya doy la vuelta y a la distancia distingo un objeto con forma de raspa-hielo gigante, que frágilmente se apoya en tres ladrillos. Es el coche de Jaime. No sé por qué, de verdad no me lo explico aún, pero lo primero que pensé en ese momento fue en los 15 pesos del policía.
Me estaciono detrás de ese objeto que también se asemeja a un calcetín de bebé. Le doy la primera vuelta de reconocimiento. Lo miro por arriba y por abajo. Sé que se trata de un coche, pero en serio, sin llantas parece canastilla de rueda de la fortuna, o bote de tamales. Es como si a una persona le quitaran las orejas, o la mandíbula; no por eso dejan de ser personas, pero la sensación de extrañamiento sería inevitable.
El vecino de al lado está ahí, hincado, arreglando la manija del zaguán de su casa, la cual está a la izquierda de nuestra oficina. Al verme llegar se acerca y saluda amablemente. Comienza a hacerme la plática.

b) Primera ronda de declaraciones por parte de los testigos
Lo primero que me dijo el vecino fue: -¡iiiiiiiiii, le robaron las llaaaaaaaaantas!”. Hasta cierto punto, considero como algo muy positivo el hecho de tener vecinos tan observadores. Luego me dijo: -Mire joven, yo llegué como a la una de la mañana del sábado, y estaba todo bien, todo tranquilo. Luego como a las 8 de la mañana sale mi esposa a la tienda y regresa y me dice “Mira tú, ¡al vecino le robaron las llaaaantas!”, entonces que le digo “¡No manches hija!” y que me dice “Sí, le robaron las llantas, ira ve a ver”, entonces que salgo y nooooooo pus sí, ya no estaban las llantas.
Yo escuchaba su exposición, intentando disimular una risita que se me quería asomar. –Entonces pues todo pasó en la madrugada, joven-, concluyó el vecino.
Luego me dijo que tocó el timbre todo el día y que no le abrí. Le dije que yo no pude haberle abierto a nadie porque ahí no vivo yo, ahí vive mi amigo Jaime, quien estaba de viaje. A juzgar por la cara que puso, imaginé que en su mente se estaba preguntando: “¿Bueno, entonces este güey que hace aquí? ¿Cómo se enteró de que al coche le habían robado las llantas?”. Sin esperar preguntas le expliqué que yo ahí tengo mi oficina, que Jaime es mi amigo, y que el vecino de la casa de la derecha es primo de otro amigo nuestro que se llama Benja, y que fue éste último quien me contactó a mí para avisarme que al coche le había pasado algo.
Mi interlocutor se quedó pensativo, se rascó la nuca mientras le echaba una mirada a los ladrillos que sostenían al carro. No dijimos nada durante unos momentos. Yo también miraba lo mismo, con las manos en los bolsillos del pantalón. La lluvia era ligera pero constante. El vecino, cuyo nombre no recuerdo, rompe el silencio diciendo: -Sí joven, le digo que cuando llegué todo estaba tranquilo, el coche completo…-, y me volvió a repetir la historia.
Esta vez agregó que a su casa se habían metido cinco veces a robar, y que a la vecina de la otra casa, al lado de la suya, también se le habían metido unos rateros, y que incluso habían encerrado al perro en el baño, -¡Pinche gente! ¿No joven?-, me pregunta, medio indignado. –Pues sí joven, qué mala onda-, le contesto.
Le dije “joven” porque calculo que sería más o menos de mi edad, y como él me dice “joven” a mí…

Le llamé a Jaime por teléfono. Le conté todo lo que hasta ese momento había ocurrido: le bajaron las llantas y a cambio le dejaron unos bonitos ladrillos. Le dije que de acuerdo al testimonio de un vecino, el robo se había perpetrado en la noche del sábado para amanecer domingo. Jaime me pidió que de favor entrara a su casa y que buscara un juego de llaves que tenía escondidas, que con ellas entrara a su departamento y encendiera la luz, o dejara la tele prendida, o algo por el estilo. La cuestión era que Jaime no volvería sino hasta el lunes por la tarde, y su raspa-hielos se tendría que quedar afuera otra noche más, desolado y triste, sobre sus tres ladrillos. El plan era simular que alguien había llegado, no fuera a suceder que a los roba-llantas se les ocurra regresar.
Puse manos a la obra. Encontré el duplicado de las llaves. Luego fui al departamento, prendí la luz y luego la televisión. En ella estaban pasando un programa, un concurso de baile donde unos famosos (no puedo llamarles artistas) bailan con unos desconocidos. Me senté en un sofá a mirar las piernas de la famosa que se dejaba zarandear por un desconocido de cabello largo. Estaba yo francamente entusiasmado viendo a la mujer cuando sonó el timbre.
Me asomé y había un hombrecillo parado en la banqueta, agarrando con sus manos los barrotes de la reja. Salí a ver qué se le ofrecía. Se presentó, me dijo su nombre y también lo olvidé. Me dijo que era el vecino de la casa de enfrente, y como si yo no lo supiera ya, me dijo que me habían robado las llantas. Traía cara de enojado. Enfatizó, con cierto dejo de reproche, que estuvo tocando el timbre todo el día y que no le abrí. Tuve que explicarle también a él que las llantas no eran mías, que yo no vivía ahí. Como si no me hubiese escuchado, me dijo que no debía vivir tan aislado, que hay que conocer a los vecinos, que él siempre ha dejado su coche en la calle porque en la cochera solo cabe su camioneta, y que nunca le habían intentado robar nada. Se despidió.
Le hablé a Jaime para decirle que ya estaba todo en calma y bajo control, que estuviera tranquilo, que lo vería al día siguiente.
Decidí que ya era mucho para una tarde de domingo, así que cerré bien el departamento, la oficina, y me largué de ahí. Dejé la luz y la televisión encendidas.

c) Segunda ronda de declaraciones por parte de los testigos
Como dije en un principio, las cosas suceden y el tiempo no se detiene para mirar cómo se resuelven los problemas. El lunes por la mañana fui a impartir clases, y de ahí me dirigí a la oficina. Ahora el día está soleado y no entiendo por qué coños me siento tan contento. Quiero pensar que son mis alumnos los que me transmiten vida.
Al llegar a mi sitio de trabajo, observo con alivio que el coche de Jaime sigue ahí. Le echo un vistazo de reconocimiento y confirmo que todo sigue tal cual lo dejé en la noche.
No tenía ni diez minutos de haberme instalado frente a la computadora, cuando suena el timbre. Me asomo, y un tipo de lentes, delgado, con el ceño fruncido por el sol y los cabellos güeros se dirige a mí diciendo: -Buenos días, ¿no está el Jimmy?- Yo le contesto: -Fíjese que no, pero llega esta tarde. ¿Puedo ayudarle en algo?- Se puso una mano en la frente para taparse del sol, y me dijo: -Más bien vengo a ver qué fue lo que pasó, ¿ya vio que el coche de Jimmy no trae llantas?
Me llegaron dos pensamientos, uno malo y otro bueno. El malo fue: “¿Acaso todo el mundo piensa que no veo las cosas que ocurren? ¡Ya vi que al coche le robaron las pinches llantas!”. El pensamiento bueno fue: “Al menos hay alguien que sabe que no se trata de mi coche y que no soy yo quien vive aquí”.
Salí para hablar con el tipo. Se presentó. Lo único que recuerdo es que se trataba del Pastor de la iglesia. Repitió unas siete veces la frase “¡Qué terrible!” con la mano tapándose el sol de la cara, el ceño fruncido, mirando los ladrillos sobre los cuales flotaba el coche. –Pues sí, qué mala onda, ¿no?- le decía yo con desgano, las manos metidas en los bolsillos, mirándole a él mirar el coche. –Por favor dile a Jimmy que lo vine a ver, que si algo se le ofrece me busque.- me dijo con mucha amabilidad. Nos dimos la mano y lo vi alejarse por la acera, negando con la cabeza, como si se fuese diciendo a sí mismo “¡Qué terrible, qué terrible!”.
Volví a mis labores. Aproximadamente una hora más tarde, escucho la voz decrépita de una mujer que desde la calle exclama: “¡Yo los colgaba de los güevos a esos cabrones!”. Dejo lo que estoy haciendo, me levanto y me asomo. Afuera está la anciana que acaba de proferir tan dulce frase. A su lado hay otra mujer, de unos cuarenta años, y a su lado un niñita de unos diez, con su mochila a la espalda, una lonchera en una mano y la mano de la cuarentona en la otra. Abuela, hija y nieta mirando los ladrillos. -¡Ay arquitecto, perdón, pero qué feo que le robaron las llantas!- me dice la anciana, un poco apenada. Le dije que no soy arquitecto, que no son mis llantas. Afortunadamente se fueron rápido y no me hicieron mucha charla.

Resolución del problema (y algunos testimonios adicionales)
Fui por el “Jimmy” al aeropuerto a las tres de la tarde con treinta minutos. Cuando llegué ahí estaba él esperando, fumándose un cigarro. En el camino hacia lo oficina le conté que lo fue a buscar el Pastor, que se veía re’ cagado su coche puesto nada más sobre tres ladrillos, que seguro se trataba de unos novatos los que habían perpetrado el robo. El tráfico era caótico, ya que en las cercanías del aeropuerto estaban terminando de construir otro mega centro comercial, así que había muchos trailers y camiones yendo y viniendo.
Llegando a la oficina, lo primero que hizo Jaime fue mirar por todos lados el coche, sacar algunas conjeturas, frotarse la barbilla con una mano, y decirme –¡No mames, esto no lo hicieron unos novatos!- Yo insistí en que sí, que cómo alguien se arriesgaba tanto por unas pinches llantas viejas.
Sin hacerme mucho caso, Jaime entró a la oficina y se echó un clavado en uno de sus cajones. Sacó de él una tarjeta con un número de teléfono, y marcó a la agencia de coches que le corresponde a la marca de su auto. Sin mucho preámbulo pidió el precio de un juego de rines. Hasta ese momento recordé que las llantas traen rines. Jaime apuntó una cifra en la misma tarjeta en la que estaba el número. Dio las gracias a la persona con la que hablaba, colgó el teléfono, y me dijo: -Mira güey, ésto cuesta un sólo rin original, multiplícalo por cuatro, mas las llantas, son mas de doce mil bolas. ¡Esos cabrones sabían muy bien lo que hacían!- Ya no dije nada.
Por cuestiones propias de su trabajo, Jaime no podía esperar a que las llantas aparecieran solas. Insisto, si el mundo no se detiene, nosotros no debemos detenernos tampoco, porque entonces la desidia nos lleva, nos atropella, nos aplasta.
Le sugerí al “Jimmy” que fuéramos a una llantera que yo conocía en el cruce de Pino Suárez y Las Torres. Llegamos y nos atendió una muchacha que se llamaba Viridiana, coquetona ella, con todo muy bien puesto en su lugar. Hay nombres que, no sé por qué, no se me olvidan. Jaime escogió un juego de rines con llantas que salió muchísimo más barato que lo ofrecido por la agencia. Yo le pregunté a Viridiana qué hacía una chica como ella vendiendo llantas. Me dijo que eso es lo que le gustaba.
De regreso en la oficina pusimos manos a la obra. Jaime fue a buscar herramientas y yo comencé a bajar los neumáticos de mi coche. El vecino de la casa del lado izquierdo se asomó y me brindó un saludo, y luego le fue a dar la mano a Jaime, diciendo: -¡iiiiiiiiii joven, que le roban las llantas!- Jaime, sin hacerle mucho caso le contestó: -Sí, ya ve como es esto. Luego, el vecino le repitió a mi amigo la misma historia que yo le escuché la tarde anterior, que cuando él llegó… y que si le habían robado cinco veces… y que si a la otra vecina le encerraron al perro en el baño…
Logramos colocar las dos llantas que estaban del lado de la acera antes de que apareciera el siguiente vecino. Esta vez se trató de un muchachito que vive en la casa del lado derecho. Fue él quien llamó a Benja, que después me llamó a mí. Lo primerito que dijo, antes de decir “hola” o “buenas tardes”, fue: -¡Te robaron las llaaaaaaaaaantas!, ¡Hijos de su puuuuuuta madre!- Pensé en lo asombrosamente útil que suele ser la gente en ciertos casos. Dijo que la noche del robo su perro se la pasó ladrando, pero que “ese pinche perro ladra todo el tiempo”, así que no le dio importancia; que cuando vio las llantas pensó “iiiiiiiiii, ya le robaron las llantas al vecino”; que tocó el timbre y no le abrieron, que le habló a su primo Benja para ver si él podía avisarle a Jaime. Ah, lo olvidaba; también dijo: “¡Pinches culeros!”
El vecino y Jaime siguieron hablando de otras cosas que no escuché por andar apretando los taponcitos de la tercera llanta. En eso iba pasando una pareja de ancianos a media calle. Se detuvieron junto a mí, y el señor, un calvito él, me preguntó: -¿Y ahora qué? ¿Le robaron las llantas?- Sentí que se me calentaba la sangre. Completamente serio y mostrando abiertamente mi poca disposición al diálogo, le dije: -Se las robaron a él-. Señalé a Jaime. La anciana estaba bien agarrada del brazo del calvito; me miraba con curiosidad, enrollada en un chal color rosa. Mr. Calvito arremetió contra mí diciendo: -Pus con esos rines que le compraron va a salir pior-. Se dieron luego la vuelta y se alejaron de mí sin siquiera despedirse. Quise decirle una grosería, pero no se la dije, nomás la pensé.
El vecino seguía platicando con Jaime. Traté de escuchar lo que le decía. El primero le decía al último que un día, a su abuelito le habían robado una camioneta, y que a otra vecina, una que vive ahí cerca, también le robaron las llantas, pero dentro de su cochera. Concluyendo esto, se despidió y se metió a su casa a jugar con su perro, que curiosamente, estaba bastante calladito esa tarde.

Conclusiones
Una vez que cada llanta nueva tomó posesión de su sitio, nos dimos cuenta que al coche le había vuelto la personalidad. Ahora sí parecía un automóvil de verdad, como si a una persona sin orejas le hubieran vuelto a salir éstas. Jaime y yo guardamos las herramientas, pusimos en la cochera los ladrillos que ahora sobraban. Le comenté el breve episodio del anciano calvito. Se rió y me agradeció “por todo este desmadre”.
Sigo creyendo que nada de esto es grave. Ni siquiera importante. Pienso que incluso podría no tener ningún sentido escribir sobre el asunto. Pero ya lo escribí, así que permito que otro pensamiento me llegue y me diga que cualquier cosa que yo escriba tiene sentido, que en la vida a todos nos pasan cosas de las cuales sólo podemos elegir la manera en como habremos de tomarlas. Cuando uno decide ponerse a escribir, ni siquiera importa si aquello escrito es real o es mentira, o si me pasó a mí o le pasó a alguien más, o si ocurrió en Metepec o en Zapopan. Lo que importa es lo que esa escritura alimenta, el imaginario que se va nutriendo con los millones de ínfimas desgracias que suceden todo el tiempo, en todos lados a la vez. Esto que conté comenzó a ocurrirme a mí un domingo por la tarde. De no haberlo escrito, puede que no me haya ocurrido nunca.

Corolario
La siguiente ocasión en que el policía pasó por su cooperación, fue recibido por mi amigo Jaime. Éste le dijo que nunca le iba a volver a dar un solo centavo más, y que si no le parecía, que entonces se llevara a cambio unos ladrillos que ahí tenía guardados.

lunes, octubre 02, 2006

Sucesión Presidencial

Trabajé un año y seis meses de mi vida entre los gruesos muros de una ex hacienda que se llama Santa Cruz de los Patos. Hace varias décadas fue un monasterio, luego una universidad privada, y actualmente hospeda a un centro académico de estudios superiores: El Colegio Mexiquense A.C.
El domingo 1 de Octubre, esta institución cumplió veinte años de existencia, y en el marco de sus celebraciones, se llevó a cabo el cambio de Presidente. Como el aniversario cayó en domingo, la ceremonia de aniversario se realizó el viernes 29 de septiembre. Llegué tarde, no precisamente porque mi arribo se produjera 20 minutos después de que empezara el show, sino que en realidad, llevaba varios meses de retraso. Desde mayo pasado no pisaba ese lugar.
Para ubicar un poco al lector, he de contar que ésta institución pertenece a la red de colegios derivados de El Colegio de México. La sede para el Estado de México fue abierta en 1986 por el Profesor Omar Martínez Legorreta, experto en asuntos de Asia-Pacífico, Ex Embajador de México en China, y un gran ser humano. Él fungió como el primer Presidente de El Colegio, y después de él se han realizado cuatro sucesiones, incluyendo la de este 1 de octubre.
Recuerdo que desde hace aproximadamente un año todo mundo se gastaba en elucubraciones sobre quién podría sustituir al entonces Presidente, el Doctor Carlos Quintana Roldán. Fuera quien fuese, la mayoría de la gente que emitió su opinión sabía que en el fondo, ese tipo de decisiones vienen “desde arriba”, es decir, del Gobernador del Estado. Es él quien señalaría ya sea al sucesor, o la reivindicación en su puesto del actual Presidente.
Aun así existía la ilusión de que fuera el grupo de académicos del mismo Colegio quien tendría entre sus manos la decisión de elegir a la persona que habría de tomar las riendas de tan importante y prestigiada institución académica. De hecho, me comentaron que se propuso una terna, formada por distinguidos académicos con bastantes nexos con el mundo de la política. Pero al final, su opinión no fue tomada en cuenta.
Pues fui a dicha ceremonia para ver, justamente, en qué había acabado la cosa. Ésta se llevo a cabo en un recinto denominado “Aula Mayor”, el cuál muestra en sus paredes pinturas murales del maestro de San Simonito, Leopoldo Flores.
Llevaba conmigo la predisposición de que encontraría un gran alboroto, es decir: es el aniversario número veinte de la institución académica más prestigiada del Estado de México. Además, ese día se dará el cambio de dirigente. En esa misma ceremonia, el Presidente saliente rendiría un detallado informe de las actividades no sólo del último año, sino de toda su gestión, y ¿por qué no?, de los veinte grandes y valiosos años que existen detrás. Mínimo habrá montones de cámaras de televisión, políticos distinguidos y no tan distinguidos, académicos provenientes de varias instituciones, incluso de otros rincones del país, periodistas peleando por tomar la mejor foto, sacar la más valiosa de las declaraciones. Imaginé tumultos de metiches y curiosos.
Pero no. Llegué y en la entrada sólo había un policía pecoso quien me saludo con calidez. Había, eso sí, muchos autos estacionados, pero de esos normalmente siempre los hay. Le pregunté al policía, algo intrigado, que si ya se había acabado el show. Me dijo que no, que no tenía mucho de haber empezado.
Me introduje en el edificio principal, caminé por el breve pasillo que conduce hacia la “Aula Mayor”. Las carretadas de gente que imaginé estarían afuera del recinto, parándose de puntitas para mirar al gobernador sentado en el presidium, no estaban. Tampoco había gobernador sentado en ningún lado. Eso sí, el recinto estaba lleno, todas las sillas ocupadas, en su mayoría por personal administrativo y cuerpo académico de El Colegio. Estaba lleno, nada más.
Es de suponer que al llegar tarde, la posibilidad de encontrar un asiento libre se reduce a nada. Las leyes de probabilística me dejaron de pie, para escuchar al Doctor Carlos Quintana pronunciar su discurso. Dijo lo que normalmente se tiene que decir: que El Colegio es una gran institución, que tiene virtudes y defectos, un gran futuro y un brillante pasado. Agradeció a los presentes, a los antiguos Presidentes de la Institución, al Secretario de Educación allí presente, a fulano y perengano. También le brindó una cordial bienvenida al nuevo Presidente, el Doctor Edgar Hernández Muñoz.
No vi rostros sonrientes. Más bien noté un mar de gente con los brazos cruzados, arrellanados en sus sillas, mas concentrados en los murales de Leopoldo Flores que en los discursos.
Al término del discurso del Doctor Quintana, tomó la palabra el Secretario de Educación, Licenciado Isidro Muñoz. Me costó mucho trabajo poner atención. Ya dije que me tocó estar de pie, obvio, hasta atrás. Pero no dije que estaba al lado de la puerta, de la cual, entraba y salía con frenesí el único periodista que tenía videograbadora. Con cada abrir y cerrar de la puerta me empujaba, y tenía que detenerme en el hombro del chico que llegó antes que yo y que sí le tocó silla. No sé qué tanto tenía que hacer afuera para luego meterse y viceversa. En ese ir y venir captaba que el Licenciado Isidro Muñoz decía que sí, en efecto, El Colegio era una gran institución, pero podría ser mejor, que la gestión que ahora culminaba había sido brillante, pero podría ser mejor, que el esfuerzo podría ser mayor, etc. Al final de sus palabras no me quedó claro si eran de aliento o de reproche.
Supuse que finalmente vendrían unas palabras del nuevo y flamante Presidente. Pero no. Más bien, la maestra de ceremonias agradeció a nosotros los presentes, y nos invitó a desocupar el recinto. Ni una palabra del sucesor.
Confieso que antes de esta “Sucesión Presidencial”, no tenía la menor idea de quién era dicho personaje. Aproveché que todo mundo estaba de un lado a otro, para presentarme y saludarlo. Ya antes había hecho una breve investigación para saber de quién se trataba. Sucede que es un académico de la Universidad Autónoma del Estado de México, y cuenta en su haber con una serie de reconocidas investigaciones en el campo de las ciencias sociales. Lo he resumido muchísimo, y si no pongo más no es por falta de respeto, sino de espacio.
Hice mi encuestita sobre la opinión que varios de los presentes tenían con respecto a los discursos, los veinte años, el nuevo mandamás. Casi nadie tenía idea de nada. No me extrañó. En realidad siempre tuve la impresión de que mucha gente que labora en El Colegio no tiene mucha idea de nada. Los más prudentes, los que más saben de estos asuntos, se limitaron a decir que hay que esperar, que hay que trabajar y echarle ganas. Pues qué otra.
Vi muchos rostros desencajados. Algunos ex-compañeros llegaron incluso a decirme que temían por su futuro. Así me lo dijeron, y yo lo interpreté como un “¡A ver si no nos corren!” Otros de plano dijeron que la cosa se iba a poner peor. Desconozco qué los lleve a pensar eso, dado que, como ya he dicho, poca idea tienen del mundo que los rodea.
El siguiente acto protocolario fue la inauguración del “Salón de Presidentes”, el cual no es otro más que la sala de juntas de la dirección general, con 4 pinturas al óleo, cada una de ellas con el rostro de los antiguos Presidentes del Colegio, incluyendo al que se acaba de salir.
De entre los presentes llamaron mi atención unos tres o cuatro muchachos, jóvenes, que hacían barullo para todo. Uno de ellos cargaba un radio, daba órdenes a otro, preguntaban montones de cosas al personal de la institución, que dónde está esto, que a quién hay que encargarle lo otro. Era una mini estampida de búfalos que había llegado a El Colegio junto con el sucesor.
Del “Salón de Presidentes” nos llevaron al jardín para que nos tomaran la foto. Yo no salí en ella, pues cuando comenzaron a acomodarse, yo iba en camino hacia la maquinita de café. Cuando a los de hasta atrás les dijeron que no salían, que se subieran a unas sillas, yo miraba cómo le caía leche, café y azúcar a un vaso de papel. Les tomaron varias placas al mismo tiempo que revolvía mi café con un palito de plástico. Cuando volví al jardín con mi café en la mano, escuché el aplauso que estalló una vez que el fotógrafo se dijo estar satisfecho con su trabajo.
Comenzó una sesión informal de fotos. Se hicieron grupitos que con sus cámaras y teléfonos celulares retrataron sus rostros para la eternidad de ese momento. Yo me dediqué a echar un ojo al gato y el otro al garabato. ¿Qué quiero decir? Que me puse a intercambiar más opiniones con amigos, ex-colaboradores, académicos, y al mismo tiempo, no perdía detalle de cómo, bajo un gran árbol, se instalaban mesas con manteles blancos, sobre las cuales aparecieron charolas repletas de bocadillos, y al lado copas, y al lado botellas de vino y de refresco.
Sólo ésta visión hizo que el semblante de muchos cambiase. Nos acercamos todos a esa especie de viandas dispuestas bajo la sombra. La primera ronda de vino tinto y blanco relajó los músculos faciales. Preferíamos callar y degustar los bocadillos antes que seguir emitiendo comentarios. La segunda ronda arrancó una que otra carcajada, y otros ya no se cuidaban tanto de no hablar y mover el bigote al mismo tiempo. Íbamos de un lado al otro del jardín chocando copas y diciendo “salud”. Aproveché para darle un abrazo al Doctor Quintana y agradecerle por haberme dejado trabajar ahí. Después de todo, fue con él con quien me entrevisté en ese lejano octubre del 2004 para ver si existía la posibilidad de entrar.
Pasó un rato y no me di cuenta que gran parte de los asistentes se había ido. Siempre tuve la impresión de que ahí la gente aparece y desaparece con enorme disimulo, como queriendo estar y no estar a la vez. Un momento volteas y los tienes al lado, y al siguiente momento estás solo y sólo el silencio te avisa, o el eco en las paredes, o las ramas de los árboles que chocan entre ellas, que rodean el jardín, que cuelan el viento helado para que no cale tan duro.
Me senté en el borde de una jardinera y así como ya expliqué, de pronto, se me apareció Don Trini. Me levanté y nos dimos un abrazo. Él es quien desde hace como 16 años cuida del jardín de El Colegio. Me dijo que me extrañaba y le dije que yo también lo extrañaba a él.
Ya no quedó nadie. Todos volvieron a sus oficinas. Las huellas de nuestros zapatos en el césped fueron el telón con el que terminaron los festejos del Vigésimo Aniversario de El Colegio. Salí al estacionamiento. Ahí seguían los autos, el policía pecoso, el camino de regreso hacia Toluca.