jueves, diciembre 07, 2006

Región Sin Dónde

Aeropuerto de Monterrey. Espero que la banda maletera se ponga en movimiento. Los pasajeros del avión nos apretujamos todos para ver si pasa nuestro equipaje, y luego, a base de corteses empujones, abrir un hueco para rescatar la maleta de la banda y ponerla en tierra firme.
Una chica y yo intercambiamos miradas. ¿Cómo le hago para mirar esa belleza sin que piense que me la quiero ligar? Tengo dos opciones: la miro, y si me cacha me volteo para otro lado y me hago bien güey; la otra opción es no mirarla. No la miro, no la miro, y… la curiosidad me hace voltear a verla. Ella me está mirando. Pienso para mis adentros: “¡ya güey, no guts no glory!”. Me decido a comentarle algo. Pero cuando estoy a punto de apostarme a su lado, entre ella y yo se planta un joven ejecutivo de lentes y acento extranjero y le empieza a hacer la charla. ¡Vale madre! Bueno, al cabo que ni quería. Dejo de verlos. Se nota a leguas que el tipo se la quiere ligar. Pasa por la banda un maletón monumental y la chica dice “Esa es la mía” y el tipo le dice “Te la paso” y casi se va de espaldas con todo y equipaje (a mí me hubiera pasado lo mismo, seguro). Logra ponerla en el suelo y le hace algún chiste que a ella no le produce gracia. Luego él le pregunta si sabe dónde tomar un taxi. Ella no sabe. Yo tampoco sé, pero me meto en su conversación y les digo “pues aquí los tomas afuera carnal”. Me arriesgo un poco y digo “¿Alguno de ustedes va pa’l centro? Podemos compartir el costo, aquí está bien caro” El tipo me dice que no, que gracias. La chica me mira de frente a los ojos y me pongo nervioso, chiquita no me mires así. Decide que no, va para otro lado, pero que gracias. Chale, ni modo.
Sale mi maletita. Me cuestiono el porqué tuve que documentar esa cosa cuando nomás traía un par de playeras, calzones y libros. El taxi me sale en una fortuna, canija morrita, nos hubiera salido más vara y además seguro me enteraba al menos de tu nombre.
Se llama Omar o Pedro el taxista que me llevó al centro. Me preguntó que a qué me dedicaba y le dije que soy profesor y escritor. Me dijo “no mames, estás muy morrito pa las dos cosas”. “Ja” le digo sin ímpetu. Le digo que doy clases de política internacional. Me pregunta luego, dado que estoy “metido en la pinche política”, cuál es mi opinión sobre el Peje. Tan pronto terminó la pregunta comenzó él mismo a responderse. Me puse socrático, a mirarle los ojos que el retrovisor me devolvía, a rascarme la barba como si estuviera asimilando cada una de sus palabras. Total que no me dejó decir nada y él mencionó exactamente lo mismo que un montón de gente piensa, “¡que ya deben parar a ese cabrón!”
Me tiró en la Casa de Cultura, en la Avenida Colón. Mi amigo Arcadio Leos me había invitado a la presentación de un libro de poemas. Me convenció con el argumento de que habría escritores, café y galletitas. Me meto al lugar y pregunto que dónde será el evento. Un poli me dice que ahí mismo, que me siente, que al rato empieza. Me siento, con mi maletita de un lado y mi compu del otro. No había nadie más que yo y tres viejitos. Diez minutos después había 15 viejitos. Cuando la cifra de ancianos llegó más o menos a los 40 le mandé un mensaje a mi amigo Arcadio que decía más o menos así: “Carnal, ya llegué y aparte de mí hay puro pinchi viejito, y ninguno tiene la facha de escritor. ¿Estás seguro que es aquí?” La respuesta de mi amigo Arcadio decía “Ja ja ja”.
Minutos después escucho a una señora preguntar que si ahí era la presentación de un libro. El poli que me tuvo ahí sentado media hora le dice que no, que la presentación era en otro edificio, en el piso de arriba, que ahí iba a tocar un grupo de tangos. Me levanto y le digo al poli “¡Qué pasó, a mi me dijo que el evento era aquí!” Se ríe, saca la lengua y la prensa con los dientes, se ajusta la gorra, se frota la barriga, todo esto como preparación para decirme “No, es allá”.
Llego a donde parece que será la presentación, a juzgar por las dos cafeteras puestas sobre una mesa. Me recibe una mujer bajita y robusta y se presenta como María Belmonte. Ramón Santillana Muchogusto. Me pregunta por qué ando cargando maleta. Le digo que vengo llegando, de Toluca. “¡Ah sí, Toluca, de ahí son los de Puerquerama!” me dice entusiasmada. “Sí, los de Puerquerama” digo yo. “¿Qué si los conozco? Pues tantito, algunas viejas anécdotas juntos, etc.”
Aparece un tipo, como ninja, no lo vi llegar, tiene tres libros en la mano y me pregunta mi nombre. Le digo Ramón Santillana Paraservirle. Abre uno de los libros, apunta mi nombre, la fecha, el lugar, y pone alguna frase medio poética. Me da el libro y las gracias. Intercambia algún chiste local con María la bajita y se va. “Chale” le digo a María, “¿Y este qué?” Me contesta: “¿Cómo que y qué? ¡Es Hugo Valdés, uno de los grandes escritores de Monterrey!” Se me sale un “Ah”. Encojo los hombros.
Aparece por la escalera mi amigo Arcadio con un trajecito azul claro muy estilo campechano, o yucateco, sepa la madre. Nos damos un gran abrazo, desde Tijuana que no nos vemos. Me presenta a un hombre, bajito, moreno, cuarentón. Es Margarito, el poeta.
Atrasito llegó Uberto Stabile con un paquete de libros. Todos eran ejemplares de “Región sin dónde”, una antología de poetas neoleoneses. María nos invita a todos a la sala, empezará la presentación del libro, me sirvo un café en vasito de unicel.


Margarito, el poeta, va leyendo palabras al micrófono mientras le doy traguitos a mi café. A mi lado está el buen Arcadio, le comento que el café está bueno, aromático, que voy por otro.
Abandono la sala y el sonido del café que llena mi vaso se confunde con la voz de Margarito. “¡Mocos!”, pienso, me acordé que mi otro amigo, Daniel Varela, me iba a recoger ahí en la casa de cultura. Voy con Arcadio, “Manito, ahora vengo, voy abajo, a ver si ya llegó un cuate al que quedé de ver aquí”.
Bajo las escaleras y al pie de las mismas hay un tipo gordo, cachetón, bizco y una sonrisa que parece haberla tenido ahí puesta desde que nació. Al verme pasar me dice “¡Qué onda, ¿Cómo estas?!” Me detengo y lo observo. A este bato no lo conozco. Pero él me agarra de los hombros y me dice “¡Qué gusto verte!” No sé a cuál ojo mirarle, me sacude ligeramente y tira tantito café que llevo cargando en la mano. Solo se me ocurre preguntarle “¿Vienes a la presentación verdad?”. Me dice que sí. Le indico que es arriba, que se apure, ya empezó, que hay café pero no han puesto las galletitas, que ahorita lo veo.
Salgo del edificio y camino hacia la calle. Paso a un lado del salón donde originalmente me senté. Veo puras cabecitas blancas que aplauden a tres muchachos que justo han terminado la ejecución de un tango. El Poli de hace rato está parado en la banqueta, con los dedos pulgares metidos por debajo del cinturón, en un aparente estado de alerta. Se balancea con los pies, apoyando todo su peso primero en los talones y luego en las puntas, sin parar, una y otra vez. “Oiga Poli”, le digo, “¿No ha visto usted a un chico alto, güerito, con cara como de estar buscando a alguien?”. Me contesta que no, que nomás está cuidando coches, porque luego vienen bándalos y se chingan los espejos, los limpia parabrisas, y que pues le echan la culpa a la Casa de Cultura. “Ya ya ya”, le digo. “Oiga Poli”, le vuelvo a decir, “Si viene un chico alto y güerito con cara como de buscar a alguien, pregúntele si se llama Daniel. Si es él, mándelo al edificio de allá atrás, no sea malito, y no me lo meta aquí con los viejitos”. El Poli saca la lengua, la prensa con sus dientes, se ríe y me dice “Órale güero, no hay pedo, yo se lo mando”. Zas, trato hecho.
Bien podría yo esperar ahí a que llegara mi amigo, pero ya me he perdido bastante del discurso del poeta Margarito, se supone que a eso fui. Subí y entré de nuevo a la sala. Margarito había callado. Ahora estaba hablando una chica que se llama Rocío, quien al parecer tuvo mucho que ver en la publicación del libro que esa noche se presentaba. “¿Qué onda con tu cuate?” Me dice Arcadio; “No pus no llega” le digo.
Ahora Uberto Stabile toma el mando del micrófono, y comienza a narrar las peripecias que lo llevaron a publicar ese libro. Al parecer, llevaba ya varios meses de haber salido en España y apenas ese día era su estreno en México. No quiso hablar mucho, y más bien cedió la palabra para que los poetas que estuvieran presentes, cuyos textos habían sido incluidos, pasaran y leyeran algo de su obra.
Zas, el Margarito adopta la actitud de “yo voy primero” y se lanza recitando versos. Aplausos. Distinguí entre la concurrencia a mi nuevo amigo, el gordo bizco, ¡Qué aplausos daba chinga! Luego pasa la señora Nomeacuerdo, un poema, ¡aplausos!, otro poema, ¡más aplausos!, “No venía preparada, pero les leo otro más”. ¡Ingue su… otro más! Se abre la puerta y se asoma la cabeza de mi amigo Daniel Varela. Qué gusto verlo, mas de un año sin saber nada de nada, y de pronto asoma su cabeza por la puerta. Voy a saludarlo antes de que entre al salón, el abrazo, “¿Qué haciendo viejo? ¿El Poli te dijo o llegaste aquí solito?” le digo. “Me explicó el Poli, uno gordito, ¿Y esas greñas?” Me dice mirando los chinos que tengo en la cabeza. Me río y no contesto. Lo invito a pasar y a que se siente, “Están leyendo poemas estos batos, a ti que te gusta tanto, a ver qué opinas” “Órale órale” me dice.
Nos sentamos y en ese momento está recitando una chica un poema. No entendemos nada, suena así como “i anhor, as fores e gardin tan istes po u arhida” Varela me echa una mirada llena de extrañeza, diciendo muchas cosas con su expresión, diciendo “¿no mames que está gangosa ésta mujer, a poco a esto me trajiste, acaso tu le entiendes?” Me encojo de hombros. Daniel se cruza de brazos y se queda mirando al suelo, como queriendo poner toda la atención posible a lo que dice la poeta gangosa. Cuando esta termina el público estalla en un aplauso. El bizco hasta se puso de pie, ¿neta le habrá entendido?
Margarito vuelve a tomar el micrófono, y nos invita a todos a pasar a la sala de al lado, “a tomar café y galletitas y mirar los libros”. Veo que Uberto Stabile sigue la misma dinámica que el escritor de hace rato: Le pregunta su nombre a alguien, luego lo apunta en el libro, agrega una frase, y se lo da a la persona en cuestión. La única variante es que hay que darle 100 pesos a cambio de su gesto. Si la chica del aeropuerto hubiese compartido taxi conmigo, además de conocer su nombre y quizá algunos otros detalles, tendría esos 100 pesos para comprar el libro, buscar los poemas de la gangosa y ahora si entenderles.
Presento a Daniel con la raza. Intercambiamos cualquier comentario frío como para romper el hielo. Él y Arcadio se ponen a platicar de poetas y otras cosas, y yo estoy cotorreando con una morrita que se llama Susana, coqueta, que dice ser asistente de Margarito. Trabajan en algún órgano de difusión cultural del Estado de Nuevo Léon. María Belmonte, la bajita, me presenta ante varios como “el escritor que vino de Toluca”. “Chale”, le digo, “suena como a La mujer que nació para cantar, o La música que llegó para quedarse.”
Varela me pide que nos vayamos, que tiene hambre y que se está haciendo tarde. Orales, nos vamos pues. Me despido. Arcadio y Margarito me dicen que al otro día este último presentará otro libro de poemas, que estoy invitado. Sale, gracias. El bizco me da un abrazo, también María. Susana no solo eso, sino que me hace memorizar su correo electrónico. Salimos de la Casa de Cultura hacia la calle, la noche, las luces del centro de la Región sin Dónde.

domingo, noviembre 12, 2006

Palabras

…las palabras nos enseñan
lo que nunca aprenderemos
Fito Páez

Llevo horas sentado frente al ordenador. Estoy seguro que he escrito miles de palabras. De todas ellas, son más las que he borrado que aquéllas que siguen en una hoja blanca virtual. En ese sentido, los humanos somos todos la palabra de Dios escrita sobre una hoja que alguna vez fue blanca y estuvo limpia. Algunos permanecemos en ella. La inmensa mayoría han sido borrados ya. Los que aquí seguimos corremos vertiginosamente por la piel de papel hacia algún destino incierto.
La palabra arrojada al estanque como piedra que genera ondas. La palabra como ficha de dominó que empuja a otras hacia una inevitable caída que genera un caminito sórdido y sinuoso. La palabra como cuentas de rosario, un Ave María que se reza una sola vez y que jamás volverá a ser pronunciada. La palabra como flor que ocupa un sitio en el espacio. La palabra como un vaso que contiene agua, un cuerpo que alberga vida, una roca en el desierto que no vive, ni respira, ni piensa ni se queja. La palabra está, aunque nadie la mencione. Compone un paisaje en el desierto aunque no haya nadie que lo mire. La palabra que abre y cierra puertas, permite que el viento entre por la ventana y remueva los papeles, las sábanas, las incertidumbres. La palabra requiere de muchas horas de cocción, masticarla suavemente por los siglos de los siglos, desplumarla con presteza y lentitud, y ni aún así logramos comprenderla.
La palabra significa tantas cosas como tantos labios la pronuncien. La palabra labra surcos, entierra vivos, condena a los desprotegidos. Alivia, enternece, humilla. Las palabras aglutinan. Nos convencen. Forman argumentos para dejarnos indefensos. Las palabras se forman de letras, pero antes fueron compuestas por sonidos. La palabra es música, ruido. La palabra …silencio. Las p a l a b r a s nos dan la sensación de espacio. Hay palabras grandes, palabras pequeñas. Palabras sabias, palabrotas. Las palabras y los hombres, escritos con tintas de colores, quizás por simple apreciación estética o por escasez de recursos.
Hay palabras como Dios, que para todos se escribe igual, suena igual, se pronuncia para señalar la misma cosa, vive en el mismo lugar y ha recitado el mismo discurso eternamente. Pero nadie se queda conforme. Todos la quieren escribir. El de aquí apunta Dios en una hoja. El de allá apunta Dios también, al lado de la otra palabra Dios. Dios Dios. Nadie se queda conforme, nadie soporta leer la misma palabra repetida, y mucho menos consecutivamente, en la misma hoja y en el mismo renglón. Una de las dos debe morir. Borramos una. Ahora dice simplemente Dios. De todas formas, nadie quedó conforme. Tenemos la palabra Dios desperdigada por todo el párrafo. Incluso si borramos todas las palabras Dios, esta hoja quedaría al borde de la muerte a causa de tantos borrones.
A pesar de todo, hay palabras que nada dicen, que nada enseñan, que son como un alarido en un espacio donde no hay aire que transmita sus ondas. Hay palabras que no debí escribir. Hay otras que no supe escribir. Hay palabras que no encuentro, que se me perdieron, que me las robaron. Hay infinidad de palabras que no conozco, que nunca usaré, que no me enseñarán ni explicarán nada. Hay cientos de miles de millones de palabras escritas en libros que nunca leeré, en labios de gente que no conocí, que ya fueron borrados de ésta hoja. Hay palabras en la boca de un hijo que todavía no tengo. Palabras dichas por la lengua de un abuelo mucho tiempo antes de que yo fuera escrito. Nazco con cada palabra aunque no las respire, ni las huela, ni las toque. Escribo para nacer. No nací en el DF, ni en Toluca. Nací en una hoja de papel que alguna vez estuvo blanca y limpia.

sábado, noviembre 04, 2006

Nowhere

"En el largo plazo, todos estaremos muertos". Lo dijo un economista del siglo pasado, facineroso y duramente criticado. Poco importa lo que de él se haya dicho. Ya está muerto, su premisa se cumplió para si mismo, y estoy convencido de que así será para mí también.
El mirarme a diario en el espejo se ha vuelto un duro ejercicio de resistencia contra la ignominia y la pesadez de las labores cotidianas. “El ser y su insoportable levedad”, dijera un escritor checo. Hemos logrado organizar un sistema de vida que muy en el fondo me fastidia. A veces las circunstancias me hacen creer que fui convocado a la existencia única y exclusivamente para aprender a ganármela. Me parece una ridícula paradoja. Es común que entre nosotros preguntemos qué es lo que cada uno hace “para ganarse la vida”. Mi respuesta no le satisface a nadie: yo ya estoy vivo, no tengo necesidad de ganarme nada, hago todo aquello que me llena, escribo, hago canciones, leo libros, cierro los ojos y respiro el aire helado del volcán, veo a diario a mis alumnos, le doy los buenos días a la gente, amo a mis padres, a mis hermanos, a mis amigos. Todo eso ya me lo gané, ¿qué más quiero?
Elis Regina escribió en una canción: “Viver é melhor que sonhar”. Así lo creo. No me la pienso pasar soñando todo el tiempo. No tiene sentido pensar ni siquiera en uno mismo. Somos historia que fue pero también historia que vendrá. El conocimiento universal pasa a través de nuestros huesos y se transmite en todas las dimensiones hasta ahora descubiertas. Somos una columna de enanos. Por nosotros mismos somos incapaces de mirar más allá de nuestras narices. Sin embargo, vemos cada vez más alto y más lejos gracias a los hombros de tantos miles de millones de enanos sobre los cuales estamos sentados. Por eso me fastidia la rutina, el establishment cotidiano, la parsimonia, las cuentas por pagar, la burocracia, el pasar calificaciones, el escándalo en la calle, el esperar a que se desocupe el licenciado, la moda, la inauguración, las ventas de temporada, los descuentos, el “ya me miró feo”, el “¿qué haces para ganarte la vida?”. En el largo plazo todos, sin excepción, estaremos muertos.
En vistas de una verdad tan absoluta, ¿acaso no podríamos ser más amables los unos con los otros? El tiempo es una sala de espera, y lo que seamos capaces de hacer en ella será la única herencia para los futuros enanos que habremos de cargar sobre nuestros hombros, con todos sus aciertos y miserias. ¿Podríamos hacer el vivir más simple?
Podríamos. Pero somos humanos, así que no lo vamos a hacer. Es imposible ponerse de acuerdo. Cada uno jala una luz para velar a su propio santo, su propio miedo, su propio estilo y estrategia para acudir a su propia muerte. Aun así somos capaces de generar civilización, cimentar un conocimiento sobre otro, construir una idea abstracta en donde sólo existe el aire, la tierra, el agua, el fuego. Todo esfuerzo genera una energía, un momento. La soledad podría ser ese resultado de la fusión de los elementos.
Estamos bien civilizados, pero solos. Siempre lo estuvimos. Pero hubo un engaño que nos hizo sentir a salvo cuando la guerra estaba encima, nos hizo sentir acompañados cuando nuestra voz fue lo único que rasgó el silencio. Lo mismo ocurre ahora, en esta ciudad, en este tiempo, en esta hoja de papel en la que escribo, en la que vislumbro un punto final que se acerca, que ya casi alcanza su largo plazo, que sabe que nadie va a leer, que a nadie le importa en realidad, que sabe que el mundo está demasiado ocupado como para detenerse y descifrar las palabras compuestas de signos tecleados en un ordenador por un escritor que ya encontró el mejor lugar de la existencia en la que se puede estar: nowhere.

martes, octubre 31, 2006

Vestido de Diablo

Escogí para la ocasión un disfraz de diablito. En la tienda donde lo compré tenían de todo: lonjes moco, calacas, chupacabras. A mi me gustó ese traje rojo con colita. Me lo probé y me quedó perfecto. Además me vendieron pinturitas, una de color rojo y otra de color negro.
Por primera vez en muchísimos años me iba a poner un disfraz. Mis amigos y yo estábamos francamente entusiasmados con la idea. Era divertido pues. En ese entonces nadie se puso a reflexionar si era una costumbre gringa, o si estábamos contribuyendo al consumismo absurdo de temporada. No. La idea era ponerse algo para cotorrear en la reunión.
Era la primera fiesta de disfraces a la que acepté ir, principalmente porque era un asunto de puros cuates. El día de la cita me enfundé en mi traje y esperé a que llegara la que en ese entonces era mi novia. Ella llegó a mi casa vestida de Maléfica. Me ayudó a pintarme la cara de rojo, delineó mis bigotes y me puso cejas disque de malvado. Cuando me puse la capucha, surgió el primer problema: los cuernitos se hacían para abajo, como orejas de perro mojado. Por más que luché porque se mantuvieran firmes y erectos, éstos volvían a su posición de gusano escurrido. Además, se bamboleaban de un lado a otro mientras caminaba.
Aparte de mi novia y yo, salimos rumbo a la fiesta mi hermana y mis dos cuñadas. Llegamos a Zinacantepec, a la casa de mi amigo Robe. Nuestro anfitrión salió a recibirnos vestido de Freddy Krueger. Mi atuendo de diablo causó exactamente el efecto contrario al que yo esperaba: todos se rieron. No sé si porque me veía chonchito, o porque la capucha me apretaba el rostro y me resaltaba los cachetes, o por que al bailar cumbia con Maléfica los cuernitos hacían lo propio de manera anárquica y desenfadada. No supe exactamente, pero se rieron.
Todos adivinamos nuestros disfraces: el Roger iba de calaca, aunque el maquillaje de la cara parecía más bien el de un oso panda. Mi hermana era el espantapájaros, el Sach venía de drácula. Servando iba… en realidad no supimos. Traía puesto un traje gris y corbata negra. Se pintó una especie de antifaz en la cara, y se peinó de raya en medio. Le preguntamos que de qué iba su disfraz y como respuesta obtuvimos un “Pues a ver, adivinen”. Tras varios intentos fallidos, alguien finalmente exclamó: “¡Ya sé, ese güey viene disfrazado de gutierritos!”. Estalló la risa y el aplauso, descubrimos el disfraz. Por más que Servando insistió en que su disfraz era el de “un muerto”, no le hicimos caso. Desde entonces todo el mundo lo saluda por la calle llamándole “Qué onda Gutierritos, ¿Cómo estas?”
Sin embargo, la mejor parte de la historia estaba aun por llegar. Maléfica tenía su propia fiesta de disfraces con su grupo de amigos. Nos despedimos de donde estábamos y nos dirigimos la espantapájaros, las brujas de mis cuñadas (así iban disfrazadas), Maléfica y yo hacia la otra reunión.
En paseo Tollocan nos tocó el semáforo en rojo. Como suelo hacer en esos casos, me frené. A la espera de la luz verde estábamos todos, comentando los disfraces de mis amigos, riéndonos del recién descubierto gutierritos. A todos nos agarró desprevenidos un rechinón de llantas seguido de un buen golpe propinado a la defensa trasera de mi coche. No fue muy duro el impacto, pero eso no dejó de zarandearnos un poco. Me enfadé y exclamé, “¿¡Pero qué no ve este güey que estamos en alto!?”
Me deshice del cinturón de seguridad y bajé del auto vuelto una furia. Cerré la puerta y me acerqué al auto de atrás para encarar a su conductor. Este tenía cara de sorprendido, con las manos bien aferradas al volante. Pero al acercarme algo sucedió, sentí un tirón por detrás que me impedía avanzar. Me volví para ver qué es lo que pasaba y descubrí que la cola de mi traje de diablito se había quedado atorada en la puerta. Con el enojo olvidé que aun traía puesto el disfraz. Abrí la puerta de mi carro para liberar la cola, y al hacer eso, las carcajadas de Maléfica, las brujas y el espantapájaros inundaron la calle. Eso logró que el coraje se me quitara, pero pues no podía ir a encarar al otro automovilista así, todo tranquilito. Así que fingí cara de re bien encabronado, agarré mi cola con una mano y con la otra cerré la puerta. Me volví a acercar al otro coche. Para este momento, el conductor ya se había bajado, y a juzgar por la cara que traía, noté que a todas luces estaba evitando soltar una carcajada.
Dentro de su coche divisé la silueta de dos niños chiquitos que me señalaban. El tipo me pidió disculpas. Le pregunté que si estaba bien, que si nadie en su coche se había lastimado. En ese momento ya no pudo más y se empezó a cagar de la risa. Me asomé a la defensa de mi auto y noté que no había pasado nada. Le dije que pues al parecer no había bronca. Noté que ni siquiera la capucha me había quitado. Agarré uno de mis cuernitos y me eché a reír. Todo era risas, el tipo y yo vestido de diablo en la calle, risas en mi carro, risas en el carro de él. Parecíamos todos unos idiotas.
Fue hace más de seis años, mi mejor día de jalogüin. Nunca me volví a vestir de diablo.

domingo, octubre 22, 2006

La boda del primo Joel

Seguro que es igual en todos lados, de reversa, mami, agachadito, un, dos, tres, por aquí y por allá, el estándar es el mismo, arriba, abajo, la tía baila, está contenta, se ve linda vestida de azul, ¿está borracha? No sé, no importa, no quiero saber, hoy se casa Joel, todos alzan las manos, mueven las caderas, la pista de baile, colillas de cigarro aplastadas, el grupo que toca, la chica guapa canta, el tipo gordo mueve la cintura, mi hermano con su copa en la mano, vino, tequila, jaibol, el postre pedorro, la crema de alcachofas que ya se digirió, el mesero que se llama Poncho y es de León; un pueblo que parece ciudad que se llama Atlixco y no estoy seguro de que exista, una pareja, corbatas, peinados desechos, las suculentas pieles que vienen de Puebla, del DF, quizás Veracruz, la iglesia semi-vacía, la fiesta repleta, arriba los novios, el vals, los abrazos, aún no sirven el pastel, afuera la lluvia, vestidos color rosa, vestido otra vez azul, piernas sin afeitar de una chica, un cronista que escribe sentado al lado de las bocinas, un platillazo, la cumbia, el beso de España, un niño chiquito que se hace el chistoso, mi tío se acerca a la mesa buscando su cuba, ancianos que ya se fueron, señoritas esperan la mano que invite a bailar, suave, suave, suavecito, otra señora de azul, muchacho de gris, copa de tinto en mi mano, cigarros que no me quiero fumar, la mesa número 10, Selena y los Dinos, mi primo es el novio que llora, espero el cafecito, ya huele, ya viene el mesero, tengo calor y una corbata roja, la charla con la prima, con Raymundo Sesma, el pintor que viene de Milán, se acaba mi vino, otra prima que no veo hace siglos, la miro de lejos, baila, me gusta su piel quemadita, que no se enteren los tíos, conozco a un bato que dice que canta y que dice ser mi primo, pido más vino, tiene espinas el rosal y mi alma está llorando, mucha gente que baila, pi pi pi piiiiii, mucha gente sentada que sigue el ritmo de la cumbia golpeando la mesa con los dedos, señora de lentes, chiquilla de rosa, muñeconas de rojo, no te voy a perdonar, lo que tú hiciste conmigo tú lo tendrás que pagar, un relato de boda instantáneo, como foto, recuerdo perenne, mi tío se levanta y se aleja, me quedo solito, escribo a mis anchas, Sergio el bailador acaba de llegar, mi hermano le da un trago al jaibol, ya bailó con su madre, la mía, el cencerro, micrófono escupido, la arena estaba de bote en bote, salud, ¡qué sed!, ídolos de la afición, mi hermano recibe una máscara de Octagón, le tomo una foto, mi hermana pregunta que a qué horas son, que a qué hora nos vamos y nada le digo yo, una chica preciosa se sienta en mi mesa, no quiero escribir, es momento de acción, ya llegó el swing, el rock n’ roll, el Rafa me dice que si me la pienso pasar escribiendo, la güera buenota baila con un niñito, otra vez salud, ¡qué pinche sed! ¿Dónde está el baño? Lupe, Lupe, Lupita mi amor, invito a bailar a la chica de negro, está muy linda, divina, me manda al carajo, ¿qué le hago? Me río, lo escribo: “la chica preciosa divina hermosa de negro me mandó al carajo”, otra más que se resiste a mis encantos, Macho, macho maaaan, In the navy, ¿vez? Toda la vida es lo mismo. Todas las bodas lo mismo. Mi padre, su traje gris, pasitos de mambo en la mano de ella, mi madre, los miro, uno son en la pista, lo gozan, se mueven los pies, se prenden y apagan las luces, mi padre, mi madre, la cumbia, mi primo Emilio está raro, algo trae, Ambra Polidori, la fotógrafa, me pregunta ¿por qué no bailas con mi sobrina? Ya la invité, no quiso, ¿qué le voy a hacer?, a bailar con la prima Daniela, con Elsa mi tía, con la mamá de mi primo Joel, vueltecita a mi madre, regreso a la mesa, traguito de whisky, me presentan a un tío, me disculpo, me voy para el baño, me entretengo con un platito repleto de cubitos de mango, me vuelvo y escribo, me siento cansado, que si ya nos vamos, el abrazo y despido, primo, te quiero, besos de ceniza, alma quebradiza, abrazo a la novia, sigue raro el Emilio, ¿se peleó con su novia? allá está la salida, el saco, el abrigo, ¿dónde dejé los cigarros? Ahí nos hablamos, pintor, ¡mucho gusto!, señora, hasta pronto, ¡qué güeva de aquí hasta Toluca!, se van con cuidado, hasta pronto, chau, chau…

domingo, octubre 15, 2006

Hay cosas que suceden

Planteamiento del problema
Para mí, esto que a continuación narraré empezó un domingo por la tarde. No fue nada grave. Con esto quiero decir que el mundo no se detuvo, ni los mares tomaron por asalto las ciudades. Aún así, hay cosas que uno prefiere que no pasen.
Recibí la llamada de un amigo que se llama Benja, -¿Bueno? -¿Moncho?, -Sí, soy yo, ¿quién habla?, -Soy Benja, -¡Ah!, ¿Qué pasó Benja?, ¡Qué milagro! –Sí si, hace mucho que no sabía de ti, -Así es carnal, así es. ¿Qué onda, qué pasó, pa’ qué soy bueno? –No, pues fíjate que me habló mi primo, el que vive al lado de tu oficina. Parece que algo le pasó al carro de Jaime. -¿Ah si? ¿Y algo como qué?, -No pues no sé, yo no he visto, me dijo mi primo que estuvo tocando el timbre y nadie le abrió, y no tiene el número de Jaime, entonces me preguntó a mí que si podía llamarle a su celular. -¿Y no te contesta? –No pues no, -Mmmta, chale, pues voy a darme una vuelta a la oficina a ver qué pasa, y luego busco al Jaime para decirle qué pedo. –Sale Moncho, estaría bien que te dieras una vuelta, te digo que no sé de que se trata, algo le pasó al coche. –Pues sí, a ver qué onda. Mil gracias por avisar carnal, nos estamos viendo. –Sale, hasta luego. –Bye. –Click. –Click.
Algo le pasó al coche de Jaime. Dos días antes, salimos él y yo de la oficina con rumbo al aeropuerto de Toluca. Ninguno de los dos le dio importancia al hecho de que su coche se quedó afuera, en la calle. En esa oficina trabajamos los dos, pero además, en la parte de atrás el buen Jaime instaló un departamentito donde vive desde hace un año.
Yo recordé que el coche se quedó afuera justo después de que colgué con Benja, ese domingo lluvioso. Jaime iba a estar fuera todo el fin de semana y yo no voy a la oficina ni sábados ni domingos.
-¡Puta madre!- pensé para mis adentros. Le dije a mi familia que no tardaba, que tenía que ir a ver el coche de Jaime. -¿Qué hay que verle a ese coche?- me preguntaron. –No, pues que algo le pasó, el pendejo lo dejó afuera todo el fin de semana, se me hace que ya le bajaron algo, a ver qué puedo hacer.

Contexto
Las cosas suceden en cualquier parte. Esto que ya empecé a contar sucedió en el municipio de Metepec, Estado de México. Supuestamente es un lugar de nivel medio-alto. En los últimos años han llegado a este sitio cientos de familias procedentes de varios lugares de la república, principalmente del Distrito Federal y del norte del país. La composición socio-económica de lo que antes era un pueblo ha cambiado drásticamente. Ahora le dicen “Ciudad Típica”. Cuenta con decenas, si no es que cientos de conjuntos residenciales, muchos de ellos de nivel francamente alto. Para los ricos, pues.
Abrieron un centro comercial gigante con tiendas de todo tipo, y alrededor han instalado tiendas de autoservicio nada modestas, ostentosas, una al lado de la otra. También trajeron agencias de carros, de cualquier marca, tipo, forma, tamaño y fecha de caducidad. Antes no se veía circular por aquí (y creo que por casi ninguna parte) esos camionetones que se llaman Hummer, jóvenes reliquias de la ingeniería militar que ante su inutilidad operativa en los campos de batalla, vieron un gran mercado en expansión en los bolsillos de los estúpidos nuevos ricos que pueblan ciertos municipios del país, entre ellos, Metepec, Estado de México.
En los límites de la “Ciudad Típica de Metepec” pusieron retenes de policías para controlar el consumo de alcohol de los conductores. En las esquinas se ve a los agentes de tránsito intentar controlar el desquiciado tráfico, provocado, en gran parte, por gente que maneja esos camionetones que ya dije, que rebasan en el carril donde no está permitido, que piensan que el rojo en el semáforo no es otra cosa mas que una mera recomendación. Cada cruce de calles parece desembocadura de dos violentos ríos que se encuentran. Hay tantos Mercedes Benz, Volvos, Audis, BMW’s, etc., que bien podría uno pensar que Metepec se ha convertido en la hoguera de las vanidades, o el día después de la llegada de lo Reyes Magos, y todos los niños adultos salen a la calle a presumir sus juguetitos.
Se vive tan bien en este lugar, la gente está tan tranquila y tan segura, que simplemente hacen lo que se les da la gana. Los más jovencitos llevan sus coches nuevos a estrenar justo afuera de los antros. Se acercan en sus Mini-Coopers, sus Toyotas, le suben el volumen a la canción de moda justo frente a la entrada del bar, antro o congal. Las jovencitas se bajan de ellos todas monas y sonrientes; horas más tarde se suben otra vez, en estado de profunda ebriedad, por lo general insultando al tipo del valet parking, que les abre la puerta, que les dice que se vayan con cuidado a casa.
Los más grandecitos hacen otro tipo de desfiguros. Se estacionan donde quieren, esté permitido o no. Por supuesto que está prohibido dentro de su idiosincrasia el dejar que el peatón cruce primero (Hace tiempo estuve a punto de ser arrollado por un BMW color negro, que se pasó el alto y además me tocó el claxon por haber osado atravesar la calle justo cuando él quería pasar). Es regla general el no mirar a los ojos a todo aquél que los atienda. A la menor provocación, oprimen con vigor y rabia el botón del claxon, sobre todo las señoras. Hacen lo que les da la gana, por que, finalmente, pues son ricos, ¡Qué chingás!
Nuestra oficina se ubica en una colonia de Metepec que es más bien clasemediera. Un día a la semana pasa un policía casa por casa, oficina por oficina, para solicitar una cooperación que puede variar dependiendo de la zona y del rango que el policía ocupe en la jerarquía de la corporación de “seguridad pública”. En este lugar, la palabra “cooperación” es sinónimo de “A Güevo”. El poli que viene a nuestra oficina nos pide quince pesos. Podría parecer una bicoca, pero si uno se pone a hacer cálculos, nada más en esta colonia debe haber unas dos mil o tres mil casas. Además, hay unos cuatro o cinco policías que resguardan la zona, así que el reparto de nuestras “cooperaciones” no le ha de hacer daño a ninguno de ellos.
Como se puede apreciar, se vive seguro, hay bienestar, hay para todos, por fin llegó la civilidad, sobre todo después de que abrieron la tienda “Liverpool”. Aun así, en éste idílico paraíso, hay cosas que suceden.

Recopilación de datos (Reconstrucción de los hechos)
a) Llegada al lugar de los hechos

Me dirijo de mi casa, en el remoto pueblo de San Buenaventura, hacia mi oficina, ubicada en Metepec. Llueve. Ya dije que es domingo. Son las 6 de la tarde. Además de conducir y escuchar la radio, pienso en las posibles combinaciones que el destino ha preparado para mí cuando llegue a ver el coche de mi amigo Jaime. Muy en el fondo, no quiero ver eso. Ni siquiera tengo ganas de ir a la oficina, ¡es domingo, son las seis de la tarde y está lloviendo, coño!
Estoy casi convencido de que algo le bajaron, los espejos, los limpiadores, o incluso las llantas. Dentro de mis más profundos temores está incluso la posibilidad de encontrar el coche todo rayado, con los cristales desechos, los asientos mojados y con cacas de perro por todos lados, sin volante y con cables colgando desde el sitio donde normalmente se instala un estéreo.
Estoy a punto de doblar en la esquina de la calle sobre la cual está la oficina. (¡Qué mala frase!) Ya doy la vuelta y a la distancia distingo un objeto con forma de raspa-hielo gigante, que frágilmente se apoya en tres ladrillos. Es el coche de Jaime. No sé por qué, de verdad no me lo explico aún, pero lo primero que pensé en ese momento fue en los 15 pesos del policía.
Me estaciono detrás de ese objeto que también se asemeja a un calcetín de bebé. Le doy la primera vuelta de reconocimiento. Lo miro por arriba y por abajo. Sé que se trata de un coche, pero en serio, sin llantas parece canastilla de rueda de la fortuna, o bote de tamales. Es como si a una persona le quitaran las orejas, o la mandíbula; no por eso dejan de ser personas, pero la sensación de extrañamiento sería inevitable.
El vecino de al lado está ahí, hincado, arreglando la manija del zaguán de su casa, la cual está a la izquierda de nuestra oficina. Al verme llegar se acerca y saluda amablemente. Comienza a hacerme la plática.

b) Primera ronda de declaraciones por parte de los testigos
Lo primero que me dijo el vecino fue: -¡iiiiiiiiii, le robaron las llaaaaaaaaantas!”. Hasta cierto punto, considero como algo muy positivo el hecho de tener vecinos tan observadores. Luego me dijo: -Mire joven, yo llegué como a la una de la mañana del sábado, y estaba todo bien, todo tranquilo. Luego como a las 8 de la mañana sale mi esposa a la tienda y regresa y me dice “Mira tú, ¡al vecino le robaron las llaaaantas!”, entonces que le digo “¡No manches hija!” y que me dice “Sí, le robaron las llantas, ira ve a ver”, entonces que salgo y nooooooo pus sí, ya no estaban las llantas.
Yo escuchaba su exposición, intentando disimular una risita que se me quería asomar. –Entonces pues todo pasó en la madrugada, joven-, concluyó el vecino.
Luego me dijo que tocó el timbre todo el día y que no le abrí. Le dije que yo no pude haberle abierto a nadie porque ahí no vivo yo, ahí vive mi amigo Jaime, quien estaba de viaje. A juzgar por la cara que puso, imaginé que en su mente se estaba preguntando: “¿Bueno, entonces este güey que hace aquí? ¿Cómo se enteró de que al coche le habían robado las llantas?”. Sin esperar preguntas le expliqué que yo ahí tengo mi oficina, que Jaime es mi amigo, y que el vecino de la casa de la derecha es primo de otro amigo nuestro que se llama Benja, y que fue éste último quien me contactó a mí para avisarme que al coche le había pasado algo.
Mi interlocutor se quedó pensativo, se rascó la nuca mientras le echaba una mirada a los ladrillos que sostenían al carro. No dijimos nada durante unos momentos. Yo también miraba lo mismo, con las manos en los bolsillos del pantalón. La lluvia era ligera pero constante. El vecino, cuyo nombre no recuerdo, rompe el silencio diciendo: -Sí joven, le digo que cuando llegué todo estaba tranquilo, el coche completo…-, y me volvió a repetir la historia.
Esta vez agregó que a su casa se habían metido cinco veces a robar, y que a la vecina de la otra casa, al lado de la suya, también se le habían metido unos rateros, y que incluso habían encerrado al perro en el baño, -¡Pinche gente! ¿No joven?-, me pregunta, medio indignado. –Pues sí joven, qué mala onda-, le contesto.
Le dije “joven” porque calculo que sería más o menos de mi edad, y como él me dice “joven” a mí…

Le llamé a Jaime por teléfono. Le conté todo lo que hasta ese momento había ocurrido: le bajaron las llantas y a cambio le dejaron unos bonitos ladrillos. Le dije que de acuerdo al testimonio de un vecino, el robo se había perpetrado en la noche del sábado para amanecer domingo. Jaime me pidió que de favor entrara a su casa y que buscara un juego de llaves que tenía escondidas, que con ellas entrara a su departamento y encendiera la luz, o dejara la tele prendida, o algo por el estilo. La cuestión era que Jaime no volvería sino hasta el lunes por la tarde, y su raspa-hielos se tendría que quedar afuera otra noche más, desolado y triste, sobre sus tres ladrillos. El plan era simular que alguien había llegado, no fuera a suceder que a los roba-llantas se les ocurra regresar.
Puse manos a la obra. Encontré el duplicado de las llaves. Luego fui al departamento, prendí la luz y luego la televisión. En ella estaban pasando un programa, un concurso de baile donde unos famosos (no puedo llamarles artistas) bailan con unos desconocidos. Me senté en un sofá a mirar las piernas de la famosa que se dejaba zarandear por un desconocido de cabello largo. Estaba yo francamente entusiasmado viendo a la mujer cuando sonó el timbre.
Me asomé y había un hombrecillo parado en la banqueta, agarrando con sus manos los barrotes de la reja. Salí a ver qué se le ofrecía. Se presentó, me dijo su nombre y también lo olvidé. Me dijo que era el vecino de la casa de enfrente, y como si yo no lo supiera ya, me dijo que me habían robado las llantas. Traía cara de enojado. Enfatizó, con cierto dejo de reproche, que estuvo tocando el timbre todo el día y que no le abrí. Tuve que explicarle también a él que las llantas no eran mías, que yo no vivía ahí. Como si no me hubiese escuchado, me dijo que no debía vivir tan aislado, que hay que conocer a los vecinos, que él siempre ha dejado su coche en la calle porque en la cochera solo cabe su camioneta, y que nunca le habían intentado robar nada. Se despidió.
Le hablé a Jaime para decirle que ya estaba todo en calma y bajo control, que estuviera tranquilo, que lo vería al día siguiente.
Decidí que ya era mucho para una tarde de domingo, así que cerré bien el departamento, la oficina, y me largué de ahí. Dejé la luz y la televisión encendidas.

c) Segunda ronda de declaraciones por parte de los testigos
Como dije en un principio, las cosas suceden y el tiempo no se detiene para mirar cómo se resuelven los problemas. El lunes por la mañana fui a impartir clases, y de ahí me dirigí a la oficina. Ahora el día está soleado y no entiendo por qué coños me siento tan contento. Quiero pensar que son mis alumnos los que me transmiten vida.
Al llegar a mi sitio de trabajo, observo con alivio que el coche de Jaime sigue ahí. Le echo un vistazo de reconocimiento y confirmo que todo sigue tal cual lo dejé en la noche.
No tenía ni diez minutos de haberme instalado frente a la computadora, cuando suena el timbre. Me asomo, y un tipo de lentes, delgado, con el ceño fruncido por el sol y los cabellos güeros se dirige a mí diciendo: -Buenos días, ¿no está el Jimmy?- Yo le contesto: -Fíjese que no, pero llega esta tarde. ¿Puedo ayudarle en algo?- Se puso una mano en la frente para taparse del sol, y me dijo: -Más bien vengo a ver qué fue lo que pasó, ¿ya vio que el coche de Jimmy no trae llantas?
Me llegaron dos pensamientos, uno malo y otro bueno. El malo fue: “¿Acaso todo el mundo piensa que no veo las cosas que ocurren? ¡Ya vi que al coche le robaron las pinches llantas!”. El pensamiento bueno fue: “Al menos hay alguien que sabe que no se trata de mi coche y que no soy yo quien vive aquí”.
Salí para hablar con el tipo. Se presentó. Lo único que recuerdo es que se trataba del Pastor de la iglesia. Repitió unas siete veces la frase “¡Qué terrible!” con la mano tapándose el sol de la cara, el ceño fruncido, mirando los ladrillos sobre los cuales flotaba el coche. –Pues sí, qué mala onda, ¿no?- le decía yo con desgano, las manos metidas en los bolsillos, mirándole a él mirar el coche. –Por favor dile a Jimmy que lo vine a ver, que si algo se le ofrece me busque.- me dijo con mucha amabilidad. Nos dimos la mano y lo vi alejarse por la acera, negando con la cabeza, como si se fuese diciendo a sí mismo “¡Qué terrible, qué terrible!”.
Volví a mis labores. Aproximadamente una hora más tarde, escucho la voz decrépita de una mujer que desde la calle exclama: “¡Yo los colgaba de los güevos a esos cabrones!”. Dejo lo que estoy haciendo, me levanto y me asomo. Afuera está la anciana que acaba de proferir tan dulce frase. A su lado hay otra mujer, de unos cuarenta años, y a su lado un niñita de unos diez, con su mochila a la espalda, una lonchera en una mano y la mano de la cuarentona en la otra. Abuela, hija y nieta mirando los ladrillos. -¡Ay arquitecto, perdón, pero qué feo que le robaron las llantas!- me dice la anciana, un poco apenada. Le dije que no soy arquitecto, que no son mis llantas. Afortunadamente se fueron rápido y no me hicieron mucha charla.

Resolución del problema (y algunos testimonios adicionales)
Fui por el “Jimmy” al aeropuerto a las tres de la tarde con treinta minutos. Cuando llegué ahí estaba él esperando, fumándose un cigarro. En el camino hacia lo oficina le conté que lo fue a buscar el Pastor, que se veía re’ cagado su coche puesto nada más sobre tres ladrillos, que seguro se trataba de unos novatos los que habían perpetrado el robo. El tráfico era caótico, ya que en las cercanías del aeropuerto estaban terminando de construir otro mega centro comercial, así que había muchos trailers y camiones yendo y viniendo.
Llegando a la oficina, lo primero que hizo Jaime fue mirar por todos lados el coche, sacar algunas conjeturas, frotarse la barbilla con una mano, y decirme –¡No mames, esto no lo hicieron unos novatos!- Yo insistí en que sí, que cómo alguien se arriesgaba tanto por unas pinches llantas viejas.
Sin hacerme mucho caso, Jaime entró a la oficina y se echó un clavado en uno de sus cajones. Sacó de él una tarjeta con un número de teléfono, y marcó a la agencia de coches que le corresponde a la marca de su auto. Sin mucho preámbulo pidió el precio de un juego de rines. Hasta ese momento recordé que las llantas traen rines. Jaime apuntó una cifra en la misma tarjeta en la que estaba el número. Dio las gracias a la persona con la que hablaba, colgó el teléfono, y me dijo: -Mira güey, ésto cuesta un sólo rin original, multiplícalo por cuatro, mas las llantas, son mas de doce mil bolas. ¡Esos cabrones sabían muy bien lo que hacían!- Ya no dije nada.
Por cuestiones propias de su trabajo, Jaime no podía esperar a que las llantas aparecieran solas. Insisto, si el mundo no se detiene, nosotros no debemos detenernos tampoco, porque entonces la desidia nos lleva, nos atropella, nos aplasta.
Le sugerí al “Jimmy” que fuéramos a una llantera que yo conocía en el cruce de Pino Suárez y Las Torres. Llegamos y nos atendió una muchacha que se llamaba Viridiana, coquetona ella, con todo muy bien puesto en su lugar. Hay nombres que, no sé por qué, no se me olvidan. Jaime escogió un juego de rines con llantas que salió muchísimo más barato que lo ofrecido por la agencia. Yo le pregunté a Viridiana qué hacía una chica como ella vendiendo llantas. Me dijo que eso es lo que le gustaba.
De regreso en la oficina pusimos manos a la obra. Jaime fue a buscar herramientas y yo comencé a bajar los neumáticos de mi coche. El vecino de la casa del lado izquierdo se asomó y me brindó un saludo, y luego le fue a dar la mano a Jaime, diciendo: -¡iiiiiiiiii joven, que le roban las llantas!- Jaime, sin hacerle mucho caso le contestó: -Sí, ya ve como es esto. Luego, el vecino le repitió a mi amigo la misma historia que yo le escuché la tarde anterior, que cuando él llegó… y que si le habían robado cinco veces… y que si a la otra vecina le encerraron al perro en el baño…
Logramos colocar las dos llantas que estaban del lado de la acera antes de que apareciera el siguiente vecino. Esta vez se trató de un muchachito que vive en la casa del lado derecho. Fue él quien llamó a Benja, que después me llamó a mí. Lo primerito que dijo, antes de decir “hola” o “buenas tardes”, fue: -¡Te robaron las llaaaaaaaaaantas!, ¡Hijos de su puuuuuuta madre!- Pensé en lo asombrosamente útil que suele ser la gente en ciertos casos. Dijo que la noche del robo su perro se la pasó ladrando, pero que “ese pinche perro ladra todo el tiempo”, así que no le dio importancia; que cuando vio las llantas pensó “iiiiiiiiii, ya le robaron las llantas al vecino”; que tocó el timbre y no le abrieron, que le habló a su primo Benja para ver si él podía avisarle a Jaime. Ah, lo olvidaba; también dijo: “¡Pinches culeros!”
El vecino y Jaime siguieron hablando de otras cosas que no escuché por andar apretando los taponcitos de la tercera llanta. En eso iba pasando una pareja de ancianos a media calle. Se detuvieron junto a mí, y el señor, un calvito él, me preguntó: -¿Y ahora qué? ¿Le robaron las llantas?- Sentí que se me calentaba la sangre. Completamente serio y mostrando abiertamente mi poca disposición al diálogo, le dije: -Se las robaron a él-. Señalé a Jaime. La anciana estaba bien agarrada del brazo del calvito; me miraba con curiosidad, enrollada en un chal color rosa. Mr. Calvito arremetió contra mí diciendo: -Pus con esos rines que le compraron va a salir pior-. Se dieron luego la vuelta y se alejaron de mí sin siquiera despedirse. Quise decirle una grosería, pero no se la dije, nomás la pensé.
El vecino seguía platicando con Jaime. Traté de escuchar lo que le decía. El primero le decía al último que un día, a su abuelito le habían robado una camioneta, y que a otra vecina, una que vive ahí cerca, también le robaron las llantas, pero dentro de su cochera. Concluyendo esto, se despidió y se metió a su casa a jugar con su perro, que curiosamente, estaba bastante calladito esa tarde.

Conclusiones
Una vez que cada llanta nueva tomó posesión de su sitio, nos dimos cuenta que al coche le había vuelto la personalidad. Ahora sí parecía un automóvil de verdad, como si a una persona sin orejas le hubieran vuelto a salir éstas. Jaime y yo guardamos las herramientas, pusimos en la cochera los ladrillos que ahora sobraban. Le comenté el breve episodio del anciano calvito. Se rió y me agradeció “por todo este desmadre”.
Sigo creyendo que nada de esto es grave. Ni siquiera importante. Pienso que incluso podría no tener ningún sentido escribir sobre el asunto. Pero ya lo escribí, así que permito que otro pensamiento me llegue y me diga que cualquier cosa que yo escriba tiene sentido, que en la vida a todos nos pasan cosas de las cuales sólo podemos elegir la manera en como habremos de tomarlas. Cuando uno decide ponerse a escribir, ni siquiera importa si aquello escrito es real o es mentira, o si me pasó a mí o le pasó a alguien más, o si ocurrió en Metepec o en Zapopan. Lo que importa es lo que esa escritura alimenta, el imaginario que se va nutriendo con los millones de ínfimas desgracias que suceden todo el tiempo, en todos lados a la vez. Esto que conté comenzó a ocurrirme a mí un domingo por la tarde. De no haberlo escrito, puede que no me haya ocurrido nunca.

Corolario
La siguiente ocasión en que el policía pasó por su cooperación, fue recibido por mi amigo Jaime. Éste le dijo que nunca le iba a volver a dar un solo centavo más, y que si no le parecía, que entonces se llevara a cambio unos ladrillos que ahí tenía guardados.

lunes, octubre 02, 2006

Sucesión Presidencial

Trabajé un año y seis meses de mi vida entre los gruesos muros de una ex hacienda que se llama Santa Cruz de los Patos. Hace varias décadas fue un monasterio, luego una universidad privada, y actualmente hospeda a un centro académico de estudios superiores: El Colegio Mexiquense A.C.
El domingo 1 de Octubre, esta institución cumplió veinte años de existencia, y en el marco de sus celebraciones, se llevó a cabo el cambio de Presidente. Como el aniversario cayó en domingo, la ceremonia de aniversario se realizó el viernes 29 de septiembre. Llegué tarde, no precisamente porque mi arribo se produjera 20 minutos después de que empezara el show, sino que en realidad, llevaba varios meses de retraso. Desde mayo pasado no pisaba ese lugar.
Para ubicar un poco al lector, he de contar que ésta institución pertenece a la red de colegios derivados de El Colegio de México. La sede para el Estado de México fue abierta en 1986 por el Profesor Omar Martínez Legorreta, experto en asuntos de Asia-Pacífico, Ex Embajador de México en China, y un gran ser humano. Él fungió como el primer Presidente de El Colegio, y después de él se han realizado cuatro sucesiones, incluyendo la de este 1 de octubre.
Recuerdo que desde hace aproximadamente un año todo mundo se gastaba en elucubraciones sobre quién podría sustituir al entonces Presidente, el Doctor Carlos Quintana Roldán. Fuera quien fuese, la mayoría de la gente que emitió su opinión sabía que en el fondo, ese tipo de decisiones vienen “desde arriba”, es decir, del Gobernador del Estado. Es él quien señalaría ya sea al sucesor, o la reivindicación en su puesto del actual Presidente.
Aun así existía la ilusión de que fuera el grupo de académicos del mismo Colegio quien tendría entre sus manos la decisión de elegir a la persona que habría de tomar las riendas de tan importante y prestigiada institución académica. De hecho, me comentaron que se propuso una terna, formada por distinguidos académicos con bastantes nexos con el mundo de la política. Pero al final, su opinión no fue tomada en cuenta.
Pues fui a dicha ceremonia para ver, justamente, en qué había acabado la cosa. Ésta se llevo a cabo en un recinto denominado “Aula Mayor”, el cuál muestra en sus paredes pinturas murales del maestro de San Simonito, Leopoldo Flores.
Llevaba conmigo la predisposición de que encontraría un gran alboroto, es decir: es el aniversario número veinte de la institución académica más prestigiada del Estado de México. Además, ese día se dará el cambio de dirigente. En esa misma ceremonia, el Presidente saliente rendiría un detallado informe de las actividades no sólo del último año, sino de toda su gestión, y ¿por qué no?, de los veinte grandes y valiosos años que existen detrás. Mínimo habrá montones de cámaras de televisión, políticos distinguidos y no tan distinguidos, académicos provenientes de varias instituciones, incluso de otros rincones del país, periodistas peleando por tomar la mejor foto, sacar la más valiosa de las declaraciones. Imaginé tumultos de metiches y curiosos.
Pero no. Llegué y en la entrada sólo había un policía pecoso quien me saludo con calidez. Había, eso sí, muchos autos estacionados, pero de esos normalmente siempre los hay. Le pregunté al policía, algo intrigado, que si ya se había acabado el show. Me dijo que no, que no tenía mucho de haber empezado.
Me introduje en el edificio principal, caminé por el breve pasillo que conduce hacia la “Aula Mayor”. Las carretadas de gente que imaginé estarían afuera del recinto, parándose de puntitas para mirar al gobernador sentado en el presidium, no estaban. Tampoco había gobernador sentado en ningún lado. Eso sí, el recinto estaba lleno, todas las sillas ocupadas, en su mayoría por personal administrativo y cuerpo académico de El Colegio. Estaba lleno, nada más.
Es de suponer que al llegar tarde, la posibilidad de encontrar un asiento libre se reduce a nada. Las leyes de probabilística me dejaron de pie, para escuchar al Doctor Carlos Quintana pronunciar su discurso. Dijo lo que normalmente se tiene que decir: que El Colegio es una gran institución, que tiene virtudes y defectos, un gran futuro y un brillante pasado. Agradeció a los presentes, a los antiguos Presidentes de la Institución, al Secretario de Educación allí presente, a fulano y perengano. También le brindó una cordial bienvenida al nuevo Presidente, el Doctor Edgar Hernández Muñoz.
No vi rostros sonrientes. Más bien noté un mar de gente con los brazos cruzados, arrellanados en sus sillas, mas concentrados en los murales de Leopoldo Flores que en los discursos.
Al término del discurso del Doctor Quintana, tomó la palabra el Secretario de Educación, Licenciado Isidro Muñoz. Me costó mucho trabajo poner atención. Ya dije que me tocó estar de pie, obvio, hasta atrás. Pero no dije que estaba al lado de la puerta, de la cual, entraba y salía con frenesí el único periodista que tenía videograbadora. Con cada abrir y cerrar de la puerta me empujaba, y tenía que detenerme en el hombro del chico que llegó antes que yo y que sí le tocó silla. No sé qué tanto tenía que hacer afuera para luego meterse y viceversa. En ese ir y venir captaba que el Licenciado Isidro Muñoz decía que sí, en efecto, El Colegio era una gran institución, pero podría ser mejor, que la gestión que ahora culminaba había sido brillante, pero podría ser mejor, que el esfuerzo podría ser mayor, etc. Al final de sus palabras no me quedó claro si eran de aliento o de reproche.
Supuse que finalmente vendrían unas palabras del nuevo y flamante Presidente. Pero no. Más bien, la maestra de ceremonias agradeció a nosotros los presentes, y nos invitó a desocupar el recinto. Ni una palabra del sucesor.
Confieso que antes de esta “Sucesión Presidencial”, no tenía la menor idea de quién era dicho personaje. Aproveché que todo mundo estaba de un lado a otro, para presentarme y saludarlo. Ya antes había hecho una breve investigación para saber de quién se trataba. Sucede que es un académico de la Universidad Autónoma del Estado de México, y cuenta en su haber con una serie de reconocidas investigaciones en el campo de las ciencias sociales. Lo he resumido muchísimo, y si no pongo más no es por falta de respeto, sino de espacio.
Hice mi encuestita sobre la opinión que varios de los presentes tenían con respecto a los discursos, los veinte años, el nuevo mandamás. Casi nadie tenía idea de nada. No me extrañó. En realidad siempre tuve la impresión de que mucha gente que labora en El Colegio no tiene mucha idea de nada. Los más prudentes, los que más saben de estos asuntos, se limitaron a decir que hay que esperar, que hay que trabajar y echarle ganas. Pues qué otra.
Vi muchos rostros desencajados. Algunos ex-compañeros llegaron incluso a decirme que temían por su futuro. Así me lo dijeron, y yo lo interpreté como un “¡A ver si no nos corren!” Otros de plano dijeron que la cosa se iba a poner peor. Desconozco qué los lleve a pensar eso, dado que, como ya he dicho, poca idea tienen del mundo que los rodea.
El siguiente acto protocolario fue la inauguración del “Salón de Presidentes”, el cual no es otro más que la sala de juntas de la dirección general, con 4 pinturas al óleo, cada una de ellas con el rostro de los antiguos Presidentes del Colegio, incluyendo al que se acaba de salir.
De entre los presentes llamaron mi atención unos tres o cuatro muchachos, jóvenes, que hacían barullo para todo. Uno de ellos cargaba un radio, daba órdenes a otro, preguntaban montones de cosas al personal de la institución, que dónde está esto, que a quién hay que encargarle lo otro. Era una mini estampida de búfalos que había llegado a El Colegio junto con el sucesor.
Del “Salón de Presidentes” nos llevaron al jardín para que nos tomaran la foto. Yo no salí en ella, pues cuando comenzaron a acomodarse, yo iba en camino hacia la maquinita de café. Cuando a los de hasta atrás les dijeron que no salían, que se subieran a unas sillas, yo miraba cómo le caía leche, café y azúcar a un vaso de papel. Les tomaron varias placas al mismo tiempo que revolvía mi café con un palito de plástico. Cuando volví al jardín con mi café en la mano, escuché el aplauso que estalló una vez que el fotógrafo se dijo estar satisfecho con su trabajo.
Comenzó una sesión informal de fotos. Se hicieron grupitos que con sus cámaras y teléfonos celulares retrataron sus rostros para la eternidad de ese momento. Yo me dediqué a echar un ojo al gato y el otro al garabato. ¿Qué quiero decir? Que me puse a intercambiar más opiniones con amigos, ex-colaboradores, académicos, y al mismo tiempo, no perdía detalle de cómo, bajo un gran árbol, se instalaban mesas con manteles blancos, sobre las cuales aparecieron charolas repletas de bocadillos, y al lado copas, y al lado botellas de vino y de refresco.
Sólo ésta visión hizo que el semblante de muchos cambiase. Nos acercamos todos a esa especie de viandas dispuestas bajo la sombra. La primera ronda de vino tinto y blanco relajó los músculos faciales. Preferíamos callar y degustar los bocadillos antes que seguir emitiendo comentarios. La segunda ronda arrancó una que otra carcajada, y otros ya no se cuidaban tanto de no hablar y mover el bigote al mismo tiempo. Íbamos de un lado al otro del jardín chocando copas y diciendo “salud”. Aproveché para darle un abrazo al Doctor Quintana y agradecerle por haberme dejado trabajar ahí. Después de todo, fue con él con quien me entrevisté en ese lejano octubre del 2004 para ver si existía la posibilidad de entrar.
Pasó un rato y no me di cuenta que gran parte de los asistentes se había ido. Siempre tuve la impresión de que ahí la gente aparece y desaparece con enorme disimulo, como queriendo estar y no estar a la vez. Un momento volteas y los tienes al lado, y al siguiente momento estás solo y sólo el silencio te avisa, o el eco en las paredes, o las ramas de los árboles que chocan entre ellas, que rodean el jardín, que cuelan el viento helado para que no cale tan duro.
Me senté en el borde de una jardinera y así como ya expliqué, de pronto, se me apareció Don Trini. Me levanté y nos dimos un abrazo. Él es quien desde hace como 16 años cuida del jardín de El Colegio. Me dijo que me extrañaba y le dije que yo también lo extrañaba a él.
Ya no quedó nadie. Todos volvieron a sus oficinas. Las huellas de nuestros zapatos en el césped fueron el telón con el que terminaron los festejos del Vigésimo Aniversario de El Colegio. Salí al estacionamiento. Ahí seguían los autos, el policía pecoso, el camino de regreso hacia Toluca.

domingo, septiembre 24, 2006

Hablar de ti

Qué más quisiera yo que amarte
igual que se pronuncia qué horas son
y se responde son las ocho
Alejandro Ariceaga
Nostalgia del nuevo amor
Recuerdo el paraje del aire donde se guardan las cartas perdidas…
Gilberto Owen
Viento
Hablar de mi ciudad no es cosa simple. Se requiere un estado de ánimo a prueba de calamidades, una fuerte dosis de desenfado, una tremenda inquietud por las cosas que a simple vista se antojan inútiles. Además se necesita un temple espiritual capaz de soportar lo estúpido, la ignominia, el fragor de un rostro desangelado. Hablar de mi ciudad es imposible si uno es incapaz de guardar silencio y observar. El problema empieza cuando uno nota que en mi ciudad nadie se calla la boca, todos decimos lo que sea. Con tal de matar el silencio recurrimos al aplauso, al claxon, al sonoro rugir de un camión. No es sencillo, porque todo ese ruido me traga. No puedo simplemente sentarme, callarme y observar, porque ya viene algún conocido a saludarme, una señora que me pide la hora, un empleado de limpieza que me exige levantar los pies para que pase el trapeador.
Hablar de mi ciudad no es fútil, por la sencilla razón de que es la única ciudad que tengo, es el sitio en donde el verbo “volver” se gasta su único sentido. Cuando digo que estoy lejos quiere decir que no estoy en ella. Los fantasmas de mi pasado bailan en las calles y cafés de mi ciudad. Si ante el mundo aparezco como imbécil, la gente dirá, “ah, los de esa ciudad, son todos iguales”.
Gran responsabilidad es hablar de mi ciudad. Decir que se trata de un sitio podrido equivale a decir “soy un sitio podrido”. Hago mi ciudad todos los días, y si no me gusta es porque hay algo en mí que me incomoda. Pero si me gusta entonces significa que un puente invisible se tiende entre su vientre y mi recóndita alma solitaria.
Para hablar de mi ciudad es necesario esperar a que la lluvia caiga, y entonces salir y mojarse y mirar pa’arriba, abrir la boca, sacar la lengua. No es necesario esperar tanto, llueve bastante a menudo en mi ciudad. Por eso digo que a mi ciudad le gusta que hablemos de ella. Le gusta tanto que incluso nos tira llanto, inconsolable, hasta que una alcantarilla se satura, y le sigue otra, los pies se nos empapan. También la ropa, la cara, los sueños.
Aún no encuentro las palabras más exactas para hablar de ella. Tratar de describirla es como mirar la recámara de un revólver, jugárselo todo, abrirse con las uñas las entrañas, correr desnudo en los insondables pasillos del delirio.
Se dice que es fría, gris, aburrida. Para mí esas no son más que abrupciones, reparos vanos y frívolos. El que conoce mi ciudad entiende que su mismo nombre se trata de un adjetivo. Mi ciudad es mi otra madre, un segundo parto del cual resulté producto. Aquí nos morimos a diario. Nos pegamos con ternura, hacemos el amor con odio. La barremos, la ensuciamos, le escupimos, le lloramos. En su tierra le endilgamos a nuestros muertos y encima les ponemos flores.
Ciudad de Toluca, Ciudad de No sé qué hacer contigo, Ciudad de No te entiendo. Ciudad de No me robes… las Palabras.
Describirla es detallar los rostros de la gente a la que quiero, la gente a la que no conozco, la gente que me da la vuelta para no toparse con mi cara. Para cantarle es necesario arrancarle la voz a todas sus gargantas. Hace falta tener a la mano todas las palabras para poder escribirle una frase sencillita.
Es la jefa de todas sus familias. Es la faz de todos los que en ella guardaron algún día una ilusión. Mi ciudad es el producto de nuestros insomnios, nuestro vago deambular por sus aceras, nuestra inconformidad y hasta nuestra gratitud. Es un muro erigido con manos en vez de ladrillos, un cauce de río que se secó hace mucho tiempo, un vientecillo frío que a todo momento nos recuerda en qué parte del cuerpo traemos los huesos. Es un Dios que se quedó dormido. Es "el paraje del aire donde se guardan las cartas perdidas", un niño abandonado en el vagón de un tren que no conoce su destino. Mi ciudad es tristeza que le teje un suéter al olvido.

viernes, septiembre 08, 2006

El espejo sigue enterrado

I
Me cansé de que me platicaran, de las noticias, de las decenas de opiniones plasmadas en los medios que básicamente dicen lo mismo. Vivo en Toluca y en esta ciudad es fácil diluirse en el limbo; fuera de lo que la mayoría piensa, parece que pocos se animan a indagar un poco más. Quería leer en un diario una opinión que no fuera la de nadie; que fuera mi propia opinión. Y sí, le puse un cassette a mi grabadorcita, chequé que mi bolígrafo aun pintara, y escogí una página de mi cuaderno de viajes. De donde vivo al Paseo de la Reforma uno se hace más o menos una hora con diez minutos. Pude llevarme mi carrito nuevo, ese que empecé a pagar a plazos, pero ante el inmenso desmadre que todo mundo se ha encargado de pintar en mi cabeza con respecto al Movimiento de Resistencia Pacífica del PRD, consideré como lo más prudente el aventarme en democrático autobús.
Antes de irme, alguien que conocía mis intenciones me dijo: -Por ahí mientales la madre de mi parte-, -Pues a ver…- respondí.
Llegué a Reforma a la altura de la Diana Cazadora, a eso de las diez y media de la mañana. Todo me pareció bastante en calma. Un tío me contó que los campamentos olían a pura mierda. No lo dudo, mi tío nunca me ha mentido, aunque supongo que entre que me lo dijo y yo estuve ahí algo pasó, las lluvias o la poderosa influencia del Santo, los prodigios de Super Barrio, no sé, pero a mí me olió a otra cosa, digamos, a limpio, a jardinera o árbol, a gente sentada sin hacer nada. Era domingo y todo estaba en calma. Apostados en sillas, los paristas disfrutaban el fresco de la mañana, con sus manos metidas en las bolsas de sus chamarrotas. No me dio la impresión de que estuvieran haciendo algo más que platicar. Ya dije que era domingo, seguro era eso. Los comercios casi todos cerrados, muy pocos automóviles cruzaban por las glorietas donde sí hay acceso. Los campamentos de los lopezobradoristas parecían atractivo turístico, pues muchos paseantes con apariencia extranjera se detenían en la acera para sacarles fotos. También iba una señora con dos perritos, quienes cagaban a la vez que su dueña leía las cartulinas y mantas colgadas por todas partes.
Caminé entre las casas de campaña, las sillas, los equipos de sonido, los templetes. Vi un enorme busto de López Obrador, confeccionado con cartón y papel maché. Una gran piñata, pues. Había mucho más cosas que personas. De un listón colgaba un plumón, para que uno lo tomara y escribiera con él lo que quisiera sobre unas cartulinas. Había caricaturas de Felipe Calderón con cola de rata, mostrando sus “manos limpias”, llenas de pelos. Había caricaturas de Carlos Salinas frotándose las manos; de Luis Carlos Ugalde, a quien con unos cuantos trazos le acentuaban lo imbécil del rostro. Me detuve en unas líneas escritas en la esquina de una cartulina: “Que se cuiden los burgueses, esos que tienen para comprarse un carrito (claro, a plazos), porque ahora es nuestro turno…” Decía algo más, pero para antes de la siguiente palabra ya me había yo encabronado y no recuerdo. Volteé a todos lados, pensé que alguien me conocía, vio que me acercaba y escribió eso para molestarme. Puse cara de Ugalde. Ok, me dije, libertad de expresión y bla bla bla. Definitivamente el sistema está podrido, es decir, responder a necesidades creadas, inventadas, tener que trabajar para comprarse un carro, poseer una cosa. Pero al final de cuentas yo decido en qué trabajar y qué hacer con el dinero que me gano, y no me explico en qué le puede molestar a alguien el que me compre un carrito (porque además es chiquito), y sobre todo, a plazos.
Estas profundísimas reflexiones me fueron arrebatadas por un contingente de unas ocho personas que comenzó a gritar “Vámonos al zócalo, órenle, párense”. Con entusiasmo uno de ellos gritaba por un altavoz, otros se acercaban a los que hacían guardia y los apuraban con las manos, aplaudiendo, “Órenle cabrones, vamonos p’al zócalo, ándenle”. Una señora empezó a gritar “¡El que no vaya es panista!” Todos le siguieron, como cantando, con ritmito, “¡El que no vaya es paniiiiiiiista!” Una señora de pelo cortito, que también estaba sentada en una silla les dijo “Si quieren a mi díganme priista, yo aquí me quedo”. Luego se rió, solita. Por cierto, ésta ilustre ciudadana cuidaba una mesa en donde una cartulina invitaba a la gente a inscribirse a la próxima Convención Nacional Democrática. A todo lo largo de los campamentos encontré otras mesas como ésta.
Me uní al contingente. Ahora, éramos nueve los que llegamos a la glorieta del Ángel. Me quedé un poco atrás para esperar a un viejito que venía corriendo, con su gorra amarilla y una banderita del mismo color. A punto estaba yo de hacerle plática cuando sin saber de dónde, aparecen dos individuos que se nos pusieron al lado. Lo que de ellos me llamó la atención fue su charla. Uno le explicaba al otro su irrefutable teoría sobre la próxima conflagración bélica que los Estados Unidos, “esos hijos de la chingada”, planeaban ejecutar en el Caribe. Chido. El viejito siguió corriendo y no pude preguntarle nada.
También se nos unió un muchacho, quien cargaba una canasta llena de churros. Media cuadra más adelante el contingente ya era de unas 40 personas. Avisté una cancha de voleibol, mamparas llenas de grafitis, un letrero que decía “Sufragio PEJEctivo, No Calderón”. Unas mujeres distribuían mochilitas amarillas. Casi llegando a la esquina de la Palmera, llamaron mi atención unas personas que vestidas de blanco le daban masaje a unos paristas, quienes, sentados en sus sillas, ponían cara de éxtasis. Me detuve justo al lado de dos turistas, quienes previamente habían solicitado una explicación a uno de los masajistas. Escuché que éste último les decía “Si mire, esto es una técnica denominada Reiki, y nosotros estamos por recibir nuestro título de maestros de la disciplina, y mientras tanto, venimos de forma gratuita a ofrecer masaje a los compañeros paristas, porque al estar todo el día aquí sufren de un fuerte estrés” Escuché detrás de mí una risita. Al voltear reconocí al muchacho de los churros, quien negando con la cabeza se alejaba del lugar.
Seguí mi camino. En la siguiente cuadra hay una exposición que se llama “Voto por voto, foto por foto”. En la banqueta. Se trata de una selección de imágenes capturadas por distintos fotógrafos, para ilustrar lo que para la Coalición por el Bien de Todos significa el movimiento de resistencia civil. Comienza con unos versos de Fernando del Paso, de los cuales rescato sólo el último: “El fraude, el gran fraude, ya estaba allí, entre nosotros, desde mucho antes del
2 de julio”. Sigo. Llego a donde se ubicó el Frente Amplio Democrático Tláhuac. Ahí tienen expuesto un tanque de guerra, de cartón, con unas esculturas de Fox, Calderón y Salinas, que parecen piñatas. Más piñatas. Al lado pusieron un blasón grande con el escudo nacional, y al lado de éste hay una gran televisión, igual de cartón, en cuya ficticia pantalla tiene escrito: “Alto al cerco informativo, la resistencia sigue”.
Finalmente cruzo Insurgentes, y al lado de la estatua de Cuauhtémoc, un señor vestido de charro, subido en un templete, pronunciaba un sentido lamento: “Compañeros, nos han rrebatado nuestros votos… si, esos que le regalamos a nuestro jefecito.” Con una mano sostenía el micrófono y con la otra el sombrero de charro. A su lado, otro señor, con sombrero estilo panameño afinaba su guitarra. El charro siguió su discurso diciendo que él dedicaba su vida a cantar, sobre todo en enventos de ese tipo, para apoyar a su jefecito. Luego, cambió el tono sentimental y severo con el que venía hablando, para decirnos: “yo imito ocho imitaciones, y voy a empezar con Jorge Negrete”. Y sin más rollo, empezó a cantar que de Cocula es el mariachi y de Tecatitlán los sones. El de la guitarra hizo un esfuerzo sobre humano por detectar en qué tono cantaba nuestro charro. Ya que se acoplaron dejé que mis ojos se pasearan en aquélla sección del campamento, y éstos se toparon de nuevo con el vendedor de churros.
Calculé que serían como las once y veinte. Me le acerqué al muchacho y de mirar los churros me dio hambre. Compré tres por seis pesos. Temo que algún perredista me llame burgués por hacer lo que acabo de hacer. Le pregunté que si le gustaba nuestro charro cantor, y sin decir nada nomás sonrió y procedió a ponerle azúcar a mis churros. Fue entonces que me preguntó si yo era perredista. Le dije que no, y aclaré que tampoco soy de los otros, o sea, cualquier cosa que no fuera perredista (Tal parece que no soy nada, pues). Le dije que mi presencia se debía a mi gusto y necesidad de ver por mi mismo lo que estaba ocurriendo. Luego fui yo quien preguntó. -¿Qué opinas de todo esto? Me miró fijamente a los ojos y me dijo: -¿Crees que aunque ganen, estos cabrones me van a dar de tragar? Nel, si no le chingo no salgo adelante. Nadie me va a dar trabajo, estos no entienden que pa’ salir adelante hay que ponerse a trabajar, mírelos ahí echando la güeva, así están toda la semana, y luego encima tengo que decir que soy perredista para que me dejen trabajar por aquí”. Justo en ese campamento tienen una manta que dice “Perdón por las molestias, democracia en construcción”.
No quiero escribir que había varios tinacos y que de ellos sacaban agua las mujeres para lavar montones de cacerolas. Tampoco creo justo describir las fotografías de la exposición que ya mencioné, donde verdaderas masas se congregan para idolatrar a López Obrador. Será mejor que la gente vaya y las miré con sus propios ojos. No creo prudente decir que antes que yo, otros miraron esas fotos, e incluso hubo uno que otro indignado que no resistió la tentación de sacar un plumón y escribir en la frente de Andrés Manuel la palabra “mentiroso”. Supongo que no es del interés de nadie saber que me conmovió la foto de una mujer pobre y anciana que miraba al tan famoso AMLO como quien se encuentra ante un prodigio. Y digo todo esto a manera de negación, porque siento que en el fondo a la gran mayoría no le interesa en lo absoluto. Digo que será mejor que vayan y lo miren por si mismos, porque a éste país le urgen más espejos donde aprendamos a mirarnos.
Tampoco le quise contar a los paristas que recién me había comprado un carrito, no tanto por suponer que no les importara, sino, en vista de su impresionante capacidad de argumentación, seguro me agarrarían a patadas, y la verdad es que valoro mucho mi integridad física.

II

En la Avenida Juárez la situación es distinta. Hay más actividad, hay más gente, se notan mucho más organizados. Hay señoras que cortan el pelo por quince pesos. Hay médicos que dan consulta. Venden DVD’s propagandísticos: “¿Quién es el Sr. López?”, o “Acteal, estrategia de muerte”, etc. Venden elotes asados, discos compactos, playeras con la caricatura de AMLO. Parece que así financian el plantón. Las pancartas llenas de consignas son el principal objeto decorativo. Aparecen personas que se pegan al cuerpo cartulinas con largas demandas. Miro la cara de Fox y Calderón, caricaturizadas, por casi toda la avenida.
Camino hasta donde empieza la calle Madero. Son ya pasaditas de las 12. La estrechez de esta calle, más las incontables lonas que la cubren, la gente, los vendedores, lo hacen sentir a uno apretado. Ahí hay energía. Disponen sillas cual auditorio callejero, frente a las cuales hay unas bocinotas que ya han sintonizando alguna estación que transmite lo que ocurre en el zócalo. En las sillas hay señoras sentadas, que tejen, que platican, que esperan la voz del Peje. Sigo avanzando. Hay monitores de televisión, muchachos que distribuyen volantes. Unos se ven medio enojados. Más “auditorios”. Saco mi grabadorcita y aprieto el botón de grabar. Al menos hay un equipo de sonido instalado en cada cuadra. La voz de AMLO estalla en todos ellos. Las viejitas alzan las manos y las mueven en el aire, con todo y sus tejidos. Aunque el discurso ya comenzó, en algunas carpas no apagan las grabadoras donde canta Mercedes Sosa, Silvio Rodríguez e incluso Pepe Jara.
Por las bocinas se escucha un grito chillón: “¿¡Nos vamos a dejar!?”, a lo que las tejedoras, los reparte-propaganda, los peluqueros, los niños, los que están jugando dominó, los que van tomados de la mano, a los que el grito ese despertó, los crudos y los pachecos, contestan al unísono, con el brazo izquierdo en alto y el puño cerrado, “¡Noooooooooooooooo!”. Aplauso jubiloso; “¿¡Seguiremos en la lucha?!”, y toda la calle Madero se cimbra de nuevo, “¡Siiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!”
Por fin llego al zócalo. Ahí escucho la voz de Andrés Manuel, de su garganta al micrófono, del micro a las bocinas, de las bocinas a mis oídos. El ruido es generalizado, pues el discurso se mezcla con los gritos de la gente. Uno tiene que hacer un verdadero esfuerzo para discernir lo que se va escuchando. Por ejemplo, mis oídos captan: “No caeremos en provocalleve lleve la playeraaaaaaaa… Pediremos al ejército que la taaaaaaza la banderaaaaaa… mire joven la foto deltracióooooooon a la democraciaaaaa! Aplausos. Las carpas montadas en la plancha del zócalo no permiten ver el estrado. Hay un cerco alrededor para que solo ingresen a la plancha los simpatizantes, los de verdad, los que llevan ahí semanas. El tránsito se ha cerrado. El centro de la ciudad es amarillo. En cada bocacalle instalaron una grúa de la cual penden varios sistemas de sonido. ¿Cuántas peluqueadas y masajes tendrán que dar para pagar todo eso?
Viene un enunciado por parte de AMLO, y un grito por parte de la gente. Hace calor porque el sol pega recio. Ubico a un señor que sujeta con su mano una sombrilla dentro de la cual, calculo, cabemos dos.
Me instalo en la sombra y noto que el señor ni se inmuta de mi presencia. No he dejado de grabar nada. Al lado de mi benefactor hay una pareja de ancianos, cada uno con su sombrillita. Mis oídos siguen captando el llamado a la democracia, los cigarros de a peso, el gran fraude perpetrado desde los lleve las congeladaaaaaas… La viejita de al lado le pide a su marido le explique otra vez cómo estuvo el fraude. El señor le dice que fueron unos algoritmos, Andrés Manuel grita: ¡No nos vamos a dejar!; la viejita no sabe qué son los algoritmos, las bocinas reclaman: ¡Basta de abusos!, el señor dice que los algoritmos son unas cosas de la computadora que primero sumaron votos en la mañana, luego en la tarde, y luego otra vez en la noche. La viejita dice “Ah pues eso sí que es fraude”. Pasa una mujer cargando refrescos en una bolsa. Tengo antojo de un “esprait”.
En la sombrilla donde habíamos dos, somos ahora tres. Nunca supe de dónde salió una señora. Gordita. Mejor sigo. Llego a una esquina. Hay policías, cuatro: estamos listos para la hecatombe. Decido que mejor me voy y rodeo el zócalo. Hay cámaras de televisión, gente vestida de amarillo sentada en sillitas plegables, con cartulinas pegadas. “¡No caigamos en provocaciones!” sigo escuchando. Hasta el cansancio. ¿Provocaciones de quién? Supongo que mías. ¿Cómo se me ocurre comprar un carrito a plazos?
Llego a una jardinera y me siento para sacar mi cuaderno. Traigo en la cabeza demasiadas ideas y necesito decantarlas. Andrés Manuel calló. Un aplauso más fuerte y caluroso. La voz de una mujer convoca a que se cante el himno nacional. Comienza el coro y me levanto, voy a poner mi mano derecha, perpendicular a mi cuerpo, a la altura del pecho, pero… Detengo mi gesto. Todos los presentes cantan sentidamente, pero con el brazo izquierdo en alto. Unos cierran el puño, otros mantienen extendidos solamente el índice y el medio. Una V, supongo que de victoria. Siento que soy testigo de la reinvención de un símbolo. Nunca me enteré cuando pasó eso, el comienzo de una nueva patria o el derrumbe de un costumbrismo. O una nación que nunca supe ver. Dejé de cantar el himno, sentí que me lo habían rrebatado. Si pongo mi mano derecha a la altura del pecho van a decir que soy burgués. Mejor me callo y escribo: “Explota el aplauso, se encienden las radios, los bailes, la música. El mitin terminó. La plaza de la constitución parece hormiguero”.
III

Ya me voy de regreso. Recorro Madero pero en sentido inverso. El caminar la misma calle pero para el otro lado, es como hacer dos caminos distintos. Un grupo toca reggae. Mientras lo hacen, uno de los músicos dice a los presentes que harán un repaso a todos lo héroes que nos dieron patria, y al escuchar cada nombre, el público tiene que gritar “¡Presente!”. La música sigue, se acerca el de la guitarra al micrófono, un morenazo con rastas, y grita: “¡Miguel Hidalgo!”, y el público responde: “¡Presente!”. El del saxofón es quien ahora se aproxima y grita: “¡Josefa Ortiz de Domínguez!”, y el público hace su parte. Entre grito y grito los músicos bailan. Luego se acerca el bajista, se le queda viendo al micrófono y pone cara de duda, seguro que está hurgando en su mente, ¿qué otro héroe tenemos?, voltea la mirada desesperada al del saxofón, le suplica con los ojos, ¿qué otro?, y el bajista se acerca al micrófono y grita: “¡Ernesto Guevara!”. El público por un instante duda, se miran los presentes entre ellos, pero al final todos gritan “¡Presente!”. El del saxofón y el bajista miran al de la guitarra, con la cabeza le indican que se acerque al micrófono, como diciendo “Órale güey, te toca”. El guitarrista se queda varios compases frente al micrófono sin decir nada, hasta que por fin se le ocurre algo: “Ahora, en lugar de decir Presente, vamos todos a decir, Presidente, ¿sale?” El público dice que sí. A éste público no le queda de otra. El del saxofón ya agarró la onda, y él se pone frente al micrófono, toma aire, abre los brazos y grita: “Andrés Manuel López Obradoooooooooooooor”. Paran la música, los ejecutantes alzan los brazos, la gente los imita, se unifica el coro, estruendoso, tremendo, inacabable, ¡”Presideeeeeeeeeeeenteeeeeeeeeeeeeee!”.
Termina la música. Sigo. Sigo. Sigo. Pienso. ¡Qué bueno que vine! Me siento mucho mejor. Tranquilo. Porque al menos ahora estoy seguro de algo: la cosa está peor de lo que imaginé. No veo como detener esto. Siento que empiezo a entender cómo fue que todo comenzó. De hecho, creo que la historia es simple. Hay pobres. Hay promesas. Se otorgan las promesas a los pobres. Hay entrega. Una promesa es ilusión, es esperanza. Se arrojan promesas a los pobres como maíz a las gallinas. Eso me repugna.
Hay ricos. A los ricos nadie les promete nada. La única entrega es hacia ellos mismos. Nadie tiene que morir para que un rico mantenga su ilusión, su esperanza. Hubo quien murió para que la ilusión y esperanza del pobre tuviera sentido, continuidad. Hubo quien murió con tal de mantener una promesa. No es lo mismo dar maíz que dar la vida. No creo que Andrés Manuel se muera para cumplir todo lo que ha prometido. Hay promesas que no se cumplen, siempre sucede, triste e irrenunciablemente. ¿Por qué? Hay gente que quizás por vez primera siente que hace algo por sí misma, por su patria, por sus hijos. Una esperanza los alimenta. Un hombre que ha luchado contra todo los guía, incansable, insaciable. Sin embargo, a ese hombre no le creo. Se parece mucho a todo lo que repudia. Ojala que alguien lo proteja de aquello que tanto desea. Me pidieron que les mentara la madre “a esos cabrones”. No puedo hacerlo. De alguna forma, ésta gente también me pide que le miente la madre a los otros, es decir, a los que no son perredistas. No sé cómo se puede resolver un conflicto en donde ninguna de las partes reconoce a la otra. Ambas consideran justa la no existencia del otro. Cualquier detalle, por ínfimo e intrascendente que sea, alebresta las jaurías. En mi país no sabemos mirarnos. Nuestro espejo sigue ahí, bien enterrado. Sigo. Ahora Toluca me queda más lejos.