miércoles, diciembre 30, 2009

Adiós, maestra

Solía encontrarle gusto a la embriaguez. Aprendí infinidad de cosas cada vez que mi cabeza comenzaba a girar y mis sentidos se distendían en vacíos inexplorados. Me gustaba el yo que era a través de los vasos de vidrio. Las conexiones neuronales pasaban de lo intrépido a lo esotérico, de lo audaz a lo brillante. Escribí buenas palabras desde el delirio, buenas en verdad, en el sentido ético y moral de lo que "bueno" significa. Es decir, no hablo de talento sino de ausencia de maldad. Me gané besos y enemigos, vergüenzas y anécdotas, le arranqué carcajadas a más de uno y sembré decepción en más de mil. Pacté amistades infinitas, sellé con un chocar de copas el comienzo de un idilio, y también en la ausencia de sobriedad me vi diciéndo adiós sin entender por qué. Exalté mis sentidos, pero también los acostumbré un poco de más al aturdimiento. Unos tragos me ayudaron a llevar las discusiones a niveles más álgidos y entusiastas, a reflexiones que no hubieran comparecido si la sangre no corriera embrabecida. Tuve fabulosos regresos a casa en la ignominia de las madrugadas, con el jazz de sonido sucio de una radio que no sabía captar, con la voz casi quebrada de Dylan, con el silencio que producía el ruido del motor en marcha, con el dolor en el alma y la alegría en el cuerpo, con el sabor de unos labios y el aroma de un cuerpo impregnado en mi ropa. Tuve también regresos desastrozos, lagunas obscuras entre el último trago y el abrir los ojos al día siguiente; la incredulidad de escuchar lo que había sido capaz de hacer, sin poder ser capaz de recordarlo. Odié tanto las resacas que un día, sin más, comencé a quererlas, a entenderlas, a saberlas necesarias, ya que se volvieron la perfecta analogía de los vaivenes de la vida, del éxtasis de la felicidad que uno abandona en estrepitosa caída libre hasta la oclusión inconciente de la mente y las ideas. Siempre fue como la vida y la muerte. Ir de un extremo a otro le da a cualquiera la sensación de haber recorrido un enorme terreno, y la ebriedad y la resaca eran justo eso, las dos orillas de una misma realidad. Solía buscarla, desearla, provocarla, a la embriaguez; como si fuera una mujer o una tristísima canción. Solía aprender de ella lo que no podía aprender de nadie más.

Sin embargo, ya no la encuentro. No la siento, aunque la busque y me empeñe en descifrarla nuevamente. Por más que la llamo no acude a la cita. Comienzo a creer que la curva de aprendizaje llegó a su cresta final, no hay más que pueda decirme, ni nuevas anécdotas que ensoñar. No tiene que ver ni la edad ni un estado de moralidad ambigua y dispersa. Más bien, ese libro lo he leído ya demasiadas veces, y ya le extraje todo lo que pude. Necesito caminar en otra dirección, aprender de otros maestros y enriquecer mi existencia de otras formas. He vivido, he aprendio un poco, y necesito seguir adelante, aprender más, reconocer en mí un rostro más profundo y verdadero.