lunes, octubre 02, 2006

Sucesión Presidencial

Trabajé un año y seis meses de mi vida entre los gruesos muros de una ex hacienda que se llama Santa Cruz de los Patos. Hace varias décadas fue un monasterio, luego una universidad privada, y actualmente hospeda a un centro académico de estudios superiores: El Colegio Mexiquense A.C.
El domingo 1 de Octubre, esta institución cumplió veinte años de existencia, y en el marco de sus celebraciones, se llevó a cabo el cambio de Presidente. Como el aniversario cayó en domingo, la ceremonia de aniversario se realizó el viernes 29 de septiembre. Llegué tarde, no precisamente porque mi arribo se produjera 20 minutos después de que empezara el show, sino que en realidad, llevaba varios meses de retraso. Desde mayo pasado no pisaba ese lugar.
Para ubicar un poco al lector, he de contar que ésta institución pertenece a la red de colegios derivados de El Colegio de México. La sede para el Estado de México fue abierta en 1986 por el Profesor Omar Martínez Legorreta, experto en asuntos de Asia-Pacífico, Ex Embajador de México en China, y un gran ser humano. Él fungió como el primer Presidente de El Colegio, y después de él se han realizado cuatro sucesiones, incluyendo la de este 1 de octubre.
Recuerdo que desde hace aproximadamente un año todo mundo se gastaba en elucubraciones sobre quién podría sustituir al entonces Presidente, el Doctor Carlos Quintana Roldán. Fuera quien fuese, la mayoría de la gente que emitió su opinión sabía que en el fondo, ese tipo de decisiones vienen “desde arriba”, es decir, del Gobernador del Estado. Es él quien señalaría ya sea al sucesor, o la reivindicación en su puesto del actual Presidente.
Aun así existía la ilusión de que fuera el grupo de académicos del mismo Colegio quien tendría entre sus manos la decisión de elegir a la persona que habría de tomar las riendas de tan importante y prestigiada institución académica. De hecho, me comentaron que se propuso una terna, formada por distinguidos académicos con bastantes nexos con el mundo de la política. Pero al final, su opinión no fue tomada en cuenta.
Pues fui a dicha ceremonia para ver, justamente, en qué había acabado la cosa. Ésta se llevo a cabo en un recinto denominado “Aula Mayor”, el cuál muestra en sus paredes pinturas murales del maestro de San Simonito, Leopoldo Flores.
Llevaba conmigo la predisposición de que encontraría un gran alboroto, es decir: es el aniversario número veinte de la institución académica más prestigiada del Estado de México. Además, ese día se dará el cambio de dirigente. En esa misma ceremonia, el Presidente saliente rendiría un detallado informe de las actividades no sólo del último año, sino de toda su gestión, y ¿por qué no?, de los veinte grandes y valiosos años que existen detrás. Mínimo habrá montones de cámaras de televisión, políticos distinguidos y no tan distinguidos, académicos provenientes de varias instituciones, incluso de otros rincones del país, periodistas peleando por tomar la mejor foto, sacar la más valiosa de las declaraciones. Imaginé tumultos de metiches y curiosos.
Pero no. Llegué y en la entrada sólo había un policía pecoso quien me saludo con calidez. Había, eso sí, muchos autos estacionados, pero de esos normalmente siempre los hay. Le pregunté al policía, algo intrigado, que si ya se había acabado el show. Me dijo que no, que no tenía mucho de haber empezado.
Me introduje en el edificio principal, caminé por el breve pasillo que conduce hacia la “Aula Mayor”. Las carretadas de gente que imaginé estarían afuera del recinto, parándose de puntitas para mirar al gobernador sentado en el presidium, no estaban. Tampoco había gobernador sentado en ningún lado. Eso sí, el recinto estaba lleno, todas las sillas ocupadas, en su mayoría por personal administrativo y cuerpo académico de El Colegio. Estaba lleno, nada más.
Es de suponer que al llegar tarde, la posibilidad de encontrar un asiento libre se reduce a nada. Las leyes de probabilística me dejaron de pie, para escuchar al Doctor Carlos Quintana pronunciar su discurso. Dijo lo que normalmente se tiene que decir: que El Colegio es una gran institución, que tiene virtudes y defectos, un gran futuro y un brillante pasado. Agradeció a los presentes, a los antiguos Presidentes de la Institución, al Secretario de Educación allí presente, a fulano y perengano. También le brindó una cordial bienvenida al nuevo Presidente, el Doctor Edgar Hernández Muñoz.
No vi rostros sonrientes. Más bien noté un mar de gente con los brazos cruzados, arrellanados en sus sillas, mas concentrados en los murales de Leopoldo Flores que en los discursos.
Al término del discurso del Doctor Quintana, tomó la palabra el Secretario de Educación, Licenciado Isidro Muñoz. Me costó mucho trabajo poner atención. Ya dije que me tocó estar de pie, obvio, hasta atrás. Pero no dije que estaba al lado de la puerta, de la cual, entraba y salía con frenesí el único periodista que tenía videograbadora. Con cada abrir y cerrar de la puerta me empujaba, y tenía que detenerme en el hombro del chico que llegó antes que yo y que sí le tocó silla. No sé qué tanto tenía que hacer afuera para luego meterse y viceversa. En ese ir y venir captaba que el Licenciado Isidro Muñoz decía que sí, en efecto, El Colegio era una gran institución, pero podría ser mejor, que la gestión que ahora culminaba había sido brillante, pero podría ser mejor, que el esfuerzo podría ser mayor, etc. Al final de sus palabras no me quedó claro si eran de aliento o de reproche.
Supuse que finalmente vendrían unas palabras del nuevo y flamante Presidente. Pero no. Más bien, la maestra de ceremonias agradeció a nosotros los presentes, y nos invitó a desocupar el recinto. Ni una palabra del sucesor.
Confieso que antes de esta “Sucesión Presidencial”, no tenía la menor idea de quién era dicho personaje. Aproveché que todo mundo estaba de un lado a otro, para presentarme y saludarlo. Ya antes había hecho una breve investigación para saber de quién se trataba. Sucede que es un académico de la Universidad Autónoma del Estado de México, y cuenta en su haber con una serie de reconocidas investigaciones en el campo de las ciencias sociales. Lo he resumido muchísimo, y si no pongo más no es por falta de respeto, sino de espacio.
Hice mi encuestita sobre la opinión que varios de los presentes tenían con respecto a los discursos, los veinte años, el nuevo mandamás. Casi nadie tenía idea de nada. No me extrañó. En realidad siempre tuve la impresión de que mucha gente que labora en El Colegio no tiene mucha idea de nada. Los más prudentes, los que más saben de estos asuntos, se limitaron a decir que hay que esperar, que hay que trabajar y echarle ganas. Pues qué otra.
Vi muchos rostros desencajados. Algunos ex-compañeros llegaron incluso a decirme que temían por su futuro. Así me lo dijeron, y yo lo interpreté como un “¡A ver si no nos corren!” Otros de plano dijeron que la cosa se iba a poner peor. Desconozco qué los lleve a pensar eso, dado que, como ya he dicho, poca idea tienen del mundo que los rodea.
El siguiente acto protocolario fue la inauguración del “Salón de Presidentes”, el cual no es otro más que la sala de juntas de la dirección general, con 4 pinturas al óleo, cada una de ellas con el rostro de los antiguos Presidentes del Colegio, incluyendo al que se acaba de salir.
De entre los presentes llamaron mi atención unos tres o cuatro muchachos, jóvenes, que hacían barullo para todo. Uno de ellos cargaba un radio, daba órdenes a otro, preguntaban montones de cosas al personal de la institución, que dónde está esto, que a quién hay que encargarle lo otro. Era una mini estampida de búfalos que había llegado a El Colegio junto con el sucesor.
Del “Salón de Presidentes” nos llevaron al jardín para que nos tomaran la foto. Yo no salí en ella, pues cuando comenzaron a acomodarse, yo iba en camino hacia la maquinita de café. Cuando a los de hasta atrás les dijeron que no salían, que se subieran a unas sillas, yo miraba cómo le caía leche, café y azúcar a un vaso de papel. Les tomaron varias placas al mismo tiempo que revolvía mi café con un palito de plástico. Cuando volví al jardín con mi café en la mano, escuché el aplauso que estalló una vez que el fotógrafo se dijo estar satisfecho con su trabajo.
Comenzó una sesión informal de fotos. Se hicieron grupitos que con sus cámaras y teléfonos celulares retrataron sus rostros para la eternidad de ese momento. Yo me dediqué a echar un ojo al gato y el otro al garabato. ¿Qué quiero decir? Que me puse a intercambiar más opiniones con amigos, ex-colaboradores, académicos, y al mismo tiempo, no perdía detalle de cómo, bajo un gran árbol, se instalaban mesas con manteles blancos, sobre las cuales aparecieron charolas repletas de bocadillos, y al lado copas, y al lado botellas de vino y de refresco.
Sólo ésta visión hizo que el semblante de muchos cambiase. Nos acercamos todos a esa especie de viandas dispuestas bajo la sombra. La primera ronda de vino tinto y blanco relajó los músculos faciales. Preferíamos callar y degustar los bocadillos antes que seguir emitiendo comentarios. La segunda ronda arrancó una que otra carcajada, y otros ya no se cuidaban tanto de no hablar y mover el bigote al mismo tiempo. Íbamos de un lado al otro del jardín chocando copas y diciendo “salud”. Aproveché para darle un abrazo al Doctor Quintana y agradecerle por haberme dejado trabajar ahí. Después de todo, fue con él con quien me entrevisté en ese lejano octubre del 2004 para ver si existía la posibilidad de entrar.
Pasó un rato y no me di cuenta que gran parte de los asistentes se había ido. Siempre tuve la impresión de que ahí la gente aparece y desaparece con enorme disimulo, como queriendo estar y no estar a la vez. Un momento volteas y los tienes al lado, y al siguiente momento estás solo y sólo el silencio te avisa, o el eco en las paredes, o las ramas de los árboles que chocan entre ellas, que rodean el jardín, que cuelan el viento helado para que no cale tan duro.
Me senté en el borde de una jardinera y así como ya expliqué, de pronto, se me apareció Don Trini. Me levanté y nos dimos un abrazo. Él es quien desde hace como 16 años cuida del jardín de El Colegio. Me dijo que me extrañaba y le dije que yo también lo extrañaba a él.
Ya no quedó nadie. Todos volvieron a sus oficinas. Las huellas de nuestros zapatos en el césped fueron el telón con el que terminaron los festejos del Vigésimo Aniversario de El Colegio. Salí al estacionamiento. Ahí seguían los autos, el policía pecoso, el camino de regreso hacia Toluca.

3 comentarios:

Ciro Estrada Lechuga dijo...

Siempre me ha producido gran curiosidad el Colegio Mexiquense. Se que un tío mío ha trabajado (o trabaja) ahí, aunque no estoy seguro de en qué. Una vez fui a la presentación de un libro suyo, en el aula que mencionas, con el mural de Leopoldo Flores. Aunque admito que tu crónica me desanima un poco respecto al Colegio. Un saludo. Ciro.

Anónimo dijo...

!Como disfruto leerte! Imagino cada una de tus letras, pero sobre todo me haces pensar, volver a sentir o preguntarme porque no he sentido ello, porque si he estado ahi no lo he visto..... porque no he querido o porque lo he querido......
Ultimamente a pesar de conservar la valiosa esencia de tus palabras he de decir y felicitar porque se desarrollan con mejor estructura, son mas placenteras y claras, me he empezado a preguntar.... para que? en lugar de ...por que?
Porque siempre que te leo parece que quieres compartir un secreto...... taniushka

Anónimo dijo...

Académico Amigo Moncho: Igual que mi querida amiga Tania, a quien desde acá le mando un fuerte abrazo, también disfruto mucho leer lo que escribes, de momento se perciben chispazos de humor que le dan un sabor agridulce a la lectura, no se si me explico, se nota mucho el desenfado del texto y al mismo tiempo se deja ver una enorme creatividad; para mí, un verdadero gusto, tu amigo: Felipe Garduño Organista