sábado, enero 26, 2008

Downshifting / Desacelere



PARTE I: Ganar más para gastar más para vivir peor


Un joven recién egresado de cualquier facultad se enfrasca en la búsqueda de su primer empleo. Dadas las condiciones socioeconómicas que México ofrece, el joven en cuestión le asigna al aspecto económico la más alta prioridad. Algunos otros buscan en verdad realizar una actividad que les satisfaga, o quieren trabajar en una empresa o institución que se rija por valores y fines que ellos han asumido como propios para sus vidas. Pero, afrontémoslo: estos últimos son los que menos existen. La gran mayoría, como ya he establecido, sólo piensa en el estatus que pueden obtener gracias a un buen ingreso.
Nuestro joven consigue finalmente un empleo que le da miles y miles de pesos al mes. Con ese dinero quizá podrían vivir de forma apretada unas tres o cuatro familias pobres. El nuevo profesionista se encierra en las paredes de su oficina más de diez horas al día (o más de doce, o más de catorce). Al cabo de unos meses, acostumbrado ya a la vida que puede regalarse con semejante nivel de ingresos, el flamante profesionista hace una lista mental acerca de los objetos que requiere para poder vivir bien. En dicha lista aparece un automóvil último modelo, el teléfono celular más caro y sofisticado, computadora, el ipod con el mayor número posible de gigas de memoria. Tras hacer algunos cálculos, el profesionista encuentra que su sueldo actual no le alcanza para todo eso. Entonces, será preciso trabajar más para recibir más dinero, o buscar otro trabajo que le asegure un ingreso mucho mayor que el anterior.
La cantidad de trabajo generalmente no importa. El novel profesionista, en la flor de su juventud, en sus años de mayor energía, frescura creativa, salud física y mental, prefiere incluso trabajar los sábados y los domingos. Sacrifica salidas con los amigos y reuniones familiares. Así se asegura la entrada de dinero, el aumento del poder adquisitivo. La vida supeditada al trabajo. Leer libros que lo hagan pensar está totalmente fuera de la cuestión. De igual forma, el cine y la música deben ser lo suficientemente ligeros para no agobiar más la ya de por sí saturada cabeza de éste héroe cotidiano.
El cuerpo cambia conforme pasan los años. Las carnes se ablandan, el vientre crece y los cabellos se caen. Se requieren dosis más altas de nicotina para resistir los desvelos; alimentos ricos en azúcares y grasas para que el ritmo de trabajo no merme la concentración. A los compromisos previamente adquiridos habrá que añadir el matrimonio y la casi inmediata llegada de los niños. Así que es necesario tener una casa más grande, otro automóvil, más muebles y gastos de hospital. La ropita dura poco porque los hijos van creciendo.
Aquél profesionista dejó de ser joven. Ya es un hombre, adulto y conocedor de sus deberes. Se siente realizado, orgulloso. Al menos eso aparenta su traje, su corbata y su –otra vez- nuevo coche. Cree que lo tiene todo, pero quiere más. Las jornadas laborales no se han reducido ni un ápice. La perenne preocupación por el dinero lo lleva a sufrir de gastritis y una que otra arritmia. Hay que ganar más dinero para pagar el club, las toneladas de juguetes para los niños, las semanales compras en todos los almacenes de prestigio que le sea posible. No hay que perderse ni un partido de fútbol, y mucho menos hay que dejar ir la oferta para comprar esa macro pantalla de plasma de setenta mil pesos que se puede pagar a 18 meses sin intereses. Hay que viajar a Paris para tomarle fotos a Eiffel, a Londres para fotografiar los leones de Trafalgar y a Nueva York para salir de las tiendas con un montón de bolsas.
Este hombre ha vivido con la ilusión de una mejor vida, una vida que se compra y nada más. Una vida que se gana trabajando, generando dinero para enriquecer quién sabe a quién; una vida tranquila, digna y afortunada que, sin estar consciente de ello, ha contribuido de manera incontenible al consumismo, al aumento en los niveles de contaminación, al empobrecimiento del capital intelectual humano, al aumento de la brecha entre los ricos y los pobres.
Cabe señalar que este es un buen hombre, que todo lo que ha hecho ha sido siempre con la mejor de las intenciones. Todo lo que hace el ser humano es siempre bajo la creencia de que se hace un favor a si mismo y al resto de la humanidad.

PARTE II: Ganar menos para gastar menos para vivir mejor

Sin darnos cuenta nos vemos envueltos en un marasmo de compromisos ineludibles. Pertenecer al mundo moderno implica sacrificar valioso tiempo, jugosas distracciones. Hay que trabajar duro para pagar las placas y tenencias, servicios, verificación, seguro y gasolina, aditivos, refacciones. Hay que comprar zapatitos y playeras, bolsos, seguritos, listones para el pelo, un nuevo traje de baño para la playa, bronceador y dos maletas.
Además, la sociedad se colude con el merchandising para que en navidad vayamos en tropel a vaciar las tiendas y comprar regalitos tontos que a nadie le sirven pero que a todos ponen de buenas. Todos sin excepción somos víctimas y cómplices.
¿Qué pasaría si decidiéramos, simplemente, trabajar menos? Trabajo menos horas, ergo recibo menos dinero, ergo gasto menos, ergo contribuyo menos al consumismo. ¿Quebrarían los negocios si todo el mundo decidiera no gastar tanto tiempo encerrado en su oficina? No creo. Más bien, los giros cambiarían.
Un joven profesionista que decida trabajar menos, podría ganar –por poner un ejemplo- dos horas diarias de tiempo libre. ¡Lo que se puede hacer con dos horas diarias de tiempo libre! Se puede leer un buen librito en dos horas, o hacer el amor con más calma y pasión, o sacar a los hijos al parque para aprovechar los restos de la luz del sol, o llevar a los viejos a cenar, estudiar otro idioma, retomar las lecciones de piano, escribir, ir al teatro, ¡sentarse a platicar!
¿En qué momento se volvió prioritario un ascenso de puesto, un coche último modelo o una peda en el antro de moda? ¿Cuándo fue que el crecer como persona se mide en pesos y en cantidad de libros de superación personal leídos? ¿Por qué son precisamente éstos últimos los que más leen los jóvenes (y no tan jóvenes) profesionistas? Precisamente porque necesitan de una receta que les haga sentir menos egoístas, algo que justifique el no estar en casa, el no acudir a la vida de los demás, el no pertenecer ni siquiera a ellos mismos. Palmaditas en el hombro y ya.
Todo esto que vengo diciendo, ésta reflexión que a más de uno puede sonarle a rollo post-new age o una jalada de esas, no es algo que solamente se me haya ocurrido a mi. De hecho, la tendencia de trabajar menos para procurar un mejor nivel de vida ha ido tomando fuerza en los últimos años. Por ejemplo, en el 2001 surgió en Francia una iniciativa de ley que proponía reducir las jornadas laborales, a efecto de trabajar 35 horas a la semana en lugar de 40. ¡Reducir una hora diaria! Tras una larga controversia, la propuesta fue aprobada. En España surge la misma idea tiempo después. En el año 2003 se le da un nombre formal a esta tendencia, conocida como “downshifting”, o en español, “desacelere”. Es una respuesta proactiva en contra del vertiginoso avance de la modernidad, dentro del cual parece que si te frenas te puede destrozar como si te hubiera cogido una máquina rompehielos. Es verdad, si trabajas menos, ganas menos, y compras menos cosas, pero en verdad vives mejor. Tienes más tiempo para ti, de mejor calidad. El estrés se reduce y los sueños se multiplican.
Pero ojo, esto no implica el fomento de la pereza. Ésta es igual o peor de dañina. Se trata de que la gente realice actividades que no la hagan sentir que está trabajando, sino haciendo algo que de una u otra forma es productivo. Leer es productivo, jugar con los hijos, escribir un poema. Tontamente nos hemos tragado el cuento de que sólo lo que te reditúa económicamente puede ser catalogado como productivo. Envidiamos tanto a los europeos por su “cultura”, los admiramos por sus vastos conocimientos en música y artes plásticas. ¿Y nosotros qué? ¿A los mexicanos nos salen ronchas si leemos? ¿Hacer lo que nos alimenta el alma nos hace lo mismo que el agua helada a los perros callejeros?
Hay que trabajar para ganar lo necesario para vivir y ahorrar, y punto. Muchos de nuestros “lujos” son hueros, superfluos; sólo alimentan la ilusión de una vida mejor, pero en realidad no contribuyen en nada a la felicidad.
Si gano más dinero, puedo ir al Costco o al Sam’s Club a comprar un paquetote de cuatro kilos de mis galletas favoritas. Si gano menos, iré a la tiendita a comprar nada más un paquetito. Si gano más, me tragaré los cuatro kilos, aumentará el volumen de mi panza, el colesterol de la sangre, gastaré en medicamentos que regulen la presión arterial, consultas con doctores. Si gano menos, me trago el contenido del paquetito y se acabó.
Si tu, apreciable lector, estas interesado en este asunto del desacelere, te invito a que conozcas la página www.slowmovement.com, para que conozcas más al respecto y te enteres de todas las posibilidades que ofrece.

jueves, enero 03, 2008

Quiero ser feliz


Alguna vez le preguntaron a Lennon que si se consideraba una persona feliz, y respondió que sí. La siguiente pregunta que le hicieron fue: ¿Por qué?, y él dijo que no veía televisión, ni leía los periódicos.
Tomando esta anécdota como arranque (no solo de ésta colaboración, sino de todas mis colaboraciones de este nuevo año), le cuento al querido lector, que la última vez que vi televisión fue el 25 de diciembre. Fue una decepción. Normalmente, por las noches, mientras me preparo un sandwich o algo así para aplacar el hambre, prendo la televisión en alguno de los noticiarios que transmiten después de las 10.
Ese día, casi todo el noticiero del vomitivo López Dóriga se fue en noticias acerca de cómo pasa un policía la noche buena dentro de su patrulla. Luego venía la historia de algún desdichado sin familia, de alguna viejilla abandonada, de cómo se vivió en Villahermosa la navidad después de la tragedia.
Le pasé al noticiario de la competencia y básicamente transmitían el mismo género de estupideces. Apagué la televisión y me dije a mi mismo: “¡No manches, sí que estoy informado!”.
El resto de mis días, hasta hoy, se me fue en escuchar discos de manera masiva, desde el último de Radiohead hasta una colección que le volé a mi papá de música de Benny Moré. Me soplé dos disquitos de Sigur Ros, uno de Daft Punk, y como tres veces uno de éxitos de Morrisey. Esuché hasta que me cansé el disco de Odio Fonky de los queridos Jaime López y José Manuel Aguilera. Esuché a Ely Guerra, el soundtrack de una película de Wong Kar Wai. Fui feliz.
También leí unos textos de Daniel Sada y Álvaro Uribe; devoré Mr. Vértigo de Paul Auster y me enfrasqué en “El sentimiento trágico de la vida” de Miguel de Unamuno. Ahora sigo con Auster y una novelita llamada Ciudad de Cristal. Insisto, soy feliz.
Fui feliz charlando con mis hermanos, bebiendo cerveza con algunos amigos, con mis primos, llendo al teatro y viendo en el cine “Across the Universe”. Fui feliz andando por la carretera escuchando a Dylan y una colección de jazz latino que me regaló una buena amiga. Tragué chocolates y pavo y un spaghetti delicioso.
Aun así, algunas noticias irremediablemente llegaron a mis oídos, como el asesinato de la ex-primer ministro de Pakistán. ¿Debí sentirme mal por ser tan feliz cuando del otro lado del mundo se odian a muerte? ¿Acaso he fallado estos días en mi deber para con la humanidad? No es que ésta cuestión me mortifique demasiado, pero quiero enfatizar sobre el hecho de que cuando uno se aleja de los “medios de comunicación”, a veces se produce un sentimiento de aislamiento inefable. ¿Por qué? Estamos demasiado acostumbrados a “estar informados”, a “estar al día”, aunque no sepamos para qué. ¿Qué significa eso de “estar informado”? ¿Acaso es escuchar al vil López Dóriga en sus diatribas contra cualquier cosa que se le ponga enfrente y que le haga subir el rating de su tercermundista noticiero? ¿Cuántos periódicos tiene uno que leer para no sentir que lo están timando, o manipulando, o perfilando nuestra opinión hacia uno u otro punto del espectro político?
Sin el ánimo de ser radical, creo que prefiero quedarme mil veces con la fórmula de mi admirado Lennon. Si fue verdad que no veía tele ni leía periódicos, entonces creo que es posible cambiar al mundo. Prefiero acercarme a la realidad y no leerla, ni verla asépticamente en una pantalla de televisor. Creo que es más útil saber que alguna vez existió Chabuca Granda, o que una dama de nombre PJ Harvey canta por el mundo con su guitarra al hombro. Aprendo más del planeta a través de la música y el cine, hablando con ancianos y pordioseros, atrapando momentos que hacen sonreír o llorar a los demás. Aprendo más del mundo preguntando a mis amigos cómo marcha todo en el trabajo, cómo van sus planes de comprar casa y de tener hijos. Al diablo con la televisión. Espero no tener que encenderla en mucho tiempo. De verdad que quiero seguir siendo feliz.

De cómo Paul Auster ahuyentó al reggaetón asesino


Estoy en un cuarto de hotel. La vista da a un podrido patio donde se ven botes de pintura, tanques de gas, pedazos de malla ciclónica y demás trebejos. Si la habitación se encontrara del otro lado del hotel, la vista sería totalmente distinta: palmeras exuberantes, el mar pacífico quieto y cálido reflejando el mensaje del sol a todas las pupilas de la costa; cabecitas de seres humanos que flotan en el agua, juegan con las olas, se llenan de arena los calzones.
Siento que estoy condenado a ser el anti-héroe de todas mis historias. Por eso estoy viendo el jodido patio y no la piscina. Por eso estoy escribiendo y no ando trepado en el parachute, y mucho menos en la banana, o poniéndome repedo en la playa como suelen hacer algunos turistas gabachos, o los descolgados chilanguitos con sus hieleras de unicel compradas en algún oxxo.
Es bueno sentarse a escribir mientras el mundo gira. Pero para escribir, antes tuve que bajar a la alberca, bien tempranito, cuando no había nadie que la llenara de babas. Nadé y nadé para percatarme de tres cosas: fui el único desquiciado que a las siete y media de la madrugada se avienta un clavado al agua helada; mi condición física es deplorable y; de todas formas había babas, acopio indefectible del día anterior.
Conforme las horas pasaron y el sol fue desperezándose, salieron de su madriguera los demás inquilinos. Primero los viejitos y uno que otro cincuentón, luego familias con niños chiquitos, y finalmente los adolescentes. ¡A que juventud tan güevona, me cae! Desfilaron pieles de todos los tipos: bien formados cuerpecitos de jóvenes mexicanas, rozagantes, morenazas, bien sanotas. ¡Qué decir de las gringuitas, y alguna que otra argentina!
No faltaron en la colección las clásicas mujeres gordas que con ciertos trajes de baño parecen tener tres pares de senos en lugar de uno.
Por ahí aparecieron mis padres. Mi hermana llevaba rato echada en una tumbona. Cuando llegó mi hermano fuimos a almorzar y después nos tiramos todos en sendos camastros. Tramitamos con un mesero de nombre Jesús una cubetita de cervezas bien frías. Por suerte, era el momento del dos por uno, así que nuestra sed quedó bien saciada.
Leí buen rato un libro de Paul Auster. Tardé en terminarlo porque había muchas interrupciones. Algún genio consideró apropiado ambientar el espacio de la piscina con música punchis punchis a todo volumen. Un morrito de atrás se puso su discman y comenzó a gritar la canción que estaba escuchando. Rato después, un tipo agarró un micrófono (asumo que fue el mismo candidato-a-nobel que puso la música) e invitó a todos los presentes a que se metieran a la alberca, porque iban a empezar los “acuaeróbics”.
Tuve ganas tremendas de levantarme y preguntarle por qué no paraba todo su desmadrito, que uno venía a la playa justo para escaparse del escándalo de las ciudades. Pero lo que Auster me decía era muy interesante, y no quise dejarlo.
El libro habla sobre un escritor de novelas policíacas que se ve inmiscuido en un asunto de lo más extraño, donde lo confunden con un investigador privado, y tiene que evitar un asesinato. La maestría de Auster me llevó a disertaciones sobre el origen del lenguaje, el papel de un narrador para confundirse con la obra y hacer que el lector se olvide de quién fue la persona que escribió todo eso. Fíjese, amado lector, lo grandioso que es Paul Auster, que logró atraparme a pesar de tener detrás de mi un puto reggeaton reventando con sus bocinas mis tímpanos.
Acabé la novela y lo primero que hice fue salir corriendo a escribir estas líneas, a olvidarme del mundo exterior, de mi yo de carne y hueso para existir entre las letras y los signos de puntuación. Estoy en un cuarto de hotel, luchando por ser el anti-héroe de historias que no existen, con un podrido patio de un lado y el infinito océano del otro.