Me senté a recordar
hacia el final del parque
y me vino el recuerdo
como una fiebre de hambre,
pero un recuerdo de ésos, tranquilos,
sin personajes;
un recuerdo de esos que no se miden,
que no se cuentan
y que no saber,
de ésos, oscuros de tanta luz,
vacíos de ser tan grandes.
Coral Bracho
domingo, septiembre 23, 2007
sábado, septiembre 22, 2007
Mañana aun oscura
Despertar en la mañana aun oscura. Una voz del otro lado del silencio que te pide callar, te pide no acudir al encuentro de nada. Esa voz se pierde al colgar el auricular. Quedarse solo con el resollar de las tripas hirvientes. Mirar por la ventana el clarear del cielo. Triste y con ganas de nada comienza el día y no hay mucho que se pueda hacer.
La ciudad no espera a nadie. No cuenta cuantos van por sus calles haciéndose los que están vivos. No existe una estadística de los “buenos días”, los “qué hay de nuevo”. Vivir es ir callando. No siempre. Al menos hoy.
Pisar el césped, brincar el charco, tragar saliva y pensar que aunque hoy todo perdió su sentido, no es cortés con el aire frío el simplemente no hacer, el refugiarse con los ensueños de un pasado más confortable.
Llegar al trabajo y sonreír, con sinceridad pero ciertamente en automático. Nadie es culpable de los despojos que existen tras los muros de la piel. Andar los pasillos, estrechar las manos de los jóvenes y los adultos y demás fantasmas.
Repetir ante un público aquello que la mente retiene. Dejar pasar el tiempo para luego ir a buscarlo. Desandar los pasillos, liberar la vejiga de los miados y los miedos. Todo rodeado de bruma, de una irrealidad desconcertante.
El aire es menos frío que hace unas horas. Calienta un poquito, pero sólo aquello que se nota a simple vista. A media mañana el sol es como una rubia estúpida, quema la piel pero congela el alma. Al menos aquí, en esta ciudad, en medio de sus paredes y sus jardines con flores congeladas, con todo y sus cafés medio vacíos y sus perros destripados a mitad de la avenida.
Una punzada en mitad del tórax. Dolor que vuelve ardua la tarea de llevarse a la nariz un bocado de oxígeno. Dolor que antepone a todo aquélla voz de la mañana, detrás del teléfono, que pedía un silencio. Voz que se mezcla con todos los sonidos, que al rebotar en el córtex cerebral se vuelve ruido.
Ir de regreso a casa con una mochila al hombro, esa punzada, ese recorrer las membranas del mundo con tiento, procurando no romperla, ni dañarla, ni alejarla a soplidos de inconsciencia. Esa mochila que tiene el peso de todos los años y de todos los días, llena de papeles y de lápices. Esa mochila que carga un fragmento de historia, un fragmento tan pequeño como el más remoto punto del universo; tan inmenso como la punzada, el aroma del vacío, la saciedad de lo inasible.
Volver a una casa callada, al rechinar de la bisagra, a la duela que se hincha de calor y pesadumbre. Encender la computadora y escribir “Despertar en la mañana aun oscura”. Darle sentido a lo que no lo tiene. Alimentar la hoguera. Repasar un día tan gris como lo son a veces los anhelos.
Volver a salir, por la tarde, a la lluvia, a ocupar una silla vacía y beber café. Continuar con lo antes escrito. Notar que el tiempo sigue su escurrir y no hay forma de pararlo. Es mentira que una fotografía capture el momento. Nada lo captura. Es inevitable su fuga. Se va junto con el aroma del café y el jazz que se fue de las bocinas. Se van los momentos como la oscuridad de la mañana, la que viene cada día sin ser la misma, siendo otra, parecida pero diferente, como el agua que nos empapó, la sed, el beso que sólo se da una vez. Morir será el olvidar remordimientos, sacudirse las nostalgias, el dejar de añorar que por fin termine el día, venga el sueño y nos conduzca hacia otros reinos.
Se acaba el café, la pila de la computadora, la luz de la jornada. La voz de la mañana suena ahora más fuerte precisamente por estar ausente. Se van los amigos, el agua del retrete, la lluvia y los aciagos agüeros. Hay que seguir la voz de la conciencia, hasta el final, hasta que el dormir nos cargue. Soñar que habrá mañanas más claras.
- Fotografía por Pablo Bravo -
- this is not a chronicle -
cuerpo de campo germinado
de miradas con vocación azul
alma de piel de armiño
pestañas como terrazas al edén
carmen que se disemina
en revuelcos de aves que nos miran,
que remontan el vacío
que nosotros no miramos
tierra hundida en un naufragio
vientre de Lidia
iris que brilla
como osa mayor
dos columnas te sostienen
caen sobre mí como la noche del fin de los días
hembra deidad
que toca todo lo que habrá de convertirse en vida
de pino fresco nace el vaho
que desempaña certidumbres
de tu boca el día se alumbra
carmín que reverdece
furtivo pelambre de la tierra
persigue al infinito
nada más para seguirte
por sostenerte sin vilo
por respirar tu pulso
rostro de mi reflejo
rostro de luna llena
rostro de Teseo al final del laberinto
rostro de fracción del universo
rostro de Beatriz que me guía por el infierno
rostro de Eva antes y después del pecado
rostro de canto de sirenas
rostro que al final reconozco como el rostro mío
de miradas con vocación azul
alma de piel de armiño
pestañas como terrazas al edén
carmen que se disemina
en revuelcos de aves que nos miran,
que remontan el vacío
que nosotros no miramos
tierra hundida en un naufragio
vientre de Lidia
iris que brilla
como osa mayor
dos columnas te sostienen
caen sobre mí como la noche del fin de los días
hembra deidad
que toca todo lo que habrá de convertirse en vida
de pino fresco nace el vaho
que desempaña certidumbres
de tu boca el día se alumbra
carmín que reverdece
furtivo pelambre de la tierra
persigue al infinito
nada más para seguirte
por sostenerte sin vilo
por respirar tu pulso
rostro de mi reflejo
rostro de luna llena
rostro de Teseo al final del laberinto
rostro de fracción del universo
rostro de Beatriz que me guía por el infierno
rostro de Eva antes y después del pecado
rostro de canto de sirenas
rostro que al final reconozco como el rostro mío
Sueños de una noche
Algo raro ocurre entre las multitudes. Al ir ocupando poco a poco un gran espacio, la gente pierde cierto sentido de la pertenencia, del territorio propio. No se amontona, ni se aperra: se ensambla. Se genera un disimulado corrillo aquí, otro allá, y cada uno crece tanto queal cabo de un rato forman uno solo. La masa se comporta como una sola persona: en un concierto canta, en un mitin político protesta o esgrime consignas en el aire. En una plaza cívica, un 16 de septiembre en México, esa unidad que conforma la multitud lo que hace es festejar.
Es difícil encontrar singularidades entre el festejo que se realiza en una ciudad con respecto a otra, a pesar de que uno no puede celebrar más que en un sitio a la vez (y a veces, mucho menos que eso). ¿Cuáles son las diferencias? A Toluca, por ejemplo, le gusta comprar latitas de aluminio con las que se esparce una espuma parecida a la de afeitar; le gusta rociarlas en la cara del que vaya pasando, sea conocido o no, tenga aspecto de burgués, de naco o de indígena. Se tenga o no en la mano una de esas latitas, la multitud ya decidió el comportamiento a seguir. Si eres uno de los que no tienen esa lata, porque no quieres, porque no te gusta, o lo que sea, poco puedes hacer cuando alguien te rellena las orejas de espuma. Nadie sabe a quién se le ocurrió esa idea primero.
La masa escucha una sola canción al unísono, que viaja de las cuerdas vocales de una escultural mujer semidesnuda, encima de un gran escenario montado en un extremo de la plaza, hasta los oídos medio taponeados de merengue. Primero se escucha al mariachi con algunas melodías románticas. Luego viene algo más movido, ritmo de banda y quebradita, sinaloense y pasito duranguense.
Se calla la música y una voz nos pide atestiguar con respeto el trayecto del “lábaro patrio”, que viajará de la alcaldía al palacio del gobernador. Un grupo de policías hace vaya entre la multitud, abriendo un pasillo por el cuál pasará un séquito de cadetes, quienes escoltarán a la bandera nacional. Rato después ésta hace su aparición y la multitud aplaude. La va cargando el alcalde de la ciudad. A él lo rodean unos cuarenta funcionarios que no quieren quedarse fuera de la foto. Se escuchan trompetas y el redoble de tambores. El “lábaro” se pierde tras el umbral del palacio del gobernador, y en ese momento la masa se queda expectante. Las voces se convierten en murmullos. Cesan los ataques de espuma, las banderitas tricolores no ondean. Niños aparecen de súbito sobre los hombros de sus padres. Sin que nadie lo haya ordenado o sugerido, la multitud voltea toda hacia la fachada del palacio. ¿Qué es lo que se está gestando ahí adentro? No se escucha la pregunta, pero se respira.
Durante esos instantes de desconcierto, la gente se mira a las caras, reconoce las mejillas pintadas de verde blanco y rojo, se compara el tamaño de los sombreros, los “viva México” escritos en ellos. Las personas se miran pero procuran no hacer evidente su curiosidad. En cuanto una mirada se topa con otra, una fuerza inefable las obliga a repelerse, como imanes del mismo polo. Decenas de miles de personas aguardan un sólo momento, sus gargantas preparan un estallido que solamente una vez en el año es patente y tiene sentido. El apretujo es indisoluble. Si alguien tiene algo mejor que hacer en ese momento, tendrá que aguantarse; estar en medio de la multitud implica la triste resignación ante los designios de un tirano. El aire frío de septiembre serpentea entre los cuerpos de los novios que se abrazan, los padres que sujetan firmemente las manitas de sus hijos, el rostro de los que clavan su mirada en el balcón del palacio donde habrá de aparecer un hombre y su bandera.
Finalmente, la figura del gobernante se asoma con el lábaro entre las manos. El silencio de la multitud revienta con una ovación espontánea. En México es muy rara la persona que no odia a los políticos, que no desea en lo más profundo de su ser el que la política pudiese erradicarse de la faz de la nación. Todos tenemos algo malo que decir de ellos, algo que reprocharles, algo por lo cuál mentarles la madre. Los políticos son el reflejo de todas nuestras frustraciones. Muchas veces son la causa de las mismas. Pero en noches como esa, en multitudes como esa, el político se transforma. El gobernante se vuelve la única voz que sobresale por encima de la masa. Él es el único dictaminador, el jefe de la orquesta de gargantas que gritan “¡Viva!”. Por unos segundos, él encarna la ilusión de un pueblo, de una nación que dice llamarse “México”, a la cuál pocos entienden. En momentos como ese, el rostro del político es como nuestra propia cara. Porque carga en sus manos nuestra bandera, sale de su voz nuestro grito, el grito de nuestros antepasados. Lo que antes fue un reguero de sangre es ahora un carnaval.
El político se siente cómodo porque en el fondo sabe que se trata de un protocolo, que no tiene que dar la vida por nadie y que si nadie de entre aquéllos miles lo sigue, no importa. El político grita “¡Viva!” y la masa le responde. Luego hala la soga atada al badajo de una campana para que ésta repique. Nuevo estallido de júbilo. En el aire las banderas ondean y los pulgares oprimen los atomizadores que harán lucir la plaza como en medio de una nevada. No hay una sola persona sin espuma en la cabeza y en la ropa. No hay una sola persona que no sonría. Las miradas vuelven a cruzarse pero esta vez no se repelen. Hay armonía.
Se comparten las sonrisas. No hay futuro, sino un pasado en común que nos puso a todos en este lugar. Las luces se apagan y comienzan a iluminar en el cielo los fuegos artificiales. Música alegre y emotiva se apodera de la plaza. La gente vuelve a callar, y ahora todos miran hacia el cielo. Entre más sonoros explotan los fuegos en el aire, más sincero es el aplauso de la multitud.
Luego de un rato todo se transforma de nuevo en calma. La plaza vuelve a ser iluminada por focos y arbotantes y reflectores. Una banda de músicos sube al templete y comienzan a rugir los acordes de una música entre cumbia y norteña. La pasión patriota deviene en un ansia de comerse un pambazo o una hamburguesa. Algunas personas venden bigototes estilo Zapata, varitas mágicas de color rosa con una estrella en la punta, sombreros gigantes y sombreritos, tiaras para que las niñitas se sientan como una princesa. Vuelve la espuma a inundar las narices y ojos de cualquiera, hasta de los policías. Se escucha el crujir de los buñuelos entre los dientes de unos viejitos.
La multitud se abandona a sí misma. La individualidad se va recuperando poco a poco. Las decisiones que uno toma por fin le pertenecen. La patria se quedó flotando en el aire, sobre las cabezas de la gente, debajo de la pólvora que aun rocía los sueños de la noche.
Condiciones Normales
Llegar de mi casa al centro de la ciudad de Toluca, en condiciones normales, me debe tomar no más de diez minutos. El asunto se complica cuando uno trata de definir lo que quiere decir “condiciones normales”. Ayer, por primera vez en mi vida pensé que o esas condiciones normales simplemente no existen, o la normalidad encuentra morada en el caos.
Tenía cita a las seis y media. Cerré la puerta de casa a las seis. A las seis con treinta y cinco tuve que llamarle a mi buen amigo Pepe Porcayo para decirle que por favor me esperara, que estaba atrapado en el tráfico, que “tomé la peor ruta que pude haber tomado”. Me sentí tonto por escoger la calle de Instituto Literario, y verme preso entre los efluvios podridos de las cloacas que vomitaban agua de lluvia mezclada con colillas de cigarro y miados. Me sentí desesperado al ver mi pequeño cochecito minimizarse entre dos camiones de pasajeros que iban vacíos. Creo que todos los camiones de esta ciudad van casi vacíos, a la hora que sea. Además los que conducen el camión siempre tienen prisa de algo. Se irán cagando, o ya empezó su telenovela, o una sirvienta los espera ansiosamente con su perfumito de 15 pesos y los calzones medio aflojados, y obvio, la lluvia los pone de malas, como si todos los demás tuviéramos la culpa.
Para colmo, en mi carril me topo con que a una señora gorda, metida en un coche deportivo blanco, se le ocurre detenerse y poner las luces intermitentes. En doble fila. La gente piensa que accionando ese botoncito, los focos que se prenden y se apagan justifican cualquier impunidad. Uno se puede parar en donde quiera, sea en doble o en triple fila, o frente a la cochera de una casa, o frente a la salida de un kinder, una secundaria, para hacer que la gorda hija se baje corriendo a la tienda a comprar el pan. Al fin que nomás es de a rápido, que unos momentitos que atrofiemos la vialidad no son tan graves. Para eso tenemos las malditas intermitentes, ¿no? para mandar a todos al carajo, para que entiendan que de aquí no nos movemos.
Me comporto de manera estoica y me trago cualquier coraje que pueda treparme por el esófago. Incluso me pongo a prueba: llego al cruce de calles y una joven madre quiere cruzar, con su hija pequeña de la mano. Me freno, le hago la seña de que le pase. La joven se sorprende de que alguien en ésta ciudad le ceda el paso bajo la canija lluvia de septiembre. Apenas pone la mujer un pie en la calle, y el animal taxista australopiteco que tengo atrás pega su mano al claxon, para que yo me apure, o se apure la transeúnte con su hija, como si el claxon fuera un rayo pulverizador de estorbos. ¿Qué hago? ¿Me bajo y le doy una patada en la puerta y le digo que se calle el hocico? Ganas no me faltan, pero mejor ni le hago caso.
En el siguiente cruce tengo el verde a mi favor, pero a un tipo de una camionetita pick-up que venía por la calle perpendicular, simplemente le vale madres y se pasa su señal roja. Y como en su calle hay hartos camiones repletos de nada, y también coches parados con sus intermitentes encendidas, el tipito se queda a la mitad del cruce y no me deja pasar. El de atrás se vuelve a pegar a la bocina. Yo miro el reloj y ya sólo faltan diez minutos para que den las siete.
Vuelvo a reprocharme: ¡Qué tonto soy, agarré la peor ruta! Sin embargo, ¿qué hubiera pasado si en vez de atravesar todo Instituto Literario, me hubiera ido por Tollocan? Segurito que mi pensamiento sería el mismo: ¿¡Por qué coños me vine por aquí!? ¿Qué tal la avenida Morelos? ¿O Carranza? Sería, sin duda, la misma historia. Conclusión: está ciudad siempre hace que me sienta como un imbécil. Nomás no le atino, no le hallo por donde. Vanos son mis intentos por entenderla. Me siento mal por haber agarrado el carro y elegir esa ruta. Pero de haber tomado el autobús sería tarde de todas formas, me vería envuelto en las miasmas que desprenden nuestras conciencias tercermundistas.
A veces uno llega a pensar que es mejor quedarte en tu casa y comer camote, y ya no hacer nada, no quedar con tus amigos para tomarte un café o una chela, con tal de no respirar el humo de camión mezclado con el aroma de los esquites y cagada de rata; para no mirar la cara de tarugos que ponen los polis cuando las calles se congestionan y todos les mientan la madre porque de plano ya no saben qué hacer; para no escuchar las cumbias horrendas que ponen los de la zapatería, que se distorsiona en el aire junto al reguetón que sale de una papelería; para no mirar la botarga del tarado “Doctor Simi” hacer su show sobre la banqueta; a las nacas con hot pants y blusitas patéticas que reparten volantes para que estudies inglés y computación; para evitar llegar tarde a todas partes, por muy temprano que salgas, por muy cauteloso que te vuelvas; para no acostumbrarte a la idea de que esas son las “condiciones normales”, para no aceptar que esa es la única forma de vida, de convivencia, de que así es la cosa y te jodes, y si no llégale papá, aquí no cabes, ya somos bastantes los que nos disputamos el escaso oxígeno, los poquitos centímetros cuadrados de espacio personal que nos asignaron.
Tenía cita a las seis y media. Cerré la puerta de casa a las seis. A las seis con treinta y cinco tuve que llamarle a mi buen amigo Pepe Porcayo para decirle que por favor me esperara, que estaba atrapado en el tráfico, que “tomé la peor ruta que pude haber tomado”. Me sentí tonto por escoger la calle de Instituto Literario, y verme preso entre los efluvios podridos de las cloacas que vomitaban agua de lluvia mezclada con colillas de cigarro y miados. Me sentí desesperado al ver mi pequeño cochecito minimizarse entre dos camiones de pasajeros que iban vacíos. Creo que todos los camiones de esta ciudad van casi vacíos, a la hora que sea. Además los que conducen el camión siempre tienen prisa de algo. Se irán cagando, o ya empezó su telenovela, o una sirvienta los espera ansiosamente con su perfumito de 15 pesos y los calzones medio aflojados, y obvio, la lluvia los pone de malas, como si todos los demás tuviéramos la culpa.
Para colmo, en mi carril me topo con que a una señora gorda, metida en un coche deportivo blanco, se le ocurre detenerse y poner las luces intermitentes. En doble fila. La gente piensa que accionando ese botoncito, los focos que se prenden y se apagan justifican cualquier impunidad. Uno se puede parar en donde quiera, sea en doble o en triple fila, o frente a la cochera de una casa, o frente a la salida de un kinder, una secundaria, para hacer que la gorda hija se baje corriendo a la tienda a comprar el pan. Al fin que nomás es de a rápido, que unos momentitos que atrofiemos la vialidad no son tan graves. Para eso tenemos las malditas intermitentes, ¿no? para mandar a todos al carajo, para que entiendan que de aquí no nos movemos.
Me comporto de manera estoica y me trago cualquier coraje que pueda treparme por el esófago. Incluso me pongo a prueba: llego al cruce de calles y una joven madre quiere cruzar, con su hija pequeña de la mano. Me freno, le hago la seña de que le pase. La joven se sorprende de que alguien en ésta ciudad le ceda el paso bajo la canija lluvia de septiembre. Apenas pone la mujer un pie en la calle, y el animal taxista australopiteco que tengo atrás pega su mano al claxon, para que yo me apure, o se apure la transeúnte con su hija, como si el claxon fuera un rayo pulverizador de estorbos. ¿Qué hago? ¿Me bajo y le doy una patada en la puerta y le digo que se calle el hocico? Ganas no me faltan, pero mejor ni le hago caso.
En el siguiente cruce tengo el verde a mi favor, pero a un tipo de una camionetita pick-up que venía por la calle perpendicular, simplemente le vale madres y se pasa su señal roja. Y como en su calle hay hartos camiones repletos de nada, y también coches parados con sus intermitentes encendidas, el tipito se queda a la mitad del cruce y no me deja pasar. El de atrás se vuelve a pegar a la bocina. Yo miro el reloj y ya sólo faltan diez minutos para que den las siete.
Vuelvo a reprocharme: ¡Qué tonto soy, agarré la peor ruta! Sin embargo, ¿qué hubiera pasado si en vez de atravesar todo Instituto Literario, me hubiera ido por Tollocan? Segurito que mi pensamiento sería el mismo: ¿¡Por qué coños me vine por aquí!? ¿Qué tal la avenida Morelos? ¿O Carranza? Sería, sin duda, la misma historia. Conclusión: está ciudad siempre hace que me sienta como un imbécil. Nomás no le atino, no le hallo por donde. Vanos son mis intentos por entenderla. Me siento mal por haber agarrado el carro y elegir esa ruta. Pero de haber tomado el autobús sería tarde de todas formas, me vería envuelto en las miasmas que desprenden nuestras conciencias tercermundistas.
A veces uno llega a pensar que es mejor quedarte en tu casa y comer camote, y ya no hacer nada, no quedar con tus amigos para tomarte un café o una chela, con tal de no respirar el humo de camión mezclado con el aroma de los esquites y cagada de rata; para no mirar la cara de tarugos que ponen los polis cuando las calles se congestionan y todos les mientan la madre porque de plano ya no saben qué hacer; para no escuchar las cumbias horrendas que ponen los de la zapatería, que se distorsiona en el aire junto al reguetón que sale de una papelería; para no mirar la botarga del tarado “Doctor Simi” hacer su show sobre la banqueta; a las nacas con hot pants y blusitas patéticas que reparten volantes para que estudies inglés y computación; para evitar llegar tarde a todas partes, por muy temprano que salgas, por muy cauteloso que te vuelvas; para no acostumbrarte a la idea de que esas son las “condiciones normales”, para no aceptar que esa es la única forma de vida, de convivencia, de que así es la cosa y te jodes, y si no llégale papá, aquí no cabes, ya somos bastantes los que nos disputamos el escaso oxígeno, los poquitos centímetros cuadrados de espacio personal que nos asignaron.
jueves, septiembre 20, 2007
sábado, septiembre 01, 2007
Carta a Londres
Bonita,
Te cuento que hace como dos semanas conocí en el Confort -un bar de Metepec- a un francés que se llama Elías. Resultó ser a toda madre. No recuero haberle dado mi teléfono, o mi mail, pero durante la semana recibí un correo de él, donde invitaba a una razota, yo incluído, a una fiesta en su casa, en el residencial Real del Bosque, que está aquí al ladito de mi casa.
Ayer estuve toda la tarde encerrado. De hecho, estoy pasando gran parte de mi tiempo encerrado en nuestro búnker, nuestro rincón lleno de revistas y libros y música y los besos que tu y yo nos bebemos. Me acerco peligrosamente a la página 1000 del libro de Bolaño, 2666. Pero bueno, decía que así estuve toda la tarde de ayer, hasta que llegó mi carnal el Rafa, ¿Qué pedo, vamos con el pinche Elías? Pues vamos. Esperamos a que llegaran por nosotros el Ñeñe -un compita de mi hermano Rafa-, y su primo Herman, un güey que vive en Las Vegas y que yo no conocía.
Luego luego que llegaron esos cuates, nos fuimos. Páramos en una tiendita para que esos cabrones se compraran sus caguamas, y yo mi botella de litro y medio de agua bonafont.
Llegamos a la peda en casa de Elías. Ahí estuvimos un ratote. Me la pasé platicando con puros batos. Había un güey al que le dicen "Rita cantalagua", porque se parece un chingo al de Café Tacuba. Había hartos franceses y francesas, todos convidados por Elías. Había arroz con ensalada y cacahuates japoneses. Había una foto tuya en mi cabeza. En un momento quedé al lado de tres morritas. Eran las clásicas que están medio feas, pero se arreglan así bien cabrón y se maquillan un chingo y ya no se ven tan feas. Han de haber pensado que soy un mamón, o un puto, porque ni siquiera les dirigí la palabra. Se me hace raro incluso para mí, pero bueno, la cosa es que hasta me cambié de lugar. El que se quedó hablando con ellas es un gringo cagado que se llama David. A David lo conocí el mismo día que conocí a Elías, en el mismo bar, en la misma mesa.
Luego hablé con unos morritos que estudian tecnologías de información. Me habían escuchado hablando francés con Elías, y se pusieron a preguntarme mil madres; que si yo era francés, entonces, si no lo soy, que por qué hablaba francés, ¡ah!, entonces que cuanto tiempo viví en Francia, ¡ah!, y que cómo conseguí ese trabajo de profesor de español, ¡ah! entonces los franceses no son tan fríos y mamones, ¡ah! El Rafa llegó e interrumpió para sugerirme que fuéramos a otra fiesta, que había una morrita a la que quería ver. Me fui con los mismos con los que llegué. Llegamos a la otra fiesta. Ahí estaba la morrita a la que mi hermano quería ver. Se llama Esteli, una chica super guapa, y pues el Rafa andaba bien emocionado platicando con ella. Yo me puse a hablar con un güey que decía llamarse Cheve. Le pregunté que si era muy borracho, y me dijo que no, que ese apelativo es porque se apellida E-cheve-rría. Esta fiesta era en un jardín, y en un rincón había unos chavitos como de 15 años, dos de ellos con guitarras, uno detrás de una batería, otro con un bajo y otro con un micrófono. Se pusieron a tocar. Qué cosa más horrible. A la segunda canción ya era insoportable. A la tercera, unos güeyes gordos que estaban arrellanados como cerdos en unas sillas de plástico color blanco, les empezaron a chiflar y a decirles que se fueran a la verga. Los chavitos les hicieron caso. Sentí culero por ellos. De hecho, me acordé que mis primeras tocadas, en mis primeras bandas, así habían sido; pinches güeyes que ni si quiera afinábamos bien nuestros instrumentos. En cuanto hubo silencio, los gordos se pusieron a cantar canciones rancheras.
No sé cómo salió el tema de que en el gabacho, a los cuadritos del vientre en los hombres le dicen el "six pack". Herman nos contó que tiene un amigo bien buen pedo, pero bien pendejo. “Tipico gringuito güey”, expresó, riéndose. Dice que ese amigo suyo lleva a todas las pedas exactamente seis latas de cerveza, pues según él, con eso tendrá su “six pack” abdominal al cabo del tiempo. Reímos. Todos estaban bastante pedos, y cuando están pedos son graciosos, y yo con mi botellita de bonafont. Esteli se fue por unos tacos y Rafa la acompañó al coche para despedirse. Los demás con los que había llegado, salimos de la fiesta. El plan era regresar a la casa de Elías. Caminamos hacia el carro, que estaba a unos 50 metros. Hacía un frío tremendo. El Ñeñe se sacó la verga y se puso a orinar la banqueta mientras caminaba. Le salía humito. Se detuvo frente a un auto blanco, muy lujoso, y le orinó la manija y la ventana. Luego el Herman también se sacó la verga y la metió por un espacio que había entre un muro y la reja de una casa, y orinó el patio de esa casa.
Nos alcanzó el Rafa, nos metimos al coche y volvimos a la otra peda. Había ya menos gente, y los que estaban andaban pedísimos. Un francés que se llama Pari, o Peri, o Germán, sepa la chingada, se puso a abrazar a todas las morritas y a lamerles los cachetes. Yo me encontré un bolillo y me lo tragué mientras le hacía platica a una francesa alta y corpulenta que se llama Agatha. Había un güey ahogado, tumbado en la escalera. Rita cantalagua y su banda estaban impresionantemente pedos. Creo que se mamaron una botella de tequila cada uno, y dos cartones de chelas entre todos. Herman también estaba borrachísimo y se tiraba uno pedos terroríficamente apestosos. Además sonaban raro, como si se los echara debajo del agua. Yo tenía que estar escapando de su pinche olor.
El último con quien platiqué fue con un francés que se llama Remy, y hablamos de la caricatura que se llama Remi, de Catalunya, del español que le cuesta tanto trabajo hablar, y me explicó de qué pueblito del sur de Francia venía, pero no le entendí. Ya nos fuimos, y aquí me tienes ahora escribiendo, después de una muy buena jetota que me aventé.
Hoy quiero seguir con el puto libro de Bolaño. Espero ahora sí terminarlo hoy. Ya me enteré de dónde sale Archimboldi, el escritor de culto que es el que inicia todo el desmadre. Archimboldi se llamaba antes Reiter, y está enamorado de una chica que se llama Ingeborg. La forma en cómo él la ama me hace pensar mucho en ti. Ingeborg se enferma y el doctor le dice a Reiter que sólo le quedan tres meses de vida, y Reiter se pone a llorar. Y yo también. Pero sucede algo que llena a Reiter de esperanza. Y a mi también.
Como siempre, te echo unos choros brutales. Ya me voy. Pásala bien bien chido, y escríbeme pronto, ¿sí?
Te mando un besototote grandísimo!
Moncho
Te cuento que hace como dos semanas conocí en el Confort -un bar de Metepec- a un francés que se llama Elías. Resultó ser a toda madre. No recuero haberle dado mi teléfono, o mi mail, pero durante la semana recibí un correo de él, donde invitaba a una razota, yo incluído, a una fiesta en su casa, en el residencial Real del Bosque, que está aquí al ladito de mi casa.
Ayer estuve toda la tarde encerrado. De hecho, estoy pasando gran parte de mi tiempo encerrado en nuestro búnker, nuestro rincón lleno de revistas y libros y música y los besos que tu y yo nos bebemos. Me acerco peligrosamente a la página 1000 del libro de Bolaño, 2666. Pero bueno, decía que así estuve toda la tarde de ayer, hasta que llegó mi carnal el Rafa, ¿Qué pedo, vamos con el pinche Elías? Pues vamos. Esperamos a que llegaran por nosotros el Ñeñe -un compita de mi hermano Rafa-, y su primo Herman, un güey que vive en Las Vegas y que yo no conocía.
Luego luego que llegaron esos cuates, nos fuimos. Páramos en una tiendita para que esos cabrones se compraran sus caguamas, y yo mi botella de litro y medio de agua bonafont.
Llegamos a la peda en casa de Elías. Ahí estuvimos un ratote. Me la pasé platicando con puros batos. Había un güey al que le dicen "Rita cantalagua", porque se parece un chingo al de Café Tacuba. Había hartos franceses y francesas, todos convidados por Elías. Había arroz con ensalada y cacahuates japoneses. Había una foto tuya en mi cabeza. En un momento quedé al lado de tres morritas. Eran las clásicas que están medio feas, pero se arreglan así bien cabrón y se maquillan un chingo y ya no se ven tan feas. Han de haber pensado que soy un mamón, o un puto, porque ni siquiera les dirigí la palabra. Se me hace raro incluso para mí, pero bueno, la cosa es que hasta me cambié de lugar. El que se quedó hablando con ellas es un gringo cagado que se llama David. A David lo conocí el mismo día que conocí a Elías, en el mismo bar, en la misma mesa.
Luego hablé con unos morritos que estudian tecnologías de información. Me habían escuchado hablando francés con Elías, y se pusieron a preguntarme mil madres; que si yo era francés, entonces, si no lo soy, que por qué hablaba francés, ¡ah!, entonces que cuanto tiempo viví en Francia, ¡ah!, y que cómo conseguí ese trabajo de profesor de español, ¡ah! entonces los franceses no son tan fríos y mamones, ¡ah! El Rafa llegó e interrumpió para sugerirme que fuéramos a otra fiesta, que había una morrita a la que quería ver. Me fui con los mismos con los que llegué. Llegamos a la otra fiesta. Ahí estaba la morrita a la que mi hermano quería ver. Se llama Esteli, una chica super guapa, y pues el Rafa andaba bien emocionado platicando con ella. Yo me puse a hablar con un güey que decía llamarse Cheve. Le pregunté que si era muy borracho, y me dijo que no, que ese apelativo es porque se apellida E-cheve-rría. Esta fiesta era en un jardín, y en un rincón había unos chavitos como de 15 años, dos de ellos con guitarras, uno detrás de una batería, otro con un bajo y otro con un micrófono. Se pusieron a tocar. Qué cosa más horrible. A la segunda canción ya era insoportable. A la tercera, unos güeyes gordos que estaban arrellanados como cerdos en unas sillas de plástico color blanco, les empezaron a chiflar y a decirles que se fueran a la verga. Los chavitos les hicieron caso. Sentí culero por ellos. De hecho, me acordé que mis primeras tocadas, en mis primeras bandas, así habían sido; pinches güeyes que ni si quiera afinábamos bien nuestros instrumentos. En cuanto hubo silencio, los gordos se pusieron a cantar canciones rancheras.
No sé cómo salió el tema de que en el gabacho, a los cuadritos del vientre en los hombres le dicen el "six pack". Herman nos contó que tiene un amigo bien buen pedo, pero bien pendejo. “Tipico gringuito güey”, expresó, riéndose. Dice que ese amigo suyo lleva a todas las pedas exactamente seis latas de cerveza, pues según él, con eso tendrá su “six pack” abdominal al cabo del tiempo. Reímos. Todos estaban bastante pedos, y cuando están pedos son graciosos, y yo con mi botellita de bonafont. Esteli se fue por unos tacos y Rafa la acompañó al coche para despedirse. Los demás con los que había llegado, salimos de la fiesta. El plan era regresar a la casa de Elías. Caminamos hacia el carro, que estaba a unos 50 metros. Hacía un frío tremendo. El Ñeñe se sacó la verga y se puso a orinar la banqueta mientras caminaba. Le salía humito. Se detuvo frente a un auto blanco, muy lujoso, y le orinó la manija y la ventana. Luego el Herman también se sacó la verga y la metió por un espacio que había entre un muro y la reja de una casa, y orinó el patio de esa casa.
Nos alcanzó el Rafa, nos metimos al coche y volvimos a la otra peda. Había ya menos gente, y los que estaban andaban pedísimos. Un francés que se llama Pari, o Peri, o Germán, sepa la chingada, se puso a abrazar a todas las morritas y a lamerles los cachetes. Yo me encontré un bolillo y me lo tragué mientras le hacía platica a una francesa alta y corpulenta que se llama Agatha. Había un güey ahogado, tumbado en la escalera. Rita cantalagua y su banda estaban impresionantemente pedos. Creo que se mamaron una botella de tequila cada uno, y dos cartones de chelas entre todos. Herman también estaba borrachísimo y se tiraba uno pedos terroríficamente apestosos. Además sonaban raro, como si se los echara debajo del agua. Yo tenía que estar escapando de su pinche olor.
El último con quien platiqué fue con un francés que se llama Remy, y hablamos de la caricatura que se llama Remi, de Catalunya, del español que le cuesta tanto trabajo hablar, y me explicó de qué pueblito del sur de Francia venía, pero no le entendí. Ya nos fuimos, y aquí me tienes ahora escribiendo, después de una muy buena jetota que me aventé.
Hoy quiero seguir con el puto libro de Bolaño. Espero ahora sí terminarlo hoy. Ya me enteré de dónde sale Archimboldi, el escritor de culto que es el que inicia todo el desmadre. Archimboldi se llamaba antes Reiter, y está enamorado de una chica que se llama Ingeborg. La forma en cómo él la ama me hace pensar mucho en ti. Ingeborg se enferma y el doctor le dice a Reiter que sólo le quedan tres meses de vida, y Reiter se pone a llorar. Y yo también. Pero sucede algo que llena a Reiter de esperanza. Y a mi también.
Como siempre, te echo unos choros brutales. Ya me voy. Pásala bien bien chido, y escríbeme pronto, ¿sí?
Te mando un besototote grandísimo!
Moncho
Viaje al Chilango
Levántate temprano. Tárdate unos quince minutos en agarrar la onda, en darte cuenta de que el reloj avanza despiadadamente y no te pregunta qué fue lo que soñaste, qué te tiene tan atarugado. Métete a la regadera, al primer chisguetito de agua helada que te hace mentar madres, al jabón con toda su espuma y aroma de hierbas. Salte, vístete, escoge un pantalón que haga juego con tu camisa, tu saquito gris estilo “profe”. Son las ocho y deberías estar tomando el autobús rumbo al chilango. Pero no, lo que tomas es esa tacita de café. Estás de retraso güey, pues. Apúrate, que tu carnal, quien te va a echar un raite, ya te está esperando dentro del coche con el motor encendido.
Cómprate el boletito, súbete al camión de “palomita”, hazte bolas con el cambio ahora que traes las manos llenas de tu saquito y una carpeta y el pedazo de boleto que te devolvió el chofer. Escógete un lugar, uno en donde no vayas al lado de nadie. Pégate a la ventana. Mira la pantalla en donde están pasando una película de un veterinario imbécil que se hace pasar por agente del FBI. Es la segunda vez que la miras, y la primera no te dio gracia. Ésta tampoco, pero hay una actriz rubia que te agrada.
Échate una jeta. Despiértate y date cuenta que en el asiento de al lado tienes sentado a un muchacho que también se quedó jetón, con la cabeza echada hacia atrás y la bocota bien abierta. No hay tanto tráfico, pero te falta mucho para llegar a donde dijiste que llegarías a las 10. No vas a llegar a esa hora. Vas entrando a la Terminal. El camión aun no se detiene pero ya la gente está parada avanzando hacia la puerta. Pregúntate, ¿qué pinche prisa tienen? Estás seguro que la puerta no se abrirá antes, y que ahí no es válido bajarse así como tú te subiste hace rato, de palomita. Párate hasta que el autobús esté medio vacío. Ponte tu saquito gris estilo “profe”, agarra tu carpeta, saluda a la señora gorda que está del otro lado del pasillo y salte ya de ese maldito camión.
Avanza por el amplio pasillo. Nota cómo estás todo atarugado, sientes los ojos chiquitos y ahora piensa en la profunda güeva que estás sintiendo. Gózala, hazla tuya porque en cuanto llegues al metro no habrá tiempo para eso. Es más, desde antes, desde ahorita que tienes que atravesar esa explanada llena de vendedores, con cumbias a todo el volumen que da una chafísima grabadora china de una marca que nunca habías visto. Anda, aspira. Deja que te penetre el divino olor a cloaca, a charco que luego de meses despide aroma entre aceite, musgo, garnacha, miados y monedas de veinte centavos.
Cruza la calle y ahora métete a ese pasillo que forman los puestos de fayuca. Ahora pregúntate: ¿por qué huele a semen? Voltea a tu izquierda y mira esos grasientos tacos que se está empacando un gordito chaparro y moreno de cabellos necios. Observa las pilas y juguetes que imitan un Game Boy versión tenochca, las plumas y las ligas para el pelo, los walkmans y discmans y ipods de marcas irreconocibles. Déjate seducir por los tolditos de plástico rosa que hacen sombra en tu recorrido. Escucha esa música de punchis punchis. Vive como si ésta fuera la última vez de tu vida que recorres esos dos metros de pasillo. Sabes que no será así, pero no lo tienes que pensar.
Entra, por fin, al metro. Cruza el umbral que separa la “dimensión desconocida 1” para entrar a la “dimensión desconocida 2”. Anda, saca tu boleto del saquito gris estilo “profe”. Mete el boleto en la ranura y observa cómo la máquina no se lo quiere tragar. No puedes pasar. Intenta en la máquina de al lado. Ahora sí, ¿viste cómo se tragó tu boleto? Eso quiere decir que puedes darle la vuelta al torniquete. Empújalo con tu cadera, escucha el crujir de su mecanismo. Parece que te está diciendo “¡pásele a lo barrido, joven!”. ¿Ya viste cuánta gente? Te estoy diciendo que veas. Casi todos traen una mochila, un bolso de mano, o unas bolsas del supermercado. Imagínate que dentro llevan un suéter, dos tortas de jamón con queso y chiles jalapeños, o quizás la esperanza de obtener ese día un empleo, o el regalo que les dará a cambio un beso o un abrazo lleno de cariño. Mira tu propia mano, con esa carpeta negra. Tu llevas ahí la entereza de tus ilusiones. Date cuenta que aunque nadie te esté mirando, no estás solo.
Hazte para atrás, que ahí viene el metro y no te vaya a golpear cuando pase. Ya se detuvo. Ya se abrió la puerta. Trata de meterte. No empujes al viejito de adelante, es lento pero tiene derecho a tardarse lo que quiera. Tampoco seas tan tarugo, esa niña se te metió y no te diste cuenta. Suena una alarma, la puerta del vagón se está cerrando y tu aun tienes 150% de tu cuerpo afuera. Mejor sí empuja al pinche anciano lento, que al menos él si pueda entrar. ¿Vez? Ya se metió, se cerró la puerta y te está mirando feo. Pero le hiciste un favor. Te quedaste afuera. Otro tren en esta vida que se te está llendo.
¿Sentiste? Alguien te tocó el hombro. Voltea por favor y fíjate quien fue. No puedes creerlo, es tu amigo el Giovanni. Seguro que te pondrás a platicar con él y a mi me mandarás al diablo. Está bien, habla con él, yo después te seguiré construyendo. Solo te recuerdo que ya son las 10 y 10 y te falta mucho para llegar.
Cómprate el boletito, súbete al camión de “palomita”, hazte bolas con el cambio ahora que traes las manos llenas de tu saquito y una carpeta y el pedazo de boleto que te devolvió el chofer. Escógete un lugar, uno en donde no vayas al lado de nadie. Pégate a la ventana. Mira la pantalla en donde están pasando una película de un veterinario imbécil que se hace pasar por agente del FBI. Es la segunda vez que la miras, y la primera no te dio gracia. Ésta tampoco, pero hay una actriz rubia que te agrada.
Échate una jeta. Despiértate y date cuenta que en el asiento de al lado tienes sentado a un muchacho que también se quedó jetón, con la cabeza echada hacia atrás y la bocota bien abierta. No hay tanto tráfico, pero te falta mucho para llegar a donde dijiste que llegarías a las 10. No vas a llegar a esa hora. Vas entrando a la Terminal. El camión aun no se detiene pero ya la gente está parada avanzando hacia la puerta. Pregúntate, ¿qué pinche prisa tienen? Estás seguro que la puerta no se abrirá antes, y que ahí no es válido bajarse así como tú te subiste hace rato, de palomita. Párate hasta que el autobús esté medio vacío. Ponte tu saquito gris estilo “profe”, agarra tu carpeta, saluda a la señora gorda que está del otro lado del pasillo y salte ya de ese maldito camión.
Avanza por el amplio pasillo. Nota cómo estás todo atarugado, sientes los ojos chiquitos y ahora piensa en la profunda güeva que estás sintiendo. Gózala, hazla tuya porque en cuanto llegues al metro no habrá tiempo para eso. Es más, desde antes, desde ahorita que tienes que atravesar esa explanada llena de vendedores, con cumbias a todo el volumen que da una chafísima grabadora china de una marca que nunca habías visto. Anda, aspira. Deja que te penetre el divino olor a cloaca, a charco que luego de meses despide aroma entre aceite, musgo, garnacha, miados y monedas de veinte centavos.
Cruza la calle y ahora métete a ese pasillo que forman los puestos de fayuca. Ahora pregúntate: ¿por qué huele a semen? Voltea a tu izquierda y mira esos grasientos tacos que se está empacando un gordito chaparro y moreno de cabellos necios. Observa las pilas y juguetes que imitan un Game Boy versión tenochca, las plumas y las ligas para el pelo, los walkmans y discmans y ipods de marcas irreconocibles. Déjate seducir por los tolditos de plástico rosa que hacen sombra en tu recorrido. Escucha esa música de punchis punchis. Vive como si ésta fuera la última vez de tu vida que recorres esos dos metros de pasillo. Sabes que no será así, pero no lo tienes que pensar.
Entra, por fin, al metro. Cruza el umbral que separa la “dimensión desconocida 1” para entrar a la “dimensión desconocida 2”. Anda, saca tu boleto del saquito gris estilo “profe”. Mete el boleto en la ranura y observa cómo la máquina no se lo quiere tragar. No puedes pasar. Intenta en la máquina de al lado. Ahora sí, ¿viste cómo se tragó tu boleto? Eso quiere decir que puedes darle la vuelta al torniquete. Empújalo con tu cadera, escucha el crujir de su mecanismo. Parece que te está diciendo “¡pásele a lo barrido, joven!”. ¿Ya viste cuánta gente? Te estoy diciendo que veas. Casi todos traen una mochila, un bolso de mano, o unas bolsas del supermercado. Imagínate que dentro llevan un suéter, dos tortas de jamón con queso y chiles jalapeños, o quizás la esperanza de obtener ese día un empleo, o el regalo que les dará a cambio un beso o un abrazo lleno de cariño. Mira tu propia mano, con esa carpeta negra. Tu llevas ahí la entereza de tus ilusiones. Date cuenta que aunque nadie te esté mirando, no estás solo.
Hazte para atrás, que ahí viene el metro y no te vaya a golpear cuando pase. Ya se detuvo. Ya se abrió la puerta. Trata de meterte. No empujes al viejito de adelante, es lento pero tiene derecho a tardarse lo que quiera. Tampoco seas tan tarugo, esa niña se te metió y no te diste cuenta. Suena una alarma, la puerta del vagón se está cerrando y tu aun tienes 150% de tu cuerpo afuera. Mejor sí empuja al pinche anciano lento, que al menos él si pueda entrar. ¿Vez? Ya se metió, se cerró la puerta y te está mirando feo. Pero le hiciste un favor. Te quedaste afuera. Otro tren en esta vida que se te está llendo.
¿Sentiste? Alguien te tocó el hombro. Voltea por favor y fíjate quien fue. No puedes creerlo, es tu amigo el Giovanni. Seguro que te pondrás a platicar con él y a mi me mandarás al diablo. Está bien, habla con él, yo después te seguiré construyendo. Solo te recuerdo que ya son las 10 y 10 y te falta mucho para llegar.
Frases de Primer Nivel
A veces ocurre que llegas a casa de un amigo, él te saluda con gusto, te invita a pasar, y nota en tu rostro una evidente angustia, una prisa que se implora con todos los músculos faciales. Este amigo te pregunta qué tienes y respondes que nada, que si te deja pasar al baño. Dice que claro, no hay problema, está allá, la segunda puerta de la izquierda. Te metes y te instalas en ese pequeño cuarto que ante la angustia y desesperación de un vientre a punto de estallar, sabe a salvación (auque después el aroma indique todo lo contrario).
También ocurre que en esos cuartitos -los baños-, te encuentres una o tres o cinco revistas de diversa índole. Es probable que una de ellas se llame Nivel I, revista que circula por Toluca y Metepec, y que está plagada de la más suculenta información digna de las mentes más subdesarrolladas. Puras fotos de “gente bonita”, con apellidos rimbombantes, fiestas en donde ésta gente que no conoces aparece con otras personas que quizás si conoces pero que no te importan. Sucede que mientras estás sentado en la taza del baño, dándole oportunidad a la momia de que se libere, abres la revista en cuestión y te encuentras con páginas enteras con la foto de un chico rubio, ojo claro y uniceja. En una de esas páginas viene escrito el nombre de Enrique Abascal. Supones que el chico rubio es ese que ahí dice. Te preguntas quién coños es, a qué se dedica y porqué esa revista lo pone en más de cuatro páginas, a cuerpo completo. Quizás es un inminente miembro de alguna organización no gubernamental, un periodista o actor destacado, el miembro de una banda de rock pop. Ya de perdida el fundador de la secta circuncisa, capítulo toluqueño. Como no atinas, te decides a leer las frases que complementan las fotografías. Así, entre comillas lees:
Piensas que esa frase es lo más inteligente que has leído desde que entraste en el baño. Pero este destello no te dice nada aun del insigne personaje. La siguiente página trae, junto con la foto del tal Abascal en un bonito traje de reconocida marca, ésta frase:
Quieres saber a qué maldita ocasión se está refiriendo: ¿Cuándo reciba un premio Nobel? Empiezas a sospechar. Quizás se refiere a cuando sale a comprar la leche que le encargó su jefa.
Tanta lucidez no te amedrenta. Más bien te entretiene. Te entra el morbo pues, y estás decidido a saber quién es el tal Enriquito, y te clavas a filosofar en su siguiente idea:
Jmm, haces con la garganta, mirando un paraguas que trae el joven, intentando protegerse de una manguera que le está chorreando agua. Te preguntas ¿para qué? En la foto el cuate ya está empapado, con otra camisita de marca reconocida.
Esa es la frase con la que decides terminar. Te dices a ti mismo que si el joven Abascal en verdad se preocupara de su imagen, jamás hubiera aparecido en esa revista. Total que jamás te enteras quién es el muchachito ese.
Ya casi terminas de hacer lo tuyo en ese infame cuarto de 1 x 1. Pero el morbo te hace abrir otro número de la misma publicación. Encuentras otro reportaje. Esta vez se trata de una chica que responde al nombre de Susana A. Salgado. Qué curioso, también ella es una brillante profeta de la intelectualidad de principios del siglo XXI. Junto con sus fotos aparece esta joya de la dialéctica moderna:
Ahí dice que la chica es diseñadora, y que fue para eso para lo que nació. Aun así, no terminas de entender qué quiso decir con eso de que “le gusta la ropa, en especial la ropa de mujer”.
El baño y tu ya están hartos de tanta mierda. Intentaste descubrir la identidad de aquéllos seres humanos, pero no pudiste ver ni siquiera la máscara más cercana a sus verdaderos rostros. Son nadie jugando a ser alguien que no son ellos, sino el reflejo de lo que deberían ser, el reflejo de lo que el mundo quiere que ellos sean. Hojas y hojas de fino gramaje, selección de tintas de alta calidad, trabajo de fotografía impecable, son el instrumental que construye una linda fachada que no devela nada de lo que adentro existe.
Sales del baño y le dices a tu amigo que ha elegido el mejor lugar como morada de aquéllas revistas.
También ocurre que en esos cuartitos -los baños-, te encuentres una o tres o cinco revistas de diversa índole. Es probable que una de ellas se llame Nivel I, revista que circula por Toluca y Metepec, y que está plagada de la más suculenta información digna de las mentes más subdesarrolladas. Puras fotos de “gente bonita”, con apellidos rimbombantes, fiestas en donde ésta gente que no conoces aparece con otras personas que quizás si conoces pero que no te importan. Sucede que mientras estás sentado en la taza del baño, dándole oportunidad a la momia de que se libere, abres la revista en cuestión y te encuentras con páginas enteras con la foto de un chico rubio, ojo claro y uniceja. En una de esas páginas viene escrito el nombre de Enrique Abascal. Supones que el chico rubio es ese que ahí dice. Te preguntas quién coños es, a qué se dedica y porqué esa revista lo pone en más de cuatro páginas, a cuerpo completo. Quizás es un inminente miembro de alguna organización no gubernamental, un periodista o actor destacado, el miembro de una banda de rock pop. Ya de perdida el fundador de la secta circuncisa, capítulo toluqueño. Como no atinas, te decides a leer las frases que complementan las fotografías. Así, entre comillas lees:
“Me encanta la moda; seguir las nuevas tendencias tomando en cuenta lo que mejor me queda.”
Piensas que esa frase es lo más inteligente que has leído desde que entraste en el baño. Pero este destello no te dice nada aun del insigne personaje. La siguiente página trae, junto con la foto del tal Abascal en un bonito traje de reconocida marca, ésta frase:
“Nunca establezco un patrón definido para vestirme; me gusta elegir día a día lo adecuado para la ocasión.”
Quieres saber a qué maldita ocasión se está refiriendo: ¿Cuándo reciba un premio Nobel? Empiezas a sospechar. Quizás se refiere a cuando sale a comprar la leche que le encargó su jefa.
Tanta lucidez no te amedrenta. Más bien te entretiene. Te entra el morbo pues, y estás decidido a saber quién es el tal Enriquito, y te clavas a filosofar en su siguiente idea:
“Los accesorios reflejan mi personalidad y mi modo de vida.”
Jmm, haces con la garganta, mirando un paraguas que trae el joven, intentando protegerse de una manguera que le está chorreando agua. Te preguntas ¿para qué? En la foto el cuate ya está empapado, con otra camisita de marca reconocida.
“¿Metrosexual? ¡Si, claro! me gusta cuidar mi imagen y me preocupo por mi bienestar”
Esa es la frase con la que decides terminar. Te dices a ti mismo que si el joven Abascal en verdad se preocupara de su imagen, jamás hubiera aparecido en esa revista. Total que jamás te enteras quién es el muchachito ese.
Ya casi terminas de hacer lo tuyo en ese infame cuarto de 1 x 1. Pero el morbo te hace abrir otro número de la misma publicación. Encuentras otro reportaje. Esta vez se trata de una chica que responde al nombre de Susana A. Salgado. Qué curioso, también ella es una brillante profeta de la intelectualidad de principios del siglo XXI. Junto con sus fotos aparece esta joya de la dialéctica moderna:
“Desde niña me gustó la ropa, en especial la ropa de mujer, así que sospecho que nací para esto, y aquí me tienes.”
Ahí dice que la chica es diseñadora, y que fue para eso para lo que nació. Aun así, no terminas de entender qué quiso decir con eso de que “le gusta la ropa, en especial la ropa de mujer”.
El baño y tu ya están hartos de tanta mierda. Intentaste descubrir la identidad de aquéllos seres humanos, pero no pudiste ver ni siquiera la máscara más cercana a sus verdaderos rostros. Son nadie jugando a ser alguien que no son ellos, sino el reflejo de lo que deberían ser, el reflejo de lo que el mundo quiere que ellos sean. Hojas y hojas de fino gramaje, selección de tintas de alta calidad, trabajo de fotografía impecable, son el instrumental que construye una linda fachada que no devela nada de lo que adentro existe.
Sales del baño y le dices a tu amigo que ha elegido el mejor lugar como morada de aquéllas revistas.
La casa de Carniado
“Pero mis más hermosos
momentos eran esos
que pasaba mirando mis canicas,
almos vidrios de ricas
tintas que dulcemente hacen sonar sus besos”
Enrique Carniado
Canicas
momentos eran esos
que pasaba mirando mis canicas,
almos vidrios de ricas
tintas que dulcemente hacen sonar sus besos”
Enrique Carniado
Canicas
-El poeta toluqueño Enrique Carniado nació en 1895. Vivió en una vieja casa del centro de la ciudad de Toluca. Francamente no sé si habitó en ese lugar hasta su muerte. Pero de esa casa quiero escribir.-
Echando el rol por el DF, a Giovanni se le ocurrió así nomás decirme que un día se fue a meter a la casa del poeta Enrique Carniado. Supongo que la idea le vino después de mirar algún edificio viejo y de estilo colonial, como los que abundan en el centro de la capital. No entendí muy bien a qué venía su comentario, pero le pregunté que si estaba chida la casa, nomás para ver si así comprendía porque salió con eso.
Me contestó que sí, que estaba chida. Que él y otro cuate se metieron por una ventana, o por un agujero en el muro, o por alguna puerta a punto de venirse abajo. La casa estaba en ruinas. Me describió cómo la sala había sido invadida por plantas y musgos. De entre los sillones polvorientos se abrió paso el pasto y algunas florecillas pequeñas. Me imaginé unos colores blancos y amarillos decorando aquélla estancia. Todo lo dibujé oscuro en mi cabeza, hasta que Giovanni mencionó que el techo se vino abajo tiempo ha. Como cuando en la mañana le corren a uno la cortina cuando está dormido, y la luz penetra en el sueño sin pedir permiso, entró en mi imaginación un haz de luz que iluminó aquella sala. Una dorada presencia radiaba. Vi las partículas de polvo reflejarse, un sillón café, menos viejo que los muros, pero más que Giovanni y yo juntos. Un olor a tiempo que se quedó suspendido, a tierra. Un aliento de murmullo.
El Gómez-Tagle (así se apellida mi amigo Giovanni) describió cómo un muro estaba tapizado por decenas de miles de cigarrillos. Otro muro más tenía mosaicos, y sobre ellos había poemas escritos. Poemas del mismo Carniado. Poemas que quizás sólo él conoció. Poemas que acaso. Acaso aquélla casa, llena de libros viejos esparcidos por el suelo. Acaso unos dibujos sobre una mesa, unos que Giovanni decidió tomar y conservarlos. Según él luego me los va a mostrar.
Giovanni volvió muchas veces a esa casa. Él y su amigo. Iban a fumar, hablar de cine o de libros, a sentarse en la sala y mirar el cielo, a asomarse al fondo de una fuente que yacía solita en el patio.
Así como las plantas se instalaron en la casa del poeta Carniado, imaginé que también algunas aves, bichitos de todos los tipos, ratas y lombrices decidieron quedarse en ese sitio olvidado. La vida se aprovechó del desdén del hombre para poder estar tranquila.
-¿Dónde está la casa esa?- pregunté
-Estaba, carnal.- me respondió - ¿Vez donde está el restaurante ese que se llama Los Jarochos? Pues ahí enfrente estaba.
-¿Qué no hay ahí un estacionamiento todo espantoso?
-¡Si, un pinche estacionamiento!- exclamó Giovanni, con enorme pesar en el tono de voz.
-¡No manches!-dije, ¿Cómo es posible? ¿Porqué a nadie se le ocurrió rehabilitarla?
-Pues a mi se me ocurrió, pero fue imposible.
Giovanni me explicó que desarrolló un proyecto para poder usar ese predio, rehabilitarlo como un jardín cultural, aprovechando el hueco de luz que entraba por donde antes había techo. Pero que no fue posible. Las autoridades del ayuntamiento de Toluca creyeron que un estacionamiento era lo más adecuado. No mucho después de que mi amigo intentara llevar a cabo su idea, la casa de Carniado dejó de ser. La historia me conmovió. ¿Cuánta historia y cuánta vida se ha dejado morir en esta ciudad?
Comprendí que aquélla historia le vino a la cabeza a Giovanni mientras observábamos la grandeza del Centro Histórico del DF, esa ciudad que está tan lejos de ser tirada al olvido. Él, cómo tantos tolucos más, ha sido testigo de la grandeza de una ciudad de Toluca, dilapidada por políticos ciegos. Busqué la casa de Carniado y sólo vi uno de los muros. El resto es ahora una plancha de concreto llena de coches. Busqué en varias librerías algún libro de Carniado. No encontré nada. Sólo estacionamientos. Busque incluso en Internet y entre varios sitios, me encontré una bibliografía en el sitio oficial del gobierno del estado de México, tan breve que hasta me dio la impresión de que incluso en esos espacios economizan lo más posible a través de las palabras.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)