A veces nos entristece escuchar música sin palabras,
pero es mucho más triste escuchar música sin música
Mark Twain
Hace ya como un mes que rompí mis lentes. No soy lo suficientemente organizado como para resolver el asunto de inmediato, sobre todo cuando se trata de unos simples lentes que en realidad necesito poco. Pero bueno, hace algunas mañanas pasé severas complicaciones para leer un mugroso libro que tenía la letra muy pequeña. Recordé mis lentes rotos. Decidí que esa misma tarde los iría a reponer.
Me apersoné en una óptica que se encuentra en los portales, en una esquina donde también se encuentra un puesto de periódicos. Me atendió una señorita muy amable, quien me hizo un examen de la vista y, tras determinar la graduación que mis ojos requerían, me invitó a escoger un modelo de armazón. Lo escogí y me dijo que volviera dentro de una hora.
Afuera de la óptica, sobre el portal, y dándole la espalda a la Avenida Miguel Hidalgo, había un grupo de jóvenes. 3 chicas y 4 chicos. Una de ellas cargaba un violín, y uno de ellos cargaba una guitarra. Hacían un semicírculo, como los que se hacen cuando se va a tomar una foto. El de la guitarra comenzó a rasgar y a cantar tremendamente desentonado. Sus compañeros lo siguieron. También el violín. Cada uno en un tono y ritmos distintos, de tal forma que al juntar todas las voces, aquél coro sonaba como un rezo, como un padrecito pero multiplicado por siete. Nunca entendí qué rol desempeñaba el violín, pues ni siquiera se escuchaba.
No soporté el ruido y me fui una tienda de discos que está a unos cuántos locales de la óptica. Esto con el fin de hacer tiempo para que al rato me entregaran mis lentes. Me puse a mirar discos. Así, literalmente, mirarlos. Frente al anaquel, hacía bajar las portadas de adelante para poder ver las de atrás. Toda una hilera de discos. Al terminarla, seguí con la de al lado. Y luego con la de al lado. Así me estuve unos 40 minutos. Todo ese tiempo, las voces del coro de jóvenes se colaban de repente en la tienda. Cuando acabé de mirar todos los cd’s, me agobió una sensación de vergüenza tremenda: en el lapso de 40 minutos fui a una tienda donde venden discos, a mirar discos. No escuché ni uno solo. Ni una canción. Lo único que escuché era la música, muy mal ejectuada, pero música al final de cuentas, que venía de afuera.
Entendí que la música no estaba en ninguno de esos discos. Aunque me hubiese comprado uno, o aunque le pidiera a un empleado que me lo dejara escuchar ahí mismo; era música grabada. Al decir grabada, quiero decir repetible. No tiene un lugar específico en el tiempo y en el espacio, porque en cualquier momento y en cualquier lugar podría reproducir con fidelidad la misma canción, la misma sonata o standard de jazz. De hecho no tengo porqué comprarla. Varias veces he ido a la tienda de discos, apunto en un papel los que me llaman la atención y luego llego a casa y los descargo desde la Internet. Existe pues, todo un arsenal de discos de plástico y platino metidos en cajitas, decorados con folletines impresos en papel couché; existe un universo de mega bites que se convierten en ondas sonoras que suenan a algo perfectamente identificable.
Pero música, como tal, venía sólo de afuera, de las malas entonaciones de aquéllos siete jóvenes. Es ahí donde vive el espíritu de la música, en ese momento único e irrepetible donde un individuo construye huecos en la nada, un sonido que jamás volverá a ser el mismo; se inventa una onda que se abre paso en el aire para rebotar en cualquier tímpano que vibra. Y con esa vibración empuja esa misma onda hacia el interior de uno. Ahí, nuestros órganos y vísceras se vuelven otra clase de tímpanos que también vibran, se mueven, al grado que en ocasiones, dependiendo de la intención de la onda, la sangre se calienta, se enfría, corre más aprisa, nos pone la piel de gallina, nos hace llorar. Todo eso ocurre una sola vez en nuestra historia, y aunque se repitan momentos similares, éstos jamás son los mismos.
Decidí salir de la tienda, dejar de mirar portaditas para presenciar ese momento históricamente desafinado. Fue entonces que miré el rostro de las chicas, que no era el mismo cuando cantaban que cuando guardaban silencio esperando el siguiente compás. Vi la mano del chico de la guitarra, su movimiento, su fuerza que empuja al viento y golpea las cuerdas y genera ondas que a su vez… etcétera.
pero es mucho más triste escuchar música sin música
Mark Twain
Hace ya como un mes que rompí mis lentes. No soy lo suficientemente organizado como para resolver el asunto de inmediato, sobre todo cuando se trata de unos simples lentes que en realidad necesito poco. Pero bueno, hace algunas mañanas pasé severas complicaciones para leer un mugroso libro que tenía la letra muy pequeña. Recordé mis lentes rotos. Decidí que esa misma tarde los iría a reponer.
Me apersoné en una óptica que se encuentra en los portales, en una esquina donde también se encuentra un puesto de periódicos. Me atendió una señorita muy amable, quien me hizo un examen de la vista y, tras determinar la graduación que mis ojos requerían, me invitó a escoger un modelo de armazón. Lo escogí y me dijo que volviera dentro de una hora.
Afuera de la óptica, sobre el portal, y dándole la espalda a la Avenida Miguel Hidalgo, había un grupo de jóvenes. 3 chicas y 4 chicos. Una de ellas cargaba un violín, y uno de ellos cargaba una guitarra. Hacían un semicírculo, como los que se hacen cuando se va a tomar una foto. El de la guitarra comenzó a rasgar y a cantar tremendamente desentonado. Sus compañeros lo siguieron. También el violín. Cada uno en un tono y ritmos distintos, de tal forma que al juntar todas las voces, aquél coro sonaba como un rezo, como un padrecito pero multiplicado por siete. Nunca entendí qué rol desempeñaba el violín, pues ni siquiera se escuchaba.
No soporté el ruido y me fui una tienda de discos que está a unos cuántos locales de la óptica. Esto con el fin de hacer tiempo para que al rato me entregaran mis lentes. Me puse a mirar discos. Así, literalmente, mirarlos. Frente al anaquel, hacía bajar las portadas de adelante para poder ver las de atrás. Toda una hilera de discos. Al terminarla, seguí con la de al lado. Y luego con la de al lado. Así me estuve unos 40 minutos. Todo ese tiempo, las voces del coro de jóvenes se colaban de repente en la tienda. Cuando acabé de mirar todos los cd’s, me agobió una sensación de vergüenza tremenda: en el lapso de 40 minutos fui a una tienda donde venden discos, a mirar discos. No escuché ni uno solo. Ni una canción. Lo único que escuché era la música, muy mal ejectuada, pero música al final de cuentas, que venía de afuera.
Entendí que la música no estaba en ninguno de esos discos. Aunque me hubiese comprado uno, o aunque le pidiera a un empleado que me lo dejara escuchar ahí mismo; era música grabada. Al decir grabada, quiero decir repetible. No tiene un lugar específico en el tiempo y en el espacio, porque en cualquier momento y en cualquier lugar podría reproducir con fidelidad la misma canción, la misma sonata o standard de jazz. De hecho no tengo porqué comprarla. Varias veces he ido a la tienda de discos, apunto en un papel los que me llaman la atención y luego llego a casa y los descargo desde la Internet. Existe pues, todo un arsenal de discos de plástico y platino metidos en cajitas, decorados con folletines impresos en papel couché; existe un universo de mega bites que se convierten en ondas sonoras que suenan a algo perfectamente identificable.
Pero música, como tal, venía sólo de afuera, de las malas entonaciones de aquéllos siete jóvenes. Es ahí donde vive el espíritu de la música, en ese momento único e irrepetible donde un individuo construye huecos en la nada, un sonido que jamás volverá a ser el mismo; se inventa una onda que se abre paso en el aire para rebotar en cualquier tímpano que vibra. Y con esa vibración empuja esa misma onda hacia el interior de uno. Ahí, nuestros órganos y vísceras se vuelven otra clase de tímpanos que también vibran, se mueven, al grado que en ocasiones, dependiendo de la intención de la onda, la sangre se calienta, se enfría, corre más aprisa, nos pone la piel de gallina, nos hace llorar. Todo eso ocurre una sola vez en nuestra historia, y aunque se repitan momentos similares, éstos jamás son los mismos.
Decidí salir de la tienda, dejar de mirar portaditas para presenciar ese momento históricamente desafinado. Fue entonces que miré el rostro de las chicas, que no era el mismo cuando cantaban que cuando guardaban silencio esperando el siguiente compás. Vi la mano del chico de la guitarra, su movimiento, su fuerza que empuja al viento y golpea las cuerdas y genera ondas que a su vez… etcétera.
1 comentario:
A veces dejamos de hacer cosas tan especiales como ir a un concierto de musica clasica, de orquesta, de camara... dejamos de recordar lo que se siente en la sangre, en la piel oir una flauta, un chelo ...un piano! a mi se me ha olvidado... gracias por recordarme esas sensaciones... te compraste tus gafas?
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