Conocí a Adrian Outler hace más de 22 años. Él nació en un suburbio de Dallas, Texas. Hijo único de madre mexicana y padre estadounidense veterano de la guerra de Vietnam. Su infancia, pubertad, adolescencia y primera adultez transcurrieron casi siempre en “Suburbia USA”, esas regiones de vibra relajada, donde no se ve nada, ni se oye nada, y en general, no pasa nada. El mundo es lo que el televisor refleja y lo que los centros comerciales ofertan, así como los cines y las tiendas de ocasión. Así creció Adrian Outler, pues, en su bucólica región, soportando la separación de sus padres, siendo criado por su madre y su abuela.
Su vida y la mía siempre estuvieron separadas por más de 1300 kilómetros, una gruesa e insondable frontera, dos culturas distintas, lenguas distintas y enfoques del mundo casi diametralmente opuestos. Lo conocí cuando él hizo su primer viaje a México, hace más de 22 años. Su madre lo cargaba en su regazo. Él medía apenas 30 centímetros, y yo, desde la estatura y estatus que me daban mis 8 o 9 años, lo miraba con curiosidad. Su nombre y apellido me eran intrigantes, su nacionalidad un misterio, sus ojos cerrados, una promesa. A pesar de las diferencias aquí enumeradas, había algunos aspectos nada marginales que nos unían. Por ejemplo, su abuela y mi abuela eran la misma persona. Su segundo apellido era igual que mi primer apellido. La forma de las orejas, la caída de las cejas, el tono de voz y la perenne rebeldía incomprensible nos hacían, más o menos, parecidos; ser primos era creíble.
Nos vimos tantas veces que hace años perdí la cuenta. Muchas fueron en México, en muchas ciudades y casas, durante semanas que se volvieron meses. Muchas otras fueron allá, en la metafísica Texas, la húmeda Arkansas y el festivo Tennessee. Hemos ido y venido mutuamente de nuestras propias existencias. Para él soy como su hermano, para mi, siempre ha sido ese primo inclasificable. Ha sido brillante toda su vida, con una capacidad analítica digna de un científico o un investigador acucioso. Sin embargo, en casi todo lo demás le ha ido siempre mal; en la escuela, en sus relaciones amorosas, en sus viajes y hasta en su ortografía. Así es él.
Hace apenas medio año, Adrian Outler tomó una decisión firme y definitiva en su vida. Estaba cansado de ser una bala perdida, un nowhere man, una rolling stone. Tenía que hacer algo que forzara a su cuerpo y espíritu a encausar la mente y la energía hacia algo más o menos provechoso. Fue así que decidió presentarse a la oficina de reclutamiento militar y enlistarse para servir a su país. Luego desapareció tres meses, en Oklahoma o en Carolina, no lo recuerdo. Su largo y canoso pelo (a pesar de su edad) se convirtió en una afeitada cabeza. La capa de grasa dio lugar a una musculatura más o menos uniforme. Parecía más sereno y tranquilo. Esos meses de entrenamiento, en un ambiente aislado, moldearon en él finalmente un ímpetu que toda su vida permaneció, si no callado, sí agazapado.
Al volver, su madre (mi tía), lo llevó con una fotógrafa para retratarlo. En un viaje posterior que hizo mi tía a México trajo consigo las fotos. En ellas, Adrian Outler posaba de varias formas junto con la bandera de Estados Unidos. Al verlas volví a sentir lo mismo que cuando lo vi por primera vez, siendo cargado por su madre. Pero en ésta ocasión su madre no era mi tía. Su nombre y apellido resonaban en mi cabeza como el de un personaje que uno lee en novelas, como un Holden o un Dean Moriarty, un anciano en una barca o la palabra Rosebud; su nacionalidad ya no era aquella misteriosa magia carente de significado. En las fotos, mi primo tenía una mirada hasta entonces desconocida para mí, pues había en ella algo mucho más grande y más fuerte que él mismo, lo que siempre estuvo buscando, lo que no encontró ni en la escuela, ni en la música, ni en los libros, ni en su padre, y por supuesto, mucho menos en mí.
A finales de octubre se subió a un avión que lo llevó a una base militar estadounidense localizada en Alemania. Vinieron meses de nuevo entrenamiento, de aprender técnicas y estrategias que muy pronto le serían de lo más útil. Finalmente, justo unos días antes de navidad, Adrian Outler subió a un avión que al cabo de unas horas lo dejaría en Irak. La guerra más estúpida que me ha tocado conocer en mi breve existencia había por fin llegado a mi familia, a la conversación de sobremesa, al rostro de mi padre y las manos mi abuela, al silencio de la incertidumbre. Adrian Outler, mi primo, está en Irak. Yo estoy aquí, en México, escribiendo. Lo que veo y lo que él ve no es igual. Son mundos distintos, más fronteras, más lenguas y más culturas las que se interponen. Vivimos al mismo tiempo en distintos Ahoras, en el mismo planeta usando gafas distintas.