jueves, septiembre 22, 2011

El árbol de la vida


Terrence Malick es un director de cine muy, pero muy particular. Desde ayer puedo decir que es uno de mis favoritos. Cuenta con una filmografía breve pero impresionantemente rica. Malick nunca se aparece en sus estrenos, no recoge premios, no da entrevistas, no socializa con la prensa ni con la industria. Solo hace películas y en ellas expone su visión, sin concesiones ni dogmatismos.

            “The Tree of Life” es la más reciente. Ganadora de la Palma de Oro en la edición 2011 del festival de Cannes, y también del premio que otorga la Federación Internacional de Críticos de Cine, durante la última edición del festival de San Sebastián.

            La historia se centra en una familia de clase media estadounidense que experimenta la muerte de uno de sus tres hijos, hecho que detona toda una serie de reflexiones, desajustes, dudas firmes sobre Dios y la existencia, y finalmente tamiza la vida de sus protagonistas. Años más tarde, uno de los otros dos hermanos, siendo ya un arquitecto reconocido, confiesa a su padre, por teléfono, que piensa en su hermano muerto, todos los días. La visión de un roble frente al edificio donde trabaja trae a su mente una larga colección de recuerdos de la infancia.

            Malick nos regala una larga secuencia en donde se describe el origen del cosmos; una gran explosión que propicia la creación de la materia, siempre en expansión. Se forman nebulosas, galaxias, sistemas solares. Se muestra un incipiente planeta tierra que surge dentro de ese universo, solitario y doloroso. Aparecen los primeros seres vivos, protozoarios y anémonas, hasta devenir en varias etapas dentro de la existencia de vida en la tierra. Los primeros bosques, dinosaurios y el choque del gran meteoro que los mató a todos. Aparece de pronto un niño dentro de una casa sumergida en agua. El niño nada, abre una puerta, y la siguiente escena es una mujer, la madre de familia, dando a luz a su primer hijo. Es preciso entender toda una historia del universo para comprender por qué uno nace. La existencia humana no puede ni debe deslindarse de la historia del cosmos.

            Una nueva secuencia muestra a la familia criando a los hijos, que se suceden milagrosamente hasta llegar a ser tres. Existe una idea clara: uno viene al mundo para amar y ser amado. Es lo único que no se mide, ni compite, ni se encuadra en cánones morales ni sociales, religiosos ni políticos. Todo lo que esté fuera de este sencillo principio no es más que la causa del dolor y la duda que significa el estar vivo.

            La forma de presentar las ideas es completamente poética, a través de situaciones cotidianas que reflejan el caos, la pureza, el constante convivio entre el bien y el mal, la crueldad, la frustración, la responsabilidad. Malick nos refuerza la idea de que nadie nace sabiendo ser padre. Todo mundo lucha por sobrevivir. Todo mundo ama pero somos torpes al hacerlo. La muerte está en cada momento, de la mano de la vida. Todo lo que pasa hoy, en este planeta, en este momento, terminará de manera definitiva y dramática. El fin de nuestra especie y de la civilización humana es un hecho inminente hasta ahora. Un día, la tierra será absorbida por el calor del sol en su proceso de muerte. El planeta estará confinado a orbitar alrededor de una enana blanca, y todo lo que alguna vez existió dentro de él no tendrá ni siquiera, como escribió Fernando Pessoa, “el remordimiento de haber vivido”.

            Ante lo inexplicable e inasible de la vida; ante lo inminente de la muerte, solo queda una cosa por hacer: amarnos.

            En alguna reseña posterior a su galardón en Cannes, se definió a esta película como, quizás, el filme que mejor expresa la relación del cosmos y la existencia humana. En lo personal no recuerdo alguna película, libro, canción, pintura, o lo que sea, que con tal contundencia separe lo superfluo de lo fundamental. Yo no sé si existen otras civilizaciones en algún punto del universo. Si es que las hay, no sé si estén desarrolladas al grado de tener artes y ciencias. Si es que las tienen, quién sabe si tengan algo parecido al cine. Y si es que lo tienen, y de esto sí estoy seguro, no tienen a un Terrence Malick.

miércoles, septiembre 14, 2011

¿Crónica de qué?

Llevo ya dos meses en periodo “sabático”. No sé cómo es que se pueda hacer la crónica de los días encerrado, la mayor parte del tiempo, en un pequeño cuarto. ¿Qué se puede contar de la vida estando ahí?

 La vida pasa en todos lados. “Ahí afuera”, dice el cliché. Pero aquí, adentro, también pasan montones de cosas. ¿Cuáles son?

Para empezar, debo explicar por qué estoy en ese período al que llaman “sabático”, séptimo año durante el cuál los hebreos dejaban descansar sus tierras. Dejé mi trabajo porque se supone que me iría con una banda de rock a tocar por todos lados, auspiciados por una importante compañía. Bueno, pues ese plan se pospuso y no me queda otro remedio mas que ajustarme a los plazos logísticos y términos que conlleva una industria radicalmente distinta de aquélla a la que antes pertenecía.

 Es decir, los últimos 6 años de mi vida se medían en semestres y veranos, por que la “industria” educativa así lo requiere. Por que era profesor y mi vida dependía de eso. Decidí dejarlo para dedicarme exclusivamente a la música. Pero esto se mide de otra manera. No hay semestres, ni bimestres, ni años, ni semanas… Uno puede estar tocando horas enteras antes de encontrar la idea creativa que produzca una canción. Uno puede componer cuatro canciones en media hora. Uno puede tener una idea musical brillante estando con la mejor y más cara guitarra, o te puede venir estando en el metro, en misa, en el antro o en la cama con una chica. Los músicos que lean esto saben de qué hablo. Así pues, se pospuso un proyecto de ir a tocar por todos lados, y yo me encontré de pronto sin mi trabajo anterior, sin departamento, y con unos cuantos pesos que ahorré. Tras 6 años de arduo trabajo académico, salpicado con mis proyectos alternos, estoy, ahora, “descansando”, involuntariamente, mis tierras.

 Caí en blandito, la verdad. Llevo dos meses viviendo de nuevo con mis padres. Pensé que sería difícil, que no habría compatibilidad, y que muy pronto surgirían rencillas, resultado de años de estar, cada quien, forjando en solitario su propio estilo de vida. No pude estar más equivocado. Vivo un reencuentro intenso con mis padres. Durante los años de vivir por mi cuenta perdí la sensibilidad sobre la vida cotidiana de ellos. Ahora que los tengo todo el tiempo, miro cómo van enfrentando el umbral de sus últimos años. Sus cuerpos se hacen frágiles, pero sus espíritus son más fuertes. Tengo diarias dosis de sabiduría, de parte de dos grandes seres que pueden hablar de lo que aprendieron, y pueden decir satisfechos, que han vivido. No puedo describir lo que siento al ver a mi madre desayunar su plato de papaya con yogurt de durazno, o cachar a mi papá comiéndose unos pistaches mientras lee su revista de coches. Qué bueno que me quedé sin nada.

 Este rollo sabático me ha traído un nuevo beneficio. De enero a junio de este 2011 solo había podido leer dos libros. Lo confieso con profunda vergüenza. Ahora me he puesto vigorosamente al corriente, y creo que si un trabajo no te da para leer al menos dos horas al día, te está comiendo la posibilidad de confrontar de manera permanente y sistemática las realidades, mundos, ideas, disfrutes y placeres que existen alrededor de la vida; esa que uno se pierde en juntas, burocracia y conversaciones sin sentido. Qué bueno que me quedé sin nada, porque gracias a eso me reencontré con Maquiavelo, aprendí de Ezra Pound y José Emilio Pacheco el arte de pintar la realidad. Casi en éxtasis leí las historias de Rúbem Fonseca, además de mitos y leyendas, las teorías de los sistemas autoconscientes de Hofstadter, y lo que la música provoca en el humano a nivel neuronal, y una novelita de Elmer Mendoza, y los sistemas emocionales de los elefantes, tan parecidos a los humanos… Qué bueno que me quedé sin nada.

 ¿Ya dije que me quedé sin dinero? No. Dije que tenía un poco ahorrado. Tan poco, que ya me lo terminé. El dinero te hace cauto, te hace defenderlo a mansalva, a buscar algo estable y definido con tal de disminuir las posibilidades de perderlo. Pues bien, ya lo perdí. Todo. Así que de nada me sirve ser cauto. Si no tienes dinero en una sociedad que se mueve precisamente en base a eso; si te quedas estable, te mueres. Qué bueno que no tengo dinero, porque estoy encontrando nuevas maneras de conseguirlo. Mis maneras. Ahora acabo de montar con dos amigos una empresa productora de música, y ya tenemos a nuestros primeros clientes. Ya recibí mi primer dinero. El primero en 6 años que no viene de una fuente institucionalizada. Viene de la actividad que a mi se me ocurrió porque no tenía otra opción mas que hacer lo que me diera la gana, de una forma enfocada, útil y honesta. Hace dos meses era un profesor, miembro de una institución. Hoy soy un productor.

 Creo que lo mejor que me pudo pasar fue, precisamente, “quedarme sin nada”. Tengo, estrictamente hablando, lo que necesito. No soy ni más ni menos. Me siento libre, con toda la dulzura y con toda la angustia que la libertad implica. Además, estoy con una mujer a la que adoro y de quien aprendo todos los días algo. Tengo a mis hermanos, mis primos, mi amigos. Tengo a la música, que jamás me abandona. Arriesgué todo por un sueño y hasta el momento no termina de ocurrir. Pero muchas cosas ocurren al mismo tiempo, solo que, casi siempre, uno decide no verlas. Nadie podrá acusarme de no haber sido valiente.

 Esta crónica no es acerca de lo que pasa afuera, sino de lo que pasa aquí, dentro de mi, y en los jardines de lo que soy.

lunes, septiembre 05, 2011

El tiempo que se va, el que se queda, el que vendrá...

En efecto, el tiempo pasa. Una frase trillada, repetida hasta el cansancio. Lo que es cierto es que el tiempo parece de repente ahogarnos. Hace poco leí sobre el experimento que comprueba que el tiempo y el espacio son lo mismo. Es decir, ya es un error hablar de estos dos conceptos de manera separada. Debe llamarse el “espacio-tiempo”. Es algo así como hablar de coordenadas en múltiples dimensiones. O dicho de otro modo, no puedo existir sin un tiempo y un espacio. Ocupo este lugar del cosmos; una fracción tan pequeña de espacio que es hasta ridículo pensar, en términos físicos, en grandes viajes. También ocupo esta fracción de tiempo en la cual todo está ocurriendo, incluyendo mi vida, estas letras que se dibujan en la pantalla.

Es cierto pues, eso que dicen de que el tiempo se va, pero también se percibe el tiempo que viene, que nos hace tener dolores de cabeza, angustias, y la fascinante irresponsabilidad de perderlo, dejarlo ir, abrigado en justificaciones hueras. El “espacio-tiempo” en constante evolución.

Es común que las personas vivamos con la firme intención de ir trazando líneas, uniendo puntos que vayan dando la impresión de haber vivido una línea recta, siempre en la dirección correcta, hacia donde nos conducirán nuestros actos; vivimos en el jardín de los senderos que se bifurcan, como Borges lo supo identificar muy bien. La vida hacia delante no es más que un racimo de opciones, las cuales desaparecen en el momento en el que te decides por una. Dicho de otro modo, no hay puntos hacia delante que uno pueda unir. Los puntos se unen hacia atrás. La línea de vida que uno traza se construye con esos rellanos, esos múltiples fracasos, aquéllos fortuitos o bien ganados éxitos. La trayectoria de tu vida es la unión de esos puntos que te tienen aquí parado. El futuro no debería ser una promesa sino una proyección de esos puntos. El futuro se construye, se está haciendo justo en este espacio-tiempo continuo, perenne e inasible. Hoy se fabrica un punto que se unirá mañana.
Estrictamente hablando, no existen los éxitos ni los fracasos; existen los momentos; existen las múltiples posibilidades de hacer lo que quieras, o hacer lo que otros quieran que hagas, o no hacer absolutamente nada. Esto también está bastante trillado: todas nuestras decisiones son propias. Absolutamente todas. Más aun si tu decidiste por voluntad propia entrar a este blog y leer este texto y llegar hasta aquí. Así podría hacerse con todo, y generar una consciencia de nuestro propio tiempo, de las muchas acciones que uno puede hacer en un día cualquiera, de esa gran cantidad de cosas que uno amaría estar propiciando, o lugares donde uno amaría estar, pero no se hacen esas cosas ni se está en esos lugares, y creemos que el peor sitio en donde uno puede vivir es justo aquí, en ésta casa y en ésta ciudad, dando rienda suelta a una brutal y despiadada falacia. “El peor lugar para estar es aquí donde habita nuestro cuerpo, y el peor momento es éste, en el que estamos vivos.” Vaya frase fatalista.

Debemos entender que el aquí y el ahora no es el peor lugar; es el único. Lo que pasa afuera de tu tiempo y espacio personal es absoluta y rotundamente ajeno a tus decisiones. Deberíamos pensar al revés y estar conscientes de que éste es nuestro tiempo, éste es nuestro espacio… Mi espacio y mi tiempo es lo único que en verdad poseo. Si no soy capaz de asumirme como dueño de eso, es probable que socialmente me vuelva exitoso, pero en el fondo de la consciencia no sea más que un pigmeo arrinconado en una infame caverna sin luz.

jueves, enero 07, 2010

Distintos Ahoras

Conocí a Adrian Outler hace más de 22 años. Él nació en un suburbio de Dallas, Texas. Hijo único de madre mexicana y padre estadounidense veterano de la guerra de Vietnam. Su infancia, pubertad, adolescencia y primera adultez transcurrieron casi siempre en “Suburbia USA”, esas regiones de vibra relajada, donde no se ve nada, ni se oye nada, y en general, no pasa nada. El mundo es lo que el televisor refleja y lo que los centros comerciales ofertan, así como los cines y las tiendas de ocasión. Así creció Adrian Outler, pues, en su bucólica región, soportando la separación de sus padres, siendo criado por su madre y su abuela.

Su vida y la mía siempre estuvieron separadas por más de 1300 kilómetros, una gruesa e insondable frontera, dos culturas distintas, lenguas distintas y enfoques del mundo casi diametralmente opuestos. Lo conocí cuando él hizo su primer viaje a México, hace más de 22 años. Su madre lo cargaba en su regazo. Él medía apenas 30 centímetros, y yo, desde la estatura y estatus que me daban mis 8 o 9 años, lo miraba con curiosidad. Su nombre y apellido me eran intrigantes, su nacionalidad un misterio, sus ojos cerrados, una promesa. A pesar de las diferencias aquí enumeradas, había algunos aspectos nada marginales que nos unían. Por ejemplo, su abuela y mi abuela eran la misma persona. Su segundo apellido era igual que mi primer apellido. La forma de las orejas, la caída de las cejas, el tono de voz y la perenne rebeldía incomprensible nos hacían, más o menos, parecidos; ser primos era creíble.

Nos vimos tantas veces que hace años perdí la cuenta. Muchas fueron en México, en muchas ciudades y casas, durante semanas que se volvieron meses. Muchas otras fueron allá, en la metafísica Texas, la húmeda Arkansas y el festivo Tennessee. Hemos ido y venido mutuamente de nuestras propias existencias. Para él soy como su hermano, para mi, siempre ha sido ese primo inclasificable. Ha sido brillante toda su vida, con una capacidad analítica digna de un científico o un investigador acucioso. Sin embargo, en casi todo lo demás le ha ido siempre mal; en la escuela, en sus relaciones amorosas, en sus viajes y hasta en su ortografía. Así es él.

Hace apenas medio año, Adrian Outler tomó una decisión firme y definitiva en su vida. Estaba cansado de ser una bala perdida, un nowhere man, una rolling stone. Tenía que hacer algo que forzara a su cuerpo y espíritu a encausar la mente y la energía hacia algo más o menos provechoso. Fue así que decidió presentarse a la oficina de reclutamiento militar y enlistarse para servir a su país. Luego desapareció tres meses, en Oklahoma o en Carolina, no lo recuerdo. Su largo y canoso pelo (a pesar de su edad) se convirtió en una afeitada cabeza. La capa de grasa dio lugar a una musculatura más o menos uniforme. Parecía más sereno y tranquilo. Esos meses de entrenamiento, en un ambiente aislado, moldearon en él finalmente un ímpetu que toda su vida permaneció, si no callado, sí agazapado.

Al volver, su madre (mi tía), lo llevó con una fotógrafa para retratarlo. En un viaje posterior que hizo mi tía a México trajo consigo las fotos. En ellas, Adrian Outler posaba de varias formas junto con la bandera de Estados Unidos. Al verlas volví a sentir lo mismo que cuando lo vi por primera vez, siendo cargado por su madre. Pero en ésta ocasión su madre no era mi tía. Su nombre y apellido resonaban en mi cabeza como el de un personaje que uno lee en novelas, como un Holden o un Dean Moriarty, un anciano en una barca o la palabra Rosebud; su nacionalidad ya no era aquella misteriosa magia carente de significado. En las fotos, mi primo tenía una mirada hasta entonces desconocida para mí, pues había en ella algo mucho más grande y más fuerte que él mismo, lo que siempre estuvo buscando, lo que no encontró ni en la escuela, ni en la música, ni en los libros, ni en su padre, y por supuesto, mucho menos en mí.

A finales de octubre se subió a un avión que lo llevó a una base militar estadounidense localizada en Alemania. Vinieron meses de nuevo entrenamiento, de aprender técnicas y estrategias que muy pronto le serían de lo más útil. Finalmente, justo unos días antes de navidad, Adrian Outler subió a un avión que al cabo de unas horas lo dejaría en Irak. La guerra más estúpida que me ha tocado conocer en mi breve existencia había por fin llegado a mi familia, a la conversación de sobremesa, al rostro de mi padre y las manos mi abuela, al silencio de la incertidumbre. Adrian Outler, mi primo, está en Irak. Yo estoy aquí, en México, escribiendo. Lo que veo y lo que él ve no es igual. Son mundos distintos, más fronteras, más lenguas y más culturas las que se interponen. Vivimos al mismo tiempo en distintos Ahoras, en el mismo planeta usando gafas distintas.

miércoles, diciembre 30, 2009

Adiós, maestra

Solía encontrarle gusto a la embriaguez. Aprendí infinidad de cosas cada vez que mi cabeza comenzaba a girar y mis sentidos se distendían en vacíos inexplorados. Me gustaba el yo que era a través de los vasos de vidrio. Las conexiones neuronales pasaban de lo intrépido a lo esotérico, de lo audaz a lo brillante. Escribí buenas palabras desde el delirio, buenas en verdad, en el sentido ético y moral de lo que "bueno" significa. Es decir, no hablo de talento sino de ausencia de maldad. Me gané besos y enemigos, vergüenzas y anécdotas, le arranqué carcajadas a más de uno y sembré decepción en más de mil. Pacté amistades infinitas, sellé con un chocar de copas el comienzo de un idilio, y también en la ausencia de sobriedad me vi diciéndo adiós sin entender por qué. Exalté mis sentidos, pero también los acostumbré un poco de más al aturdimiento. Unos tragos me ayudaron a llevar las discusiones a niveles más álgidos y entusiastas, a reflexiones que no hubieran comparecido si la sangre no corriera embrabecida. Tuve fabulosos regresos a casa en la ignominia de las madrugadas, con el jazz de sonido sucio de una radio que no sabía captar, con la voz casi quebrada de Dylan, con el silencio que producía el ruido del motor en marcha, con el dolor en el alma y la alegría en el cuerpo, con el sabor de unos labios y el aroma de un cuerpo impregnado en mi ropa. Tuve también regresos desastrozos, lagunas obscuras entre el último trago y el abrir los ojos al día siguiente; la incredulidad de escuchar lo que había sido capaz de hacer, sin poder ser capaz de recordarlo. Odié tanto las resacas que un día, sin más, comencé a quererlas, a entenderlas, a saberlas necesarias, ya que se volvieron la perfecta analogía de los vaivenes de la vida, del éxtasis de la felicidad que uno abandona en estrepitosa caída libre hasta la oclusión inconciente de la mente y las ideas. Siempre fue como la vida y la muerte. Ir de un extremo a otro le da a cualquiera la sensación de haber recorrido un enorme terreno, y la ebriedad y la resaca eran justo eso, las dos orillas de una misma realidad. Solía buscarla, desearla, provocarla, a la embriaguez; como si fuera una mujer o una tristísima canción. Solía aprender de ella lo que no podía aprender de nadie más.

Sin embargo, ya no la encuentro. No la siento, aunque la busque y me empeñe en descifrarla nuevamente. Por más que la llamo no acude a la cita. Comienzo a creer que la curva de aprendizaje llegó a su cresta final, no hay más que pueda decirme, ni nuevas anécdotas que ensoñar. No tiene que ver ni la edad ni un estado de moralidad ambigua y dispersa. Más bien, ese libro lo he leído ya demasiadas veces, y ya le extraje todo lo que pude. Necesito caminar en otra dirección, aprender de otros maestros y enriquecer mi existencia de otras formas. He vivido, he aprendio un poco, y necesito seguir adelante, aprender más, reconocer en mí un rostro más profundo y verdadero.

domingo, abril 12, 2009

Crónica del mundo desde la playa mientras se lee a Henry Miller

Sé que es miércoles y que estoy en un lugar que no pensé. En mi mente suponía que habría de aparecer en la sierra, en un lugar boscoso y frío. La Oaxteca. Pero no, estoy en la “Oaxaca”. Muy lejos de aquello que imaginé. Al principio me afligía eso de imaginar algo y terminar haciendo otra cosa distinta, pero me importa poco ahora. Solo quiero estar, en donde sea, pero estar. “Aquí estamos todos solos y estamos muertos.”, dice Henry Miller.
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Ayer conocí a un californiano que se llama Nicholas y a un catalán que se llama Pedro. Ambos dan la impresión de estar en viaje interminable. Ambos de cabellos largos y barbudos. El primero me llamó a su mesa. Tenía ganas de conversar de lo que fuera, en ese bar cuyo piso era la arena. Parece uno de esos surfers irremediables que preguntan lo esencial y se quedan mirando fijamente lo que sea, sin que parezcan necesariamente interesados. Al segundo, Pedro, lo abordé yo, afuera, en la playa. Lo hice porque lo vi llorando. Había algo de amargura en sus ojos grises y en esas arrugas prematuras.
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Me acordé de los escarabajos peloteros, esos pequeños seres que empujan bolitas de caca por el mundo. Siento que a menudo me topo con gente igual. Quizás hay días en que yo soy uno de ellos.
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Hemos llegado al acuerdo de que Pedro se parece a Jean-Paul Belmondo.
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“Dondequiera que voy las personas están echando a perder sus vidas.”. Aunque suena fatalista, esta frase también me brinda cierta dosis de optimismo.
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No es raro que compre libros usados. Los prefiero éstos a los nuevos. Me dan la sensación de llevar una historia a cuestas además de la que en sus páginas relatan. Si alguna vez publico un libro, buscaré una editorial que solamente publique libros usados. Así, mis textos llegarán a manos de los lectores plagados de líneas subrayadas, anotaciones al margen, el número de teléfono de alguien apuntado hasta el final, una idea repentina, la fecha de adquisición, la dedicatoria, la conversación escrita entre dos estudiantes aburridos en su salón de clase. Si no puedo publicar libros así, prefiero no publicar nunca nada.
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Escribo con las manos llenas de arena. Caminé medio kilómetro en terracería, a unos 35 grados centígrados, para encontrar el “Mazunet” y sentarme ante un ordenador. En el camino vi a un joven moreno de bigote tímido, con gorra blanca cuya visera caía por un costado de la cara. Traía puesta una playera que decía “Fly Emirates”. Imaginé no estar aquí, sino en Tánger o Cabo Verde. No fue difícil lograrlo. Escribir con arena en las manos, dedos pegajosos, una caguama vacía frente a mí y turistas hippies europeos a mi alrededor me hace creer que no soy yo el que escribe. Soy yo extrapolado. Soy el karma de alguien parecido a mí.
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Recuerdo haber leído en un libro de Unamuno que el mundo solo existe para los que tienen conciencia. Luego de andar topándome con gente por dondequiera que voy, concluyo en que uno no puede darse cuenta de lo que significa estar vivo si no has perdido antes algo. Cuando pierdes, lo que sea, pero una pérdida real, el instinto te hace aferrarte a lo que aun te queda, como náufrago a un trozo de madera mojada.
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Gracias Pedro. Quizás nunca vuelva a verte, ni sabré porqué llorabas. Nunca olvidaré tus lágrimas.

jueves, febrero 12, 2009

Ratas

Al salir de casa lo primero que vi fue una rata medio gris y medio parda, aparentemente muerta, a mitad de la calle. También vi a una mujer de pie al lado de un auto, y le preguntaba a alguien ahí adentro, ¿Tienes las llaves de la casa?
A lo mejor vi primero a la mujer y después a la rata, no importa tanto. Lo que sí pasó fue que vi las dos cosas y esperé que eso no fuera presagio de lo que vendría por el resto del día: mujeres que hacen preguntas y ratas aparentemente muertas.
Fue de hecho peor. Pasé la lado de la rata y ahora puedo eliminar la palabra “aparente” de esta crónica. Estaba bien muerta, y las tripas se le habían salido por el ano. Sin embargo, aunque la rata parecía fría y tiesa, el viento le meneaba el pelambre y pude notar cómo dentro de la muerte hay ciertos rasgos de vida. En realidad el cadáver, a pesar de estar helado e inmóvil, no podría decirse que pareciera una piedra que no tiene vida. Parecía más bien un pastizal que se mueve a capricho del aire, y uno nunca dice que el pasto está muerto, o que es incapaz de decidir por si mismo. Esa impresión me dio el pelambre de la rata. Tal vez en la muerte seguirán existiendo intersticios de vida. Quizás la muerte no es un destino, sino el inicio, o el cauce, o la circunstancia, o la gravedad, o la inercia del destino. O todo eso junto.
El asunto de las mujeres haciendo preguntas es algo que simplemente estuvo ahí el resto de la tarde, desde el ¿más café joven?, ¿traerá cambio? ¿Cómo quiere que le corte el pelo? Es algo que estará todos los días, y no hay manera de escaparse, ni de eso, ni de la muerte, ni del destino.